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del programa de doctorado de nuestra Facultad. También agradezco las recomendaciones ofrecidas por la profesora María Francisca Jara, directora del Centro de Desarrollo Docente de la Facultad, quien colaboró con la preparación del Anexo que se encuentra al final del texto.

      Reconozco también el apoyo institucional prestado por los profesores Carlos Frontaura y Arturo Fermandois, decano de la Facultad y director del Departamento de Derecho Público respectivamente, quienes en todo momento apoyaron y estimularon esta iniciativa. Por último, agradezco a mi familia la comprensión ofrecida permanentemente mientras se desarrolló este trabajo. A todos, y primeramente a Dios Todopoderoso, muchas gracias.

       DERECHOS HUMANOS: FUNDAMENTOS

       INTRODUCCIÓN

      En la modernidad, el uso del término “derechos humanos” se ha convertido en una suerte de lugar común. En efecto, se suele utilizar toda la fuerza argumentativa de la expresión en cuestión para fundamentar una variedad de postulados de naturaleza muy diversa. Es así como el “lenguaje de los derechos” se ha transformado en un tipo de gramática propio de nuestros tiempos,5 pese a que el concepto mismo puede ser materialmente encontrado en autores clásicos de la Antigüedad y del Medievo como Gayo o Tomás de Aquino.6

      En cuanto el significado de los derechos humanos, es necesario afirmar que, estrictamente, la existencia de un derecho supone la facultad en una persona de exigir un determinado comportamiento respecto de otro. En la medida que esa persona cuenta con la capacidad de exigir un comportamiento positivo o negativo a un tercero, ella tiene un derecho. En ese sentido, la existencia de un derecho va necesariamente asociada a: (a) la existencia de una relación interpersonal entre dos o más personas y (b) la imposición de una obligación. Respecto de este último punto, puede decirse que sin obligación correlativa no puede afirmarse la existencia de un derecho. Ahora bien, la fuente de ese derecho se denomina título. El título es el hecho normativo que habilita a la persona a exigir jurídicamente la conducta. Así, sin un título que le preceda, tampoco puede hablarse de la existencia de un derecho.

      A partir de lo anterior, existen diversos tipos de derechos. La naturaleza de los mismos dependerá del título que les sirve de fuente. Existirán así derechos contractuales, cuando los mismos se deriven de un contrato. Por el contrario, se hablará de derechos legales cuando los mismos encuentren su fuerza normativa en el hecho de ser reconocidos en el derecho positivo. Por ejemplo, el derecho de votar es un típico legal en la medida en que su origen es el derecho constitucional; su validez normativa se encuentra en la norma constitucional que lo crea. Otros derechos legales son, por ejemplo, aquellos que facultan al comprador en una compraventa para exigir la entrega de la cosa de manos del vendedor o aquellos que permiten al trabajador exigir un cierto período de vacaciones durante el año laboral.

      Sin embargo, existe un tipo de derechos cuya fuerza normativa no deriva de un texto legal –aunque a partir del siglo XVIII los mismos sean reconocidos con el propósito de garantizarlos–, sino de nuestra propia forma de ser humana. Estos son los denominados derechos humanos o derechos naturales. Su fuerza normativa es previa a cualquier ordenamiento jurídico. Esos derechos se identifican con nuestra propia y específica forma de existencia en el universo. En otras palabras, ellos son parte de nuestra propia identidad.

      En este contexto, el desafío, para quienes creen en los derechos humanos, es determinar cuáles son esos derechos. Esto solo puede conocerse a través de una adecuada comprensión de nuestra propia identidad como personas. En efecto, únicamente conociendo quiénes somos, podremos saber cuáles son esos derechos íntimamente asociados a nuestra particular forma de ser.

      El conocimiento de esa identidad, que nos hace ser personas y no árboles, es racionalmente posible a través de la reflexión acerca del objeto de nuestros propios actos. ¿Qué actividades, como seres humanos, realizamos para crecer en plenitud? ¿Qué tipos de actos nos enriquecen como personas? ¿Qué actos nos permiten crecer en solidaridad respecto de los demás? ¿Qué acciones nos permiten permanecer unidos a otros a través de relaciones estables de amistad? ¿Qué actos y disposiciones posibilitan crear los contextos humanos dentro de los cuales las personas pueden crecer y madurar tanto espiritual como materialmente? La respuesta a todas estas cuestiones abre la posibilidad de ir entendiendo poco a poco la forma de ser propiamente humana y sus potencialidades implícitas.

      A partir de la reflexión en torno a las preguntas anteriormente planteadas, es posible apreciar que los actos de las personas tienden a identificarse con ciertos objetos que orientan los procesos de toma de decisiones. Por ejemplo, preservar la vida y disfrutar de ella es un objeto primario de la actividad humana racional. Crear amistades y relaciones interpersonales significativas es otro objeto primario, y por ello es bastante dudoso que una vida sin amigos y sin relaciones personales pueda ser lo propiamente humano. El conocimiento es otra aspiración que nos conecta con nosotros mismos, con nuestras comunidades y con el mundo que nos rodea a través de la búsqueda de la verdad. Por otro lado, la creación de relaciones personales de naturaleza conyugal permite que un hombre y una mujer puedan vivir su complementariedad y generar los contextos para el desarrollo y la educación de los hijos y así posibilitar la continuación de la especie humana. En fin, cada uno podría incrementar esta lista tan solo reflexionando acerca de aquello que conviene a la persona realizar para incrementar su desarrollo personal y comunitario.

      Dicha lista está compuesta por los denominados “bienes humanos básicos”. Estos pueden ser definidos como los ingredientes esenciales de una receta representativa de aquello que configura la plenitud humana.7 El hecho clave es que dichos bienes, que definen nuestra propia humanidad, son bienes deseables y positivos no solo para mí, sino también para todos. Esto en la medida que todos los seres humanos compartimos por igual la radical capacidad de participar en ellos. Es esa igualdad natural entre los hombres la que impone ciertas exigencias de comportamiento a las personas que buscan realizar esos bienes humanos en sus propias vidas. Desde esa perspectiva, todos los seres humanos estamos llamados a participar de los bienes humanos básicos; sin embargo, existen ciertos criterios que permiten orientar la forma cómo los buscamos. Ellos son los denominados criterios de la razonabilidad práctica que dan origen a la moralidad.

      Uno de esos criterios de la razonabilidad práctica es el del respeto. Este criterio es reconocido en la tradición central de la ética como la regla de oro: “haz con otros como te gustaría que esos otros hicieran contigo, y no hagas a otros aquello que no te gustaría que esos otros hicieran contigo”. En conformidad a este criterio, sería moralmente incorrecto que las personas impidieran de forma directa e inmediata que otros participaran de la experiencia propia de los bienes humanos básicos. Por ejemplo, no sería moralmente bueno que un ser humano buscara privar intencionalmente a otro ser humano de un bien tan preciado como es la vida para buscar participar, por ejemplo, en el bien representado por la amistad; o bien, que ese mismo ser humano buscara intencionalmente afectar la integridad física de su igual por medio de la aplicación de torturas para participar en el bien del conocimiento. Como es posible apreciar, la obligación de respeto da lugar a exigencias específicas, esto es, a “obligaciones hacia, responsabilidades por” otras personas.8 Desde la perspectiva de quienes pueden exigir el cumplimiento de esas obligaciones, es posible hablar de derechos humanos.

      En cuanto a la naturaleza de estas obligaciones, estas pueden ser negativas o positivas. Un ejemplo de obligación negativa es aquella que nos dice que no debemos dañar intencional y directamente la vida o la integridad física y psíquica de otras personas. Esas obligaciones negativas son válidas y obligatorias para todos, en todo tiempo y lugar.9 Así, no sería lícito, por ejemplo, torturar a un terrorista para conocer en qué parte del edificio puso la bomba; o bien, no sería lícito esclavizar a otro aun cuando el mismo hubiese cometido un grave delito.

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