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institucional, no sea operativa. Por ejemplo, por una catástrofe natural. Así, en una ciudad, incluyendo los edificios públicos que acogen los juzgados, asolada por un terremoto, seguramente una regla por la cual las demandas han de interponerse en un determinado plazo o en caso contrario se pierde el derecho, no sería aplicable hasta que la normalidad institucional se restableciese.

      2) Otro buen ejemplo lo constituirían las situaciones de crisis institucional o cambio del sistema jurídico, debidas a un conflicto político. Este sería el caso de la Alemania posterior al régimen nazi, cuando se dejaron al margen justificaciones institucionales (como plazos de prescripción, el principio de legalidad penal, la irretroactividad de las leyes) en aras de consideraciones sustantivas (el castigo de graves violaciones de los derechos humanos).

      3) Un supuesto menos dramático es aquel en el que una interpretación excesivamente formalista del derecho conduce al sacrificio de un valor sustantivo (como un derecho fundamental), sin que al mismo tiempo una interpretación menos rigorista menoscabe la razón de ser del principio institucional sacrificado. Así, por ejemplo, el Tribunal Constitucional español, en su Sentencia de fecha 17 de junio de 2009, estimó un recurso de amparo contra una sentencia de un tribunal contencioso-administrativo que había declarado inadmisible, por extemporáneo, el recurso contencioso-administrativo presentado transcurrido el plazo de seis meses establecido legalmente para la impugnación de actos presuntos por silencio administrativo negativo. La argumentación del tribunal fue la siguiente (FJ3):

      «El silencio administrativo de carácter negativo es una ficción legal que responde a la finalidad de que el administrado pueda acceder a la vía judicial superando los efectos de inactividad de la Administración, de manera que en estos supuestos no puede calificarse de razonable aquella interpretación de los preceptos legales «que prima la inactividad de la Administración, colocándola en mejor situación que si hubiera cumplido su deber de resolver» […]. Por ello hemos declarado que ante una desestimación presunta el ciudadano no puede estar obligado a recurrir en todo caso, so pretexto de convertir su inactividad en consentimiento del acto presunto, pues ello supondría imponerle un deber de diligencia que no le es exigible a la Administración; concluyéndose, en definitiva, que deducir de este comportamiento pasivo el consentimiento con el contenido de un acto administrativo presunto, en realidad nunca producido, negando al propio tiempo la posibilidad de reactivar el plazo de impugnación mediante la reiteración de la solicitud desatendida por la Administración, supone una interpretación que no puede calificarse de razonable y, menos aún, con arreglo al principio pro actione, de más favorable a la efectividad del derecho fundamental garantizado por el artículo 24.1 CE».

      4) Aquellos supuestos en los que las normas institucionales, por su carácter técnico, sean especialmente complejas y provoquen situaciones de dudas interpretativas o confusión en sus destinatarios. Estoy pensando, por ejemplo, en algunas normas de competencia, como sucedió en el caso resuelto por la Sentencia de la Audiencia Provincial de Soria de fecha 14 de febrero de 1998, antes citada.

      5. LA DERROTABILIDAD COMO UN FENÓMENO INTERPRETATIVO

      Así, como las lagunas axiológicas no son propiedades objetivas del sistema jurídico, porque dependen de las valoraciones de los intérpretes; la derrotabilidad, igualmente, no es una propiedad objetiva de las normas —ni de los enunciados normativos—. No depende del carácter fatalmente vago del lenguaje de las autoridades normativas ni depende de la textura abierta del lenguaje; tampoco depende del hecho de que esas autoridades no pueden prever la infinita variedad de los casos futuros. Así, la textura abierta, en particular, es una propiedad objetiva e ineluctable de todos los predicados en el lenguaje natural, mientras la derrotabilidad sería el resultado de una operación interpretativa.

      Por último, Guastini plantea que es necesario distinguir cuidadosamente entre derrotabilidad, acción de derrotar, y derrota —en tanto producto de dicha acción—.

      De este modo, la derrotabilidad es una propiedad disposicional de cualquier norma —en tanto interpretación literal de un enunciado normativo—, es decir, cualquier norma es diacrónicamente derrotable, ya que los juristas pueden —en sentido no deóntico, sino fáctico— derrotarla, y lo hacen continuamente.

      La acción de derrotar, en tanto proceso, es un acto interpretativo; la derrota, en tanto producto, es el resultado «sincrónico» de ese acto. Sincrónicamente, hay normas de hecho derrotadas —así como normas no derrotadas, por supuesto—, pero no hay normas derrotables.

      Una norma «derrotable», mientras permanece derrotable, no sirve para fundamentar la resolución de un caso, pues no permite el refuerzo del antecedente ni tampoco permite el modus ponens. Es decir, no puede ser utilizada como premisa en ningún razonamiento normativo. Por eso, según Guastini, los juristas sí que derrotan las normas, pero no las dejan «derrotables» eternamente. Derrotando una norma incluyen en ella una excepción, pero esta norma, así reformulada —con alcance restringido—, queda sincrónicamente inderrotable, apta como premisa para razonamientos en modus ponens, es decir, apta para la aplicación, aunque diacrónicamente apta para ulteriores derrotas.

      Hasta aquí estoy de acuerdo con el planteamiento de Guastini, esto es, que la derrotabilidad, desde esta perspectiva, es una consecuencia de la interpretación. Ahora bien, con lo que no estoy de acuerdo es con una afirmación que hace a continuación, según la cual cuando existe una discrepancia entre lo que la autoridad normativa ha dicho —la formulación normativa— y lo que querría decir —la justificación subyacente, en la terminología que he venido utilizando—; que la intención prevalezca sobre el texto no es otra cosa que una ideología política, pues el intérprete podría, de manera discrecional, optar por la solución contraria —atenerse al tenor literal de la formulación normativa—. Por el contrario, considero que tanto nuestras convenciones semánticas, en virtud de las cuales atribuimos significado ordinario a los enunciados formulados en el lenguaje natural, como nuestras convenciones interpretativas, que son las que nos permiten determinar el alcance del derecho, limitan la discreción del intérprete, sin perjuicio de que, efectivamente, haya casos donde no sea posible llegar a un acuerdo, ni siquiera con el recurso a un convencionalismo profundo. En tales casos, nos encontramos ante un tercer nivel de derrotabilidad, el de la derrotabilidad radical, y en el que efectivamente la discrecionalidad del intérprete entraría en juego.

      De este modo, son nuestras convenciones interpretativas las que acaban determinando el propio contenido y alcance del derecho, ya que como el propio Guastini señala:

      «Si por

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