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El asesino del cordón de seda. Javier Gómez Molero
Читать онлайн.Название El asesino del cordón de seda
Год выпуска 0
isbn 9788412491692
Автор произведения Javier Gómez Molero
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
A Michelotto se le pasaba por alto adónde quería llegar el papa, a qué venía hacerlo partícipe de asuntos que no alcanzaba a entender. Y mientras el santo padre tomaba un vaso de agua de una bandeja de plata de la mesita de al lado y se lo acercaba a los labios, se entretuvo en contar los botones de su túnica y refrendar si, como había aprendido de niño, la cerraban treinta y tres, tantos como años tenía Jesucristo al dar la vida por la humanidad.
—Como habrás comprobado, Michelotto, un panorama de lo más desgarrador. Y Nos, ¿con quién contamos Nos para plantar cara a esta jauría, que no cejará hasta hacernos daño o eliminarnos? ¿En quién podemos confiar, que no nos venda por un puñado de ducados o nos traicione por unas migajas de poder? La respuesta a esta interrogativa que podría pasar por retórica, por más que te cueste creerlo, es clara y contundente.
Alejandro VI guardó un instante de silencio y estampó los ojos en los de Michelotto, como si esperase una réplica de sus labios.
—Los únicos que nos merecen confianza —prosiguió su santidad—, y que sabemos colaborarán con Nos, son los miembros de nuestra familia, los hijos que hemos engendrado. Ellos son carne de nuestra carne, por sus venas corre nuestra sangre y llegada la ocasión no dudarán en jugarse la vida por Nos. Por esa razón nos cuesta encajar que el pueblo llano y ciertos clérigos se escandalicen por el hecho de que un papa engendre hijos y no caigan en la cuenta de que si los engendra es para que en edad adulta colaboren con él en el gobierno de los Estados Pontificios, ora mediante casamientos que procuren alianzas ventajosas para sus intereses, ora en calidad de consejeros en la administración, ora como gonfaloneros, al frente de sus ejércitos, en situaciones en que las armas se hacen precisas para defender la integridad de sus dominios o extenderlos.
Lo único que hasta este punto del monólogo de Alejandro VI había sacado en claro Michelotto era que no había sido citado al Vaticano para ser reprendido por acompañar a lugares poco recomendables a su ilustrísima el obispo de Pamplona César Borgia. Bueno, e igualmente empezaba a temerse que, de continuar la entrevista en el mismo tono, no se le iba a dar la oportunidad de pronunciar palabra.
—Habrás deducido, Michelotto, que nuestras esperanzas las tenemos depositadas en nuestro hijo Juan, quien, como no ignoras, se halla en España, en César, a la sazón en Spoletto, y en Lucrecia y Jofré, en la actualidad en Roma, en casa de nuestra prima Adriana. Pero, lo que son las cosas, los cuatro constituyen al mismo tiempo nuestra principal fuente de preocupación. ¿Que por qué decimos esto? La influencia de un papa dura en tanto en cuanto continúe con vida y en pleno disfrute de sus facultades, con su muerte muere también el poder de su familia. Que vamos a morir es algo que está fuera de toda duda, pero ya pondremos los medios a nuestro alcance para que nuestros hijos queden perfectamente situados y nadie maniobre en su contra. ¿Cómo? Procurándoles un futuro digno, colmándolos de dádivas y riquezas que perduren en el tiempo, haciéndoles emparentar, a través de alianzas matrimoniales, con familias de abolengo. Que nos van a acusar de nepotismo lo tenemos aceptado y que nos van a denigrar esos fariseos, que de estar en nuestra piel actuarían lo mismo que Nos, tampoco es algo que nos quite el sueño.
El cuadro que Alejandro VI le estaba pintando a Michelotto no le cogía de sorpresa. Los planes que para sus hijos tenía pergeñados no se diferenciaban en gran medida de los que pontífices anteriores habían diseñado para los suyos. Hasta cierto punto resultaba de lo más lógico y natural. Lo que ya no le quedaba tan evidente era por qué, sin conocerlo, y por muy meritorios que fueran los informes que de él había recibido, lo hacía confidente de sus intimidades y le desnudaba el alma.
El silencio que siguió a la última intervención del santo padre estuvo en un tris de quebrarse, por el incontenible deseo de Michelotto de inquirir la razón por la que lo había hecho llamar. Pero se le reavivaron las instrucciones del meticuloso Burchard y juzgó más inteligente esperar a ser interpelado para tomar la palabra.
—Amigo Michelotto, te estarás cuestionando para qué te hemos hecho comparecer ante Nos y por qué hemos compartido contigo nuestras cuitas —el pontífice le había leído el pensamiento —. Los servicios que hasta aquí has prestado a plena satisfacción a nuestro hijo César han de pasar a mejor vida, o, expresado de otro modo, han de ampliarse y extenderse a la familia entera. Queremos que te encargues, sin escatimar tiempo ni esfuerzo, de la seguridad de todos nuestros hijos, de proteger sus hogares, de escoltarlos en sus viajes, de garantizar su seguridad ante los peligros que los acechan. Los procedimientos que emplees, por expeditivos que sean, nunca los vamos a poner en cuestión. Y no solo eso, Roma asimismo te necesita. Hemos perdido la fe en los capitanes de cuya integridad, de cuya lealtad depende el orden público, nos asalta la duda de si no se habrán contagiado de la dejadez y apatía del último pontífice, nuestro predecesor Inocencio VIII. Te demandamos, pues, que asumas las riendas y adoptes las medidas que estimes oportunas, por crueles e impopulares que sean, para restablecer el orden, para que esta ciudad vuelva a ser la ciudad que fue. Nuestro apoyo lo tienes garantizado y los medios que precises también. ¿Qué me respondes?
A Michelotto la garganta se le había secado, y no precisamente de hablar, y le costó Dios y ayuda arrancar y dar con las palabras pertinentes para replicar a su santidad. Carraspeó un par de veces y dijo:
—Santo padre, que hayáis reparado en mi humilde persona para tan elevado cometido lo considero un honor inmerecido. Detrás de vuestras palabras, de vuestros deseos, se esconde la voluntad de Nuestro Señor Jesucristo y como tal he de acatarla. No sé si sabré estar a la altura de lo que me pedís, pero tened la seguridad de que me dejaré hasta la última gota de mi sangre por daros satisfacción.
Alejandro VI cogió la campanilla de la mesita que había tomado el vaso de agua y la hizo sonar poniendo así fin a la entrevista con Michelotto, que de ser el guardaespaldas de su hijo César pasaba a convertirse en el responsable de la seguridad de todos los miembros de la familia y el garante del orden en la capital de los Estados Pontificios. A la vez que hacía una reverencia y se dirigía a la puerta de salida sin perderle la cara a su santidad, su mente ya maquinaba el modo de hacer frente a la ardua misión que se le había asignado. Y fue al pasar bajo el dintel y atacar el pasillo por el que había venido, cuando le volvieron dos de las frases que habían salido de los labios del representante de Cristo en la tierra: «Los procedimientos que emplees para conseguirlo, por expeditivos que sean, nunca los vamos a poner en cuestión». «Queremos que tomes las medidas que estimes oportunas, por crueles e impopulares que sean, para restablecer el orden».
7
Roma, 25 de agosto del año del Señor de 1492
Stéfano, el labriego caído en un agujero, es detenido cuando intenta salir de Roma
Las providencias habían sido lo suficientemente explícitas y tajantes, como para que los guardias que custodiaban las puertas de acceso a la ciudad las cumpliesen a rajatabla. El nuevo capitán que, desde que Alejandro VI se hubiera sentado en la silla de Pedro, los mandaba, no se andaba con minucias a la hora de exigir el acatamiento de las mismas. En la semana escasa que llevaba al frente de las fuerzas de seguridad de Roma había dejado traslucir un rigor, que derivaba en crueldad al ir a tomar medidas contra aquellos que las infringían.
Michelotto había impartido órdenes de que patrullaran día y noche por los barrios más inseguros de la ciudad, se detuviera sin la menor consideración a cuantos presentaran una actitud sospechosa