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brazo. Por eso entró a la Carabinieri; por eso, y porque se cansó de sentir hambre. A las Fuerzas Especiales llegó a los pocos años y se dedicó a perseguir una mafia que de entrada sabía que estaba en todos los rincones de Sicilia, de Nápoles, de Palermo; en el vecindario, en el campo de fútbol o instalado bajo el Fiat 137 que usaba para ir a la comisaría.

      No sentía miedo, pero, al igual que otros de su época, llevaba siempre consigo una pastilla de cianuro para darse el gusto de morir cuando se le diera la gana. Abría la puerta del coche con los ojos cerrados, esperando el estallido en el cuerpo, como si todos los días debiera jugar a la ruleta rusa.

      Cansado del olor de la muerte y con la imagen aún fresca del rostro de Emanuella que se despedía con una sonrisa, Torrisi se despertó una mañana y sintió un frío inusual que le impedía levantarse de la cama. Como de costumbre, se enfundó la Pietro Beretta entre los huevos y se miró al espejo.

      —¡Managgia! —fue lo único que atinó a decir.

      Se vio viejo y sin nada. Sin mujer, sin hijos, con un paquete de Chesterfield sobre la mesa, un trozo de queso viejo, un poco de salami y el pan viejo de siempre. Ese día pidió que lo largaran de allí, y ahí mismo se montó en el Fiat 137 y se fue a España. Se cargó lo poco que tenía y le sobró tiempo para dejar pegada sobre la puerta de su casa todas las amenazas que había acumulado a lo largo de los años con un cartel de su puño y letra en el que decía: “me cansé de esperarlos. Buscaré hombres más hombres que cumplan su palabra. Adiós”.

      —No toquen niente —les dijo a los dos hombres que lo acompañaban ansiosos por un poco de acción.

      Torrisi caminó hacia la ventana junto a la cama y miró un rato hacia la tranquilidad de la calle del Pez a esa hora de la noche con un aspecto distraído, como si no le importara estar ahí o como si prefiriera tener su cara vieja y mofletuda en el fondo de una botella de grappa.

      Se pasó la mano por la cara y regresó la mirada al cuarto donde encontró lo que se ve en la mayoría de las escenas de crímenes: una cama desarreglada, un cenicero lleno de colillas y algunas manchas de sangre muy discretas.

      Caminó hacia la cocina y como si la vida no pudiera enseñarle nada más, abrió con desgano la puerta del refrigerador, tal y como le había dicho Javi que hiciera, y no vio nada distinto a un montón de carne almacenada, fría y aún inodora. Se agachó, miró todo al detalle y descubrió una cabeza cubierta de escarcha como si hubiese estado jugando en la nieve. En sus ojos abiertos, el italiano pudo adivinar una extraña tranquilidad congelada, como si no hubiese experimentado ningún dolor. Un mirada casi agradecida que lo desconcertó.

      Aún hecha pedazos y congelada, seguía teniendo su encanto. Torrisi le miró el rostro por un buen rato y lo memorizó. Abrió el cajón de las verduras y descubrió los trozos de lo que fueran sus piernas. Blancas, frías y bien torneadas.

      —Ya pueden pasar raggazi —les dijo a los dos hombres que contemplaban todo desde el salón.

      Mientras Torrisi encendía un Chesterfield y se limpiaba el sudor de la frente con un pañuelo, el joven de la bata blanca y Arcas corrieron con morbo hacia el refrigerador. De repente, Arcas sintió la cena atravesarle la garganta y tuvo que regeresar al pasillo y vomitar allí para no estropear la escena del crimen. El joven de la bata blanca, acostumbrado a los gajes de su oficio, empezó a sacar fotografías con indiferencia y a repetir en voz alta —cosas de procedimiento— todo lo que iba viendo.

      Torrisi, sin embargo, parecía no escucharlo. Había regresado a la ventana para confortarse con la inmovilidad de la noche y los pocos rostros que asomaban, curiosos, por las ventanas vecinas. Tenía ese rostro frío clavado entre los ojos pensando sin querer en Emanuella, en lo solo que estaba y en ese pequeño piso en el que vivía en Madrid.

      —¿Jefe? —Arcas, recuperado, lo miraba con disposición mientras se ajustaba el uniforme y se limpiaba el bigote.

      Torrisi parpadeó y lo miró sin ganas con la última calada del Chesterfield pegada en los labios.

      —Questo é un crimen pasionale —sentenció sin emoción alguna.

      Arcas abrió los ojos como si el italiano hubiese dicho algo que no encajaba en lo más mínimo con la escena que estaban presenciando.

      —Discúlpeme, usted, detective Torrisi —lo interpeló—, pero lo que dice me parece tan absurdo como lo que vemos en el refrigerador. ¿Pasional? Una mujer descuartizada entre un montón de hielo. ¿Pasional? Si me permite, —dijo con aire de autoridad— esto me parece más un ajuste de cuentas entre mafiosos sudamericanos; como mucho tendrá algo que ver con el caso del asesino de la fotografía. Esto es cosa de narcotraficantes, de trata de blancas o algo por el estilo.

      —É un crimen passionale e punto, Arcas —lo interrumpió Torrisi al tiempo que tomaba al agente del brazo y lo llevaba de nuevo frente al refrigerador. El agente se tomó la boca con las manos para no vomitar otra vez.

      —Guarda bene e, algún día, tal vez lo entiendas, ¿capisce? —le dijo mientras le empujaba la nuca con la mano, casi obligándolo a clavar sus ojos sobre los trozos de carne.

      Arcas, zafándose y alejándose del refrigerador, no comprendía porqué Torrisi insistía en pensar que una mujer descuartizada fuera crimen pasional, pero lo sintió tan neurótico que prefirió darle la razón.

      —Capisce —dijo el agente arreglándose nuevamente el uniforme.

      —Recojan lo più importante con cuidado di non estropear niente. ¿Qué pasa con el ragazzo que llamó?

      —Le hemos tomado declaración abajo —respondió solícito Arcas—. Es un amigo de la víctima que atiende un bar aquí al lado llamado La Soledad, pero lo único interesante que nos ha contando es que la víctima es una colombiana llamada Helena Bastidas. La última vez que la vio fue ayer por la noche junto a un compatriota, un tal Antonio. Lo dicho jefe, un ajuste de cuentas. ¿Quiere usted verlo?

      Torrisi se detuvo reflexivo en el vano de la puerta. No tenía muchas ganas de seguir en el aquel lugar. Le fastidiaba reconocer lo que su olfato de perro viejo le sugería: que todo sería más complicado de lo que Arcas creía.

      —No, dejemos que piense un pò. Ya le buscaremos domani.

      Cuatro

      Helena se detuvo un instante a observar cómo Walter se alejaba rumbo a la Gran Vía sin mirar atrás. Cuando estuvo segura de que ya no se daría la vuelta ni regresaría corriendo a decirle que si ella no lo quería no irían a ningún lugar, empezó a caminar por Chueca hacia el Paseo de la Castellana.

      Con las ráfagas de brisa fresca rozándole las mejillas, empezó a maldecir a sus anchas el momento en el que conoció a Walter Alabama y el día en el que entró a La Soledad. Con los brazos cruzados y fingiendo un frío que en realidad su cuerpo no sentía, se dejó atrapar por el miedo de regresar a casa, a su tierra, y de la mano de Walter Alabama, por si fuera poco.

      Sin fijarse demasiado en el camino, tomó el paseo de los Recoletos hacia las torres de Colón, allí donde se convertía en el Paseo de la Castellana. Se dijo a sí misma que Bogotá no tenia una vía similar y que, aunque la tuviera tendría un número y no un nombre; sería el paseo de la 14 o de la 39, y eso no le decía nada a nadie.

      —Hijueputa vida —dejó escapar entre los dientes mientras el ruido ensordecedor de los coches la transportaba de nuevo a Bogotá. Ya no estaba en Madrid, aunque caminara tranquilamente bajo el follaje de las acacias de la Castellana.

      Se imaginó en Bogotá, paseando por la carrera séptima con el barullo infernal de los autobuses, los coches viejísimos y destartalados, los vendedores ambulantes, los hare krishnas; y los recicladores que azotan caballos viejos que a su vez serán el plato del día de alguna desprevenida familia.

      De nuevo podía sentir el frío que le rozaba el rostro a 2.600 metros sobre el nivel del mar y muy lejos de ese verano que ya se iba. No era el frío del invierno madrileño, sino el frío del trópico, el del hogar de siempre. Allí no era diferente

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