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las cadenas de la entrada, para, acto seguido, desembarcar y desatar un asalto y saqueo de pesadilla, en el que la venganza contra los que habían aniquilado a sus hermanos templarios no debió quedar exenta. Esta lamentable práctica, es decir, tomar venganza sobre súbditos inocentes de lo que hacían sus monarcas, fue una detestable conducta criminal que reiterarían berberiscos, ingleses y holandeses contra los españoles en el futuro.

      También Bernat de Vilamarí destacaba con su expedición corsaria al Mediterráneo oriental en 1450. Interceptó allí las rutas de navegación terminales de la Ruta de la Seda, capturando barcos venecianos y genoveses, contrarrestó la actividad pirática de los caballeros hospitalarios de San Juan de Jerusalén, basados en la isla de Rodas, cruzó los estrechos, entró en Constantinopla, y, de regreso al Dodecaneso, se apoderó de la isla de Megasi, haciendo del puerto de Castellroig su base –no lejana a Rodas– para el asalto a las costas turcas, palestinas y egipcias, durante cuatro años. Languideció después Castellroig o el Castell Alfonsí (Castillo de Alfonso, como se le conocía), el punto más avanzado al que llegaría la expansión pirática catalana. De regreso, Vilamarí destrozó un convoy genovés en la isla de Ponza, y los mercaderes de esta República, no sabiendo cómo detenerlo, probaron con el soborno, regalándole un principado en la población de Calvi, en Córcega. Aceptó el pirata, no tardando en convertirse Calvi en otro nido pirático inexpugnable del Mediterráneo.

      El sacerdote Lluis Pontós se haría a la mar como pirata, en su caso para paliar el hambre y la pobreza de las localidades de la costa levantina; en las calas de Mallorca, Ibiza y Formentera acechaba los barcos cargados de grano que se dirigían de Italia a los puertos mediterráneos peninsulares. Francisco Navarro fue un judío riojano que también pirateó por estas costas, hasta establecerse en Génova con su negocio. Jaume de Vilaregut fue otro sacerdote que atacó el tráfico francés, genovés y catalán, llegando a fundar una hermandad pirática, remedo de la luego famosa de la isla de La Tortuga. Joan Bernat de Marina tuvo la fortuna de atrapar un cargamento de grano en época de hambruna, siendo muy aclamado. Y, así, un largo etcétera, que incluye incluso a nobles como Arnau de Fuxá, Juan de Castro, Jaume Terré, Gabriel Ortigues o Pons de Catlar.

      Inmerso el Mediterráneo occidental en esta auténtica plaga, no resulta extraño que, a falta de nada mejor, los piratas acabaran atacándose entre ellos, convirtiéndose en víctima el antes cazador, y, así, sucesivamente, según el carácter de la nave con la que se toparan. El marino provenzal Audinet se hizo rico como depredador de la costa catalana y los barcos de cabotaje que la recorrían, en la década de 1440. Fornar fue otro saqueador de los barcos negreros catalanes que comerciaban con el norte de África, como Joan Torrellas, temido y odiado en todo este litoral, y que resultó un precursor de Henry Morgan, pues terminó su “carrera” como consejero marítimo barcelonés, cruzando sin complejos la frontera que separa a un delincuente de un alto funcionario estatal. En este estado de cosas, surgieron “cazadores de piratas”, piratas al fin y al cabo también ellos mismos, a los que se contrataba para atrapar a otros. Destacaron entre ellos Joan Perich, Ramón Desplá y Joan Devalls, que represó la nave de Pere Torrella capturada por los sarracenos. Víctimas de estas actividades represivas –en interés de la causa pirática, no contra ella, no lo olvidemos– cayeron piratas como Fornar, Bartolomé Pisano y Francisco Janer. Por último, estaban las represalias, es decir, la respuesta del enemigo: en 1457, los corsarios genoveses atacan y saquean el Ragomir, en el puerto de Barcelona, entre la muralla y Can Tunis.

      No se piense, sin embargo, que esta situación era exclusiva de las aguas del Mediterráneo; en el mar del Norte y canal de la Mancha sucedía algo muy parecido. A partir del siglo XII, los comerciantes de las ciudades del norte de Alemania, lideradas por Hamburgo y Lübeck, deciden asociarse para obtener prebendas y ventajas comerciales y financieras, además de velar por la seguridad de sus flotas, amenazadas por los piratas de ambas costas. En total, la asociación, conocida como Hansa, llegó a reunir setenta ciudades, con factorías repartidas desde el mar del Norte y el Báltico, hasta la propia Inglaterra, y tenía que soportar la lacra de la piratería de ingleses, alemanes y escandinavos produciéndole pérdidas notables. Los más famosos eran los de la hermandad de las Vituallas (Vitalienbrüder), que, liderados por Godekins y Stertebeker, sembraron el terror en el Báltico y mar del Norte, llegando a saquear Wisby y Bergen. Por fin, en 1402, la flota hamburguesa de la Hansa logró atrapar a Stertebeker, recuperando un fabuloso botín. Pero, en 1418, esta misma escuadra de la Hansa se enfrenta a la flota de Juan II de Castilla frente a La Rochelle, siendo derrotada.

      De forma parecida a los piratas e invasores vikingos y normandos, conocemos al detalle las embarcaciones hanseáticas: en otoño de 1962, en el curso del dragado del río Wesser para el acondicionamiento del puerto de Bremen, la draga Arlesienne encontró varios pedazos de madera pertenecientes a una coca hanseática que llevaba allí, hundida, 600 años, después de faltar de su amarradero en el puerto, casi con toda seguridad, por una inesperada avenida que trajo la crecida de las aguas correspondiente. Como es bien sabido por otros casos, el fango es un espléndido conservador de la madera, por lo que la embarcación apareció, para sorpresa de todos, en aceptable estado de conservación. Tiene 30 metros de eslora, 7,5 de manga y 5,3 de puntal; la proa es recta y lanzada, la quilla, de una sola pieza y ligera curvatura, profundiza el máximo de calado, dándole un notable plano de deriva, indispensable para la correcta navegación a vela. Sobre ella se disponía el entramado de cuadernas al que iban empernadas las tablas del forro, a tope en el fondo, y de tingladillo en los costados, amuras y aletas. Sobre la cubierta podía elevarse un pequeño castillo, el “puente de mando”, y arbolaba un solo palo de vela cuadra; aunque las cocas comenzaron gobernándose con una espadilla en el costado de estribor, las más evolucionadas ya lo hacían con un timón de goznes sobre el codaste, inclinado 30º respecto a la vertical. El Museo de Barcos Alemanes de Bremerhaven recuperó y reconstruyó este auténtico tesoro legado por el estuario del Wesser, que databa del año 1380, para, posteriormente, realizar una réplica a escala real que permitiera evaluar las cualidades de este tipo de embarcación. Del mismo modo que la galera evolucionó del trirreme, y la carabela de los faluchos, la carraca de dos palos sería la sucesora de la coca, un tipo de nave que, por ser plenamente oceánica, daría lugar, en su cruce con la carabela, a la omnipresente nao de las primeras crónicas piráticas atlánticas.

      Al comienzo del verano de 1453, tres desgastados navíos genoveses arribaron al puerto de la isla de Quíos, cuna del cronista Homero, y situada frente a la costa turca donde se asienta, hoy día, la ciudad de Izmir. Allí, en la isla que produce el dulce lentisco y la goma blanca de mascar –relajante antecedente del chicle– esperaban fondeadas varias galeras venecianas enviadas por el papa. Las noticias que traían los recién llegados, después de su apresurada travesía del mar de Mármara y la estrepada con rumbo Sur, sumieron a los venecianos, y, en concreto, a su almirante Loredan, en la más honda consternación. Se había producido, precisamente, aquéllo que tenían que evitar: la caída de Constantinopla, la Centinela de los Estrechos, en manos del ejército turco del sultán Mahomet II, el pasado 29 de mayo.

      Aquel cambio de manos del más importante baluarte del Mediterráneo oriental, que garantizaba el dominio del mar Egeo, y, por lo tanto, el rápido acceso de los barcos turcos al Mare Nostrum, significaba que, en el intrincado mundo marítimo de la época, donde piratas pisanos, venecianos, genoveses, franceses, aragoneses y musulmanes campaban por sus respetos, robando o dejándose robar entre ellos o por los nuevos piratas castellanos –que, a la vez que hollaban tímidamente los horizontes atlánticos, penetraban en las líneas de navegación mediterráneas de la mano de una u otra alianza coyuntural– acababa de irrumpir una fuerza que unificaría la piratería y el corso africano, desatando una vastísima ofensiva que impulsaría a los otrora enemigos a unirse también para hacerles frente bajo las banderas de España, Venecia y el papa.

      Pero todo éso estaba aún por llegar; de momento, la guerra de guerrillas del Mediterráneo del siglo XV era un confuso reino de taifas en el que Génova, sus piratas y sus mercaderes, con mayor o menor fortuna, se desempeñaban para abrirse un hueco entre los demás. La irrupción de los turcos tuvo para Génova una importancia fundamental: si, durante el siglo anterior –XIV– Génova se había volcado en el comercio oriental, Egipto y Oriente Medio, expandiéndose gradualmente hacia el Norte por el curso del Danubio, e incluso al mar Negro, el empuje de los otomanos, que eran

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