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que costase, a ser constantes, a aprender cada día. Juan conservaba todos los libros que él le dio antes de huir, en el alto de su casa, en un falso pilar que Carmela y él construyeron en una sola noche, pegadito a la pared para que no llamara la atención en los días de registro, aislado en un rincón como la libertad. Nunca los demás lo tocaron, nunca llamó la atención, siempre bien cubierto de telarañas, un pilar tan culto, decía riendo Carmela cada vez que cogía un libro, el cemento es más culto que la mente de algunos. A Juan, los libros que más le gustaban eran los que hablaban sobre el universo, se sabía el nombre de cada constelación y, en las noches de verano, abría la ventana y desde la cama alzaba la mano y hacía el gesto de coger una estrella, y después se la ofrecía a Carmela. Y ésta ¿cómo se llama? —le preguntaba Carmela Irene —le respondía él—, como la paz. Todas las estrellas se llamaban Irene. Una noche, una de esas estrellas le trajo un cuaderno, tinta y una pluma. Escribe todo lo que me cuentas —le dijo Juan—.

      -III-

      Las contracciones aparecieron a la vez que el practicante, su madre lo hizo después, y Carmela supo que algo pasaba porque traía mala cara y además llegaba tarde; puede ser que Sofía le avisara la última —pensó, pero se le hacía tan raro—. Ninguna vecina, a las que escuchaba murmurar por afuera pasó a la habitación. Ande madre —le dijo—. Salga por la cocina a dar una vuelta y asegúrese que no miren entre las alubias, tengo un libro de Machado que no me dio tiempo a esconder. La madre salió al instante, como si el hecho de estar allí junto a su hija le causara incomodidad. A Carmela le bastó aquella prueba para saber que algo grave pasaba, pero las contracciones, que se habían cebado con su cuerpo, le obligaron a morder el trapo y a no preguntar. Y justo en el momento de dar a luz, la mano de Juan le ofreció una estrella y sin ver a la criatura supo que era niña, y en el instante en que rompió a llorar tocaron a muerto y entonces sí que Carmela comenzó a gritar, porque no estaba preparada para aquél dolor tan fuerte, para vivir sin Juan.

      -IV-

      Estuvo dos días en cama sin hablar, con la niña en el pecho todo el rato para que la leche le subiera. No pudo ir al entierro, ni el cuerpo de Juan pudo esperar a que ella se recuperase, hacía calor y urgía darle sepultura. Al tercer día, la madre de Juan se presentó con su hijo mayor para conocer a la niña. Necesitas un hombre que te cuide hija —sugirió—. Luis tratará a la niña como si fuera su hija… No le dejó continuar. No voy a casarme con Luis —respondió Carmela—. Saldremos adelante, no se preocupe, no necesito ningún hombre, sé arreglármelas solita.

      Pero…—balbuceó su suegra

      No hay pero ni pera, y no hay más que hablar —dijo Carmela—. Fue la primera discusión de las muchas que tuvo en aquellos días con todo el mundo, parecía como si una mujer no fuese capaz de vivir sola; pues ella saldría adelante. Sofía y su madre le ayudarían y no les haría falta nadie más. ¡Qué manía con las tradiciones! ¡Qué manía con casar a la gente! También discutió por el nombre, la mayoría decía que la niña había de llamarse Juana, en honor a su padre y porque había nacido en junio, el mes en el que se celebra San Juan, o al menos Dora, como su abuela paterna. Ella le puso Irene, como cada estrella que Juan le regalaba y porque su maestro, aquél que tuvo que irse al monte, les contaba que Eirene era la más bella de las tres horas o estaciones que formaban la paz, el orden y la justicia. A Juan, le encantaba aquella historia. Irene significa paz, madre —le explicó—, y a través de ella vendrá la prosperidad.

      Como tú quieras hija — aceptó su madre—.

      -V-

      Nadie pensó que fuera fácil. El verano fue duro, el campo es lo que tiene; Sofía y Carmela se pasaban el día en él, no menos que las demás mujeres del pueblo, salvo que ellas estaban solas y las demás “ayudaban” a sus maridos; claro, lo de siempre; la realidad era que trabajaban en el campo con ellos y en la casa mientras ellos echaban la siesta o iban a la bodega. Juan no era así, él no hubiera sido como ellos —sedecía todos los días Carmela—.

      La niña se criaba bien, se agarraba al pezón de su madre como si le fuera a faltar el alimento y, cada tres horas, Carmela dejaba su trabajo en el campo para darle el pecho. Los martes y sábados por la tarde descansaban del campo para ir a lavar al río y los domingos ella escribía cuentos y enseñaba a leer y a escribir a Sofía mientras su madre acudía a misa para no llamar demasiado la atención, y así, cada una en sus quehaceres fueron pasando los días y las estaciones; no obtuvieron grandes beneficios, los justos para seguir tirando, pero consiguieron que todos los hombres las odiaran y las mujeres las envidiasen. Eran luchadoras de los pies a la cabeza. Mujeres así no convienen —comentaba el alcalde en la partida de cada tarde—. Si apedreara, suplicarían el matrimonio al primero que se le ponga delante —añadía el boticario—. Pero no apedreó ni nadie tuvo ganas de hacerles la vida imposible. Allá ellas, ya caerían del burro.

      Una tarde de lluvia invernal, las mujeres, que habían andado hablando por el lavadero, se presentaron en casa de Carmela: “queremos aprender —le pidieron—, la maestra dice que bastante tiene con nuestros hijos”. Y así fue como el alto de aquella casa se convirtió en una escuela, donde Carmela enseñó a leer y a escribir a todo el que quisiera a cambio de nada. Alguna tarde contaba las historias que su maestro le había enseñado y les hablaba de las constelaciones y de Eirene y sus hermanas. Más tarde les enseñó los números, al principio contaban con garbanzos, después con destreza. Sofía, que sorprendió a todas con su habilidad con el carboncillo, comenzó a plasmar en papel aquellas lecciones y el sueño de Juan casi casi se hizo realidad. En primavera, los hombres reclamaron la presencia de sus mujeres en el campo pero Carmela, a la que acababan de publicar su primer libro de cuentos, las contrató. Para la mayoría de ellas, que en su vida habían salido del pueblo, supuso el primer sueldo, una victoria contra la opresión que les habían impuesto por el hecho de ser mujeres. Más que a leer y a escribir habían aprendido a luchar, a que sus opiniones importaran, a tomar decisiones. Cuando en la Cooperativa, aquel verano, no quisieron recoger la cosecha de Carmela, lejos de venirse abajo, las mujeres fundaron una cooperativa propia que recogió las cosechas de todo el valle. Todavía hoy la Cooperativa de Carmela, que así se llamó, recoge los frutos de la poca gente que se dedica al campo; también alberga un recinto, que en invierno hace las veces de escuela, en el cual las palabras y los números se aprenden con el aroma de las frutas, de las hortalizas, de las legumbres… En una de las ventanas que mira hacia el valle, un telescopio permite ver el cielo y los vecinos dicen que en la noche de San Juan, la noche más corta del año, cuando uno mira a través de él, cada estrella toma forma de nombre y todo el universo, en esa noche, pasa a llamarse Irene.

       A todas las mujeres del mundo rural, y a todas las que han hecho posible que sus voces se oyeran.

      CAPÍTULO 2

      LA CALLE

      PUERTAS

      Labradores

      Nací en un pueblo de labradores. En una calle de labradores. El otoño entraba en ella descalzo para pisar la uva y las casas se teñían con el color del vino. Había restos de escarcha en el tiempo, rincones donde el registro de los años pasados había quitado el hambre cerrando bocas y el invierno a jornal podaba la palabra. El amor se prestaba sin esperar nada a cambio. Las mujeres cosían a la sombra mientras los hombres faenaban; el río cambiaba la muda los domingos. En primavera las cocinas florecían con los árboles y los atardeceres se vestían con el aroma del campo; la vida se ponía su falda corta y plisada y una diadema llenaba mi cabeza con el canto de pájaros alegres.

      Los menos afortunados pagaban sus deudas con el dinero de las primeras fresas que en junio esperaban al sol para tachar con lápiz los préstamos apuntados en los cuadernos. En verano la distancia se acortaba y uno quedaba libre de culpa; el sudor de la siega se calmaba con el néctar de una bota y el porrón hacía el amor con la bodega.

      Se compartía la comida y la tristeza, el caballo, el delantal, la tierra, la moraga,

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