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estaba distribuida de forma irregular. Más de cuatro quintos de la población esclava habitaban en las colonias del Sur. A pesar de que en el Imperio español en América la utilización de mano de obra esclava era habitual, en los límites septentrionales repletos de misiones y presidios, con escasos colonos, y alta densidad de población indígena, la presencia de esclavos africanos no fue significativa.

      Las autoridades españolas siempre dificultaron la inmigración hacia América. La Monarquía Hispánica exigía a los individuos que quisieran emigrar el cumplimiento de una serie de requisitos y la posterior obtención de una licencia tras un largo proceso. Además, a diferencia de lo que ocurría en las Colonias inglesas, la Monarquía Hispánica no aceptó la entrada de inmigrantes libres extranjeros. Sin embargo, a lo largo del siglo XVIII, se incumplió muchas veces la legislación y la presencia de extranjeros era obvia en los límites del imperio. Pese a que, en número, su presencia era menor que en la América inglesa.

      Estas diferencias en el ritmo de crecimiento demográfico entre las colonias inglesas y las españolas fue una de las razones de la vitalidad económica, social y política de las Trece Colonias frente a los límites del Imperio español. Como explica el historiador David Weber en Carolina del Sur, una de las colonias inglesas más jóvenes había, en 1700, 3.800 colonos de origen europeo y 2.800 afroamericanos que eran esclavos. En la vecina Florida, uno de los territorios más antiguos de la Monarquía Hispánica, sólo residían, a comienzos del siglo XVIII, 1.500 pobladores de origen europeo. La diferencia aumentó en la primera mitad del siglo, en parte debido a la generosa política colonial inglesa frente a la restrictiva española. Así, en 1745, el número de pobladores de Carolina del Sur era diez veces superior al de Florida: 20.300 frente a los 2.700 habitantes de este septentrión español en América.

      También existieron diferencias políticas entre los dos mundos coloniales. Las colonias inglesas gozaron de una mayor autonomía que los territorios hispánicos. Para muchos autores no fue un hecho querido por la corona inglesa. Pero los conflictos internos, que caracterizaron la historia de Inglaterra durante el siglo XVII, motivaron un cierto “abandono” del mundo colonial. Sin embargo tras la Gloriosa Revolución, el reconocimiento por parte de la metrópoli del interés económico de las colonias impulsó una política intervencionista. En 1696 se creaba el Board of Trade and Plantations con la intención de controlar el comercio colonial. Además se establecieron en las colonias los Tribunales del Almirantazgo que además de visibilizar el dominio inglés debían velar por el cumplimiento de las leyes que regían “el contrato” colonial.

      Aunque el término mercantilismo no fue acuñado hasta 1776, por Adam Smith, el mercantilismo fue aplicado en la Europa del siglo XVII. Esta doctrina económica afirmaba que las naciones estaban abocadas a una lucha por la supremacía. Para lograr ventajas militares y estratégicas era necesario tener mayor poder económico que las otras potencias. El poder económico de una nación se medía por la cantidad de metales preciosos que fuese capaz de acumular. Cuanto más independiente fuese una nación y menos importaciones necesitase mayor sería su acumulación de metales y por lo tanto sería una nación más poderosa y sana.

      Para el mercantilismo y, sobre todo, para el mercantilismo inglés las colonias tenían una clara función que cumplir. Inglaterra, igual que España y Francia, se convirtió en imperio para lograr tener una autonomía económica. Las colonias proporcionaban materias primas para la industria británica. También eran un mercado seguro para las manufacturas. El comercio con América potenció el desarrollo de una Marina mercante. En un momento donde los buques y los marinos se adaptaban a cualquier propósito naval, esto incrementó mucho el poderío naval y la fuerza combativa de la metrópoli. Sin embargo las Trece Colonias inglesas, poco controladas durante gran parte del siglo XVII, estaban habituadas a comerciar con otras zonas. Las Antillas y toda la América española a su vez estaban acostumbradas a recibir productos norteamericanos. También el comercio se hacía en barcos no ingleses. Era necesario, por lo tanto, una vez concluidas las contiendas civiles en la metrópoli tras la Restauración de Carlos II en 1660, establecer una nueva política colonial que obedeciese a los principios mercantilistas.

      Entre 1660 y 1672 se promulgaron una serie de leyes con la finalidad de organizar el Imperio británico de una forma unitaria y autosuficiente que garantizase ganancias para los súbditos ingleses: fueron las Actas de Comercio y Navegación. Las Actas contenían cuatro requisitos fundamentales. Todos los intercambios entre la metrópoli y sus colonias debían hacerse en barcos construidos en las colonias o en Inglaterra pero que, en cualquier caso, perteneciesen a ingleses y fueran capitaneados por oficiales ingleses. Los bienes importados por las colonias, a excepción de la fruta y del vino, debían pasar antes por Inglaterra por lo que estaban sujetos a las tasas británicas de importación. Las colonias tenían la obligación de exportar a Inglaterra determinados productos “enumerados”. En el siglo XVII fueron muy pocos los productos de este tipo: el tabaco, el azúcar y el algodón. Pero a comienzos del siglo XVIII la lista aumentó considerablemente. Se incorporaron el arroz, la melaza, las pieles y los artículos de construcción naval. Las colonias tenían ésta obligación aunque el destino último de sus productos fuesen otros países europeos. La diferencia entre el precio impuesto por la colonia a Inglaterra y el que después ésta le asignaría al venderlo a otra potencia, era la finalidad de esta medida. También se prohibía a las colonias producir ciertos artículos que pudiesen competir con la manufacturas inglesas.

      Las Actas de Navegación subordinaban claramente los intereses de las colonias a los de Inglaterra. Pero eso no fue un problema para los colonos americanos de los siglos XVII y primera parte del siglo XVIII. Al promulgarse las Actas de Navegación, las colonias agrícolas tuvieron asegurado el mercado para sus productos. Tenían, además, garantizada la compra de sus cosechas. Las colonias de Nueva Inglaterra vieron crecer su industria naval al permitir Inglaterra que los barcos fuesen construidos en América. Además al excluir las Actas a las marinas de otros países del comercio colonial, Inglaterra tuvo la necesidad de comprar barcos americanos. Durante el siglo XVII y el primer tercio del siglo XVIII los norteamericanos no protestaron por la política económica imperial. Pero sí pensaron que debían velar por sus intereses en la metrópoli. Siguiendo el modelo de Massachusetts, las Trece Colonias establecieron agentes para defender sus intereses en Londres.

      El intervencionismo no sólo fue organizativo y económico. También la metrópoli intentó transformar a las colonias controladas por compañías comerciales o propietarios en colonias reales. Poco antes del estallido de la revolución, ocho de las trece colonias se habían convertido en colonias reales: Virginia (1624), Carolina del Norte (1729), Carolina del Sur (1729), New Hampshire (1679), Nueva York (1685), Massachusetts (1690), Nueva Jersey (1702) y Georgia (1750). Existían dos colonias de Constitución: Rhode Island y Connecticut y se mantenían todavía tres colonias de propietario: Maryland, Delaware y Pensilvania. Pero a pesar de sus diferencias todas las colonias terminaron teniendo una organización institucional similar. Un gobernador, un Consejo Asesor, y una Asamblea Legislativa. El gobernador, a excepción de en Rhode Island y Connecticut –las dos colonias de Constitución– que era elegido por las asambleas coloniales, era designado por el rey o por los propietarios. Resultaba inusual, aunque podían hacerlo, que los propietarios gobernasen en sus colonias. Lo habitual era que residiesen en Inglaterra y nombrasen diputados para gobernarlas.

      Aunque en teoría los gobernadores tenían un poder inmenso, gobernaban, era jueces supremos y además jefes de las milicias coloniales, en la práctica su poder estaba limitado. Los presupuestos anuales, incluidas muchas veces la partida destinada para su salario, lo decidían las asambleas coloniales.

      Era el gobernador el que designaba a los miembros del Consejo Asesor que en realidad ejercía como una Cámara Alta de las Asambleas.

      Los miembros de las asambleas eran elegidos por sufragio restringido. Para ser elector, en la mayoría de las colonias, se exigía el requisito de propiedad. Las condiciones para ser elegido eran más restringidas. Además de la condición de propietario, existían requisitos de orden religioso o consistentes en formular determinados juramentos que alejaban a los católicos y a los judíos de las asambleas coloniales. En cualquier caso, los miembros del Consejo y los representantes de las asambleas coloniales eran americanos. Entre sus funciones estaban preparar, discutir y promulgar leyes centradas en los intereses

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