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      “Lo propio de un estadista son las décadas, los años le dicen poco. Él dialoga con la época, con la civilización incluso, pero nunca con lo perecedero. Cada paso que da hacia el porvenir tiene su origen en el pasado ilustre, no tanto en la actualidad. El estadista tiene perspectiva y firmeza. El político al uso, no digamos el politicastro, solo tiene presente y fragilidad”.

      “Yo siento que tengo trato directo con la historia. Con lo inmortal, que es lo más verdadero de la patria. Con Fernando el Católico, Felipe II, Carlos III… Con lo muerto que no deja de llamarnos. Es la vida de España la que existe esencialmente, no la de los hombres, que no dejan de ser meros instrumentos. Es la historia de la nación la que aúna y conforma. Y yo estoy aquí para defenderla. Al precio que sea”.

      “Es la historia y no el pueblo quien debe marcar el camino de una patria. El pueblo es el beneficiario de ese destino, pero por ser tan manipulable nunca está formado adecuadamente para interpretar la lección de los siglos. Por eso la llamada democracia liberal es una mentira. Imaginémonos que un buen día los españoles, irresponsables y ciegos, deciden desmembrar la patria. ¿Sería legítima esa determinación? ¡Nunca! Porque supondría una abominable traición a la historia y a los antepasados. Nuestro presente es indisoluble de los siglos, de tantas guerras y generaciones, de tantos aciertos y errores. De la fortuna y el sacrificio”.

      “Lo ideal, con todo, es que vayan de la mano el pueblo y la historia. Que uno y otra se conozcan, se abracen. Algo que se volvió imposible durante la República. Ahora caminan juntos, aunque eso no es espontáneo: sucede porque yo impulso y vigilo. Y conmigo el ejército. Porque siempre está el enemigo, agazapado. Sembrando el odio entre padres e hijos, entre regiones y ciudades, entre patronos y obreros”.

      “Los enemigos de la patria han sido derrotados por las armas, pero, sobre todo, porque actuaron en contra de España y de su glorioso pasado. Por eso, y pese a tener casi todos los barcos, tantos aviones, las principales ciudades, los periódicos, las fábricas… perdieron. Les faltaba lo esencial, les faltaba el espíritu. Y el espíritu de nuestra nación está en España, no en Moscú, en París o en Múnich. Está aquí, los españoles somos de aquí. Los soldados españoles son de España”.

      “Ellos, los enemigos, perderían siempre porque se olvidaron de España. De lo que nuestra patria significa y exige. Yo lo sé, y muchos lo saben conmigo. Por eso hemos ganado, porque estábamos todos dispuestos a dar la vida por la patria. Y quienes íbamos a morir por ella seguimos en guerra, siempre. Mientras la amenaza de los derrotados persista, estaremos en armas. Y es evidente que el enemigo persevera. En realidad, es lo único que sabe hacer: perseverar y perder”.

      “Y ahora creo que Baamonde se ha quedado en silencio, no parece que haya hablado en este rato. Tal vez se ha alejado un poco, pero ya volverá. Yo quiero que regrese porque lo que dice me gusta. Pero él se aparta cuando repito las verdades fundamentales, las que nunca podré callar. Lo hace no porque no piense lo mismo. Él está para otras cosas”.

      “Veo corzos allí arriba, algún rebeco. Si yo fuera joven, si yo no fuera Franco, saldría a caballo cada mañana, muy temprano, para perderme a solas entre esos montes, esos valles en los que no vive nadie. Llevaría un pequeño almuerzo, no volvería hasta la noche. Haría vida de hombre libre, de la auténtica libertad. Que no es la falsa libertad de los políticos que odian a España”.

      El 16 de julio de 1964 los policías Acebo y Mena fueron al Hospital Gómez Ulla. El médico militar Esteban Alea les dijo que el paciente había sufrido una fuerte hemorragia en el intestino, que tenía traumatismo craneal, un pómulo roto y que estaba muy grave. Con todo, se declaró optimista.

      -Es joven, quiere vivir.

      -Mejor que muriera, y pronto.

      -Eso a mí no me incumbe, comisario. Yo tengo que curar a los enfermos.

      Luis Boeza tenía los ojos cerrados, la cabeza vendada y el rostro ladeado. Se alimentaba con un gotero, estaba inconsciente y respiraba con dificultad. Esteban Alea lo miró unos instantes, en silencio. Aquella mirada respetuosa incomodó al comisario. Luego el médico se fue, hizo un gesto mínimo para despedirse. Avanzó unos metros por el pasillo pero cada vez iba más despacio. Se sentía muy descontento consigo mismo. Hasta que acabó por detenerse y volver a la habitación, donde los dos policías aún no habían descartado interrogar al detenido. El militar dijo:

      -Este hombre ha sido maltratado. Y muy salvajemente.

      El comisario, que tenía cincuenta y seis años y un largo historial de vilezas, irregularidades y éxitos siniestros, miró al médico con sorpresa. Luego la sorpresa se fue convirtiendo en desprecio: el propio de quien se siente inmune. ¿Qué detenido se atrevería a denunciarle? ¿Y con qué pruebas? Además, eran detenidos que serían, con toda seguridad, condenados. Encarcelados, aislados en celdas de castigo. Hasta desembocar en la vida larga y dura del penal. O peor todavía.

      Él, además, sabía con quién podía extralimitarse. Antes de proceder a cualquier interrogatorio, Manuel Acebo era muy escrupuloso en averiguar con el máximo detalle el contexto de la persona detenida. Su familia, estudios, relaciones, el barrio donde vivía... Con Luis Boeza todo exceso estaba justificado porque los hechos que se le imputaban eran de la máxima gravedad, y porque el detenido era un hombre sin relevancia social alguna.

      En sus veintitrés años de oficio el comisario había tenido oportunidad de bucear mucho en la debilidad de las personas, en sus desfallecimientos y bajezas, y jugaba con un cinismo muy cruel con la parte más oscura del ser humano. Si había llegado tan arriba en su profesión era, en buena medida, por haber sabido convertir en insólitos aliados a quienes formaban parte del enemigo. Lograba muchas veces que los detenidos traicionaran a los suyos. Y que, de ese modo, fueran traidores a ellos mismos. Él era muy eficaz trabajando en la caldera de la abyección, y muchas veces lo hacía entre sonrisas, con invitaciones a café o a fumar un cigarro. Incluso salía con los detenidos a la calle Carretas o la del Arenal, como si fueran amigos de tiempo atrás y se hubieran vuelto a ver. Vigilados por agentes de paisano, bebían cerveza, ojeaban la prensa deportiva. Y volvían a la celda, donde les aguardaba la rendición o la tortura. La rendición era un camino más cómodo. Pero quien lo recorría ya iba muerto: a Acebo le gustaba ver el rostro de aquellos muertos.

      Después los mantenía varios días en los calabozos de la Dirección General de Seguridad. Estaba muy pendiente de ellos: no tenía horario, iba a verlos con frecuencia, trataba de humillarlos siempre. También detenía de cuando en cuando y sin razón alguna a quienes había dejado libres. Los amenazaba de nuevo y a algunos incluso los conducía a cámaras donde creían que, ahora sí, iban a ser torturados.

      -Hay que provocar la confusión en el enemigo, aunque acabe trabajando para nosotros –le indicaba al policía Jacinto Mena–. Ellos tienen que llegar a sentir que nunca serán perdonados. Solo así nos garantizamos que su cobardía los va a destruir por dentro.

      Manuel Acebo sentía el mayor de los desprecios por quienes accedían a sus propuestas de traición, pero aún odiaba más a los que no se plegaban a ellas. Éstos solían ser los dirigentes sindicalistas más concienciados, los que jamás vendían a los compañeros durante los interrogatorios. Con todo, los más aborrecidos eran quienes utilizaban la ironía para desenmascarar su lenguaje brutal. Un abogado se atrevió a recordarle algo que era conocido en secretos círculos de Madrid: que Manuel Acebo había sido un joven comunista durante la República. Y que había logrado salvar el pellejo amparado en un informe falso firmado por un sacerdote que era amante de su madre.

      La vanidad del comisario había quedado herida en su conversación con el médico Esteban Alea. Se mordió los labios, se despidió de los policías uniformados que vigilaban la galería y continuó hacia el ascensor, seguido de Jacinto Mena.

      Al salir del hospital estaba lloviendo. Le incomodó el agua, tenía el coche oficial a un centenar de metros. Lanzó unas blasfemias por lo bajo, y de ahí, inesperadamente, se fue a un extremo de sí mismo. Mientras su ayudante conducía, dijo:

      -Mi vida es fango, pero yo la he elegido.

      -¿Fango? ¡Pero cómo dice eso…! Es una locura.

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