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respetada, por lo que en nada hubiera ayudado a sus propósitos condenar el oficio de las armas que autoridades y el propio consenso social consideraban como una cívica y desde luego legítima exigencia por parte del Estado.

      Es más, todo apunta a una activa aunque no numerosa presencia de cristianos en las filas de las legiones romanas desde por lo menos las últimas décadas del siglo II. La leyenda del milagro de la lluvia asociado a la legio XII fulminata puede resultar ilustrativo. Parece ser que dicha legión, movilizada por el emperador Marco Aurelio (161-180) para neutralizar la presión de los bárbaros en la frontera danubiana, estaba integrada en una proporción importante por cristianos. Pues bien, en un momento en que los legionarios se hallaban en situación de franca inferioridad, sin víveres y torturados por la sed, sus oraciones al Dios de los cristianos provocaron una abundante y reparadora lluvia para ellos, convertida en amenazadores rayos para sus enemigos. En realidad, no sabemos si los datos que ilustran el portento, incluida la propia presencia de la legio XII en el Danubio y el carácter cristiano y la proporción de sus componentes, son ciertos o no. Lo que nos interesa es que el relato nos ha sido transmitido, en buena parte, por autores cristianos cercanos a los hechos que no sólo no se asombran de la participación de sus correligionarios en las tropas imperiales sino que aplauden su ejemplar comportamiento militar.

      Ese ejemplar comportamiento está también presente en los soldados relativamente numerosos que han pasado al santoral de los cristianos como consecuencia, sobre todo, de sus actitudes testimoniales frente a las últimas persecuciones de finales del siglo III y comienzos del IV. Sus passiones e incluso su propia identidad pueden, en algún caso, cuestionarse, pero su expreso reconocimiento de ejemplaridad en momentos todavía cercanos a su existencia real o imaginaria nos habla de conformidad eclesiástica con su dedicación militar. En casi todos los casos –pensemos, por ejemplo, en santos tan populares como Sebastián o Sergio– nos hallamos ante oficiales del ejército de modélica trayectoria profesional –como suelen subrayar las fuentes hagiográficas– que en un momento dado se negaron a prestar explícitos juramentos de fidelidad que supusieran sometimiento idolátrico al emperador, o que sencillamente rechazaron la exigencia oficial de realizar sacrificios rituales a las distintas divinidades, al igual que lo hacía el resto de los cristianos represaliados. Fue éste el gran problema que los cristianos hubieron de arrostrar en la Roma pagana y que llevó a muchos de ellos al martirio. Los soldados no fueron en ello una excepción. Pero no estamos ante una objeción de conciencia militar sino meramente religiosa y cultual.

      Es verdad, sin embargo, que hubo ciertas tendencias de pacifismo cristiano que, en ocasiones, adoptaron formas de notable radicalidad, pero esas tendencias fueron fundamentalmente patrimonio de grupos sectarios, muchos de coloración gnóstica, que la Gran Iglesia, calificándolos de heterodoxos, iría marginando de su propia estructura. Por su parte, esta última, lentamente conformada a partir de movimientos cristianos muy diversos, y cincelada en la moderación del acercamiento estratégico al Estado, no adoptó hasta el siglo IV ninguna postura oficial respecto al tema del ejército y sus funciones, y se mostraba, en todo caso, comprensiva con sus fieles comprometidos con la milicia, siempre y cuando, eso sí, el servicio de armas no les reportara determinadas obligaciones cultuales que, por otra parte solo ocasionalmente, el Gobierno exigía. Así ocurrió, por ejemplo, cuando hacia 300, en vísperas de la gran persecución dioclecianea, se produjo una generalizada depuración entre la tropa: se obligaba a sus miembros a elegir entre el sacrificio a los dioses o sencillamente el abandono de la milicia. Fue en este contexto en el que se produjeron renombrados casos de martirio entre los soldados romanos, pero siempre por objeción religiosa y no militar.

      El primer pronunciamiento formal de la Iglesia en relación con el ejército data de 314, cuando los obispos reunidos en el concilio de Arlés condenaron abiertamente la deserción de cuantos fieles cristianos formaran parte de la milicia. La condena implicaba la pena máxima de la excomunión. Es decir, que la primera vez que la Iglesia afronta oficialmente el tema del ejército lo hace no para condenar su actividad sino para legitimarla protegiéndola.

      Desde luego no estamos ante la legitimación del ejército como instrumento al servicio del concepto de guerra por Dios que siglos atrás se había forjado en la mentalidad judía. La mayoría de los cristianos, a lo largo de trescientos años, había intentado disipar las dudas que la sociedad romana en su conjunto proyectaba sobre su lealtad al Imperio y a sus proyectos expansivos, y por eso no dudó a la hora de apoyar a su ejército y dirigir sus oraciones a propiciar el auxilio divino hacia él y hacia el emperador, legítima autoridad del Estado según la propia tradición paulina. Pero ese ejército era el del emperador y no el de Dios. Dios deseaba la estabilidad del Estado y sus instituciones, pero ni uno ni otras se identificaban con sus planes: la causa de Dios no era la del Imperio.

      Cuando los obispos reunidos en Arlés se pronuncian, la situación ciertamente había comenzado a cambiar. Aunque no sepamos con exactitud qué es lo que pasó por la mente de Constantino en octubre de 312, en vísperas de la batalla de Puente Milvio frente a Majencio, lo cierto es que aquella victoria, que le dio el control de Roma y de todo el occidente del Imperio, fue vivida y sentida por el propio emperador como un signo de la aprobación del Dios de los cristianos. En aquella ocasión había hecho grabar en los escudos de sus soldados el labarum o monograma de Cristo que acabaría convirtiéndose en el símbolo del futuro Imperio cristiano, y apenas unos meses después, de común acuerdo con el emperador de Oriente, Licinio, decidía reconocer en todo el ámbito del Imperio la libertad de culto para los seguidores de Cristo. De este modo, el llamado con no mucha propiedad Edicto de Milán de 313 era el reconocimiento agradecido del emperador al Dios que le había ayudado, y aunque Constantino todavía durante algunos años se seguiría mostrando ambiguo en sus convicciones religiosas, comenzó ya desde entonces a favorecer a la Iglesia. Desde luego, su política en esta materia era ya inequívoca cuando en 325 hizo reunir el primer concilio ecuménico de la historia, el de Nicea, en el que inevitablemente se pusieron las bases de la nueva Iglesia imperial.

      Fue a partir de entonces cuando el emperador intensifica su más que significativo programa de construcción de iglesias. A la primitiva basílica de San Pedro de Roma hay que añadir, sobre todo, el complejo constructivo del Santo Sepulcro de Jerusalén, donde según una antiquísima tradición, que se remonta a los días de san Ambrosio, la emperatriz Elena, madre de Constantino, habría hallado la Vera Cruz. Otras iglesias, la de la Ascensión situada en el Monte de los Olivos y la de la Natividad de Belén, fueron generosamente dotadas por el emperador, constituyendo todas ellas el foco dinamizador del peregrinaje cristiano que muy pronto empezaría a ser una realidad.

      La imagen que la propaganda oficial, cincelada en la nueva teología política constantiniana, deseaba dar del Imperio acabaría también impregnando el ámbito de lo militar. Por eso no es de extrañar que podamos encontrar ya por entonces algún ejemplo de algo semejante a una guerra por Dios. Al menos, el ideólogo del emperador, el obispo Eusebio de Cesarea, proyecta esta caracterización sobre la campaña que al final de su vida, en 337, Constantino concibió llevar a cabo en defensa de los cristianos persas que tan cruelmente perseguía el emperador sasánida Sapor II (309-379). Este mismo emperador es el inspirador de una leyenda recogida por un tratadista del siglo V, Teodoreto, que él fecha a mediados del anterior, durante el gobierno de Constancio, hijo de Constantino. Según su relato, el obispo Santiago de Nísibe habría vencido el bloqueo persa de su ciudad invocando el auxilio divino y propiciando, por este medio, que una nube de mosquitos taponara las trompas de los elefantes enemigos e impidiera el avance de sus caballos. Sucesos de naturaleza no muy distinta inundarían siglos después los relatos de los esforzados cruzados en Tierra Santa. La sacralización de la guerra como expresión de una voluntad divina favorecedora de sus planes empezaba a tomar carta de naturaleza entre los cristianos. Faltaban las formulaciones doctrinales, y éstas no tardarían en llegar de la mano de alguno de los más significados Padres de la Iglesia.

      La guerra santa entendida como formulación cristiana de la guerra por Dios inicia su desarrollo doctrinal en el siglo IV pero no adquirirá plena fuerza hasta por lo menos el IX. Como veremos, son varias las circunstancias que condicionan un proceso

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