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el rey seléucida Antíoco III venció a los Tolomeos, haciéndose con el control de Judea (200 a.C.). A pesar de que dos años después el nuevo monarca concedió a los judíos el privilegio de seguir obedeciendo la Ley de Moisés, se inició en Judea un rápido proceso de helenización. Más interesados en mostrar la verdadera sabiduría de Israel, anclada en el conocimiento y en el amor a Yahvé, que en disertar sobre cuestiones filosóficas y tópicos mitológicos en boga en tierras del Mediterráneo oriental, los escritos bíblicos de aquella época no reflejan bien la influencia griega.

      En manera alguna supuso esto cerrarse a lo que de bueno había en otras civilizaciones, incluida la griega; con todo, los autores del texto bíblico continuaron trazando un camino original, no recorrido hasta entonces pero ya iniciado por los redactores anteriores de las Escrituras Sagradas. Uno de esos mensajes de fondo de los textos sapienciales revelaba que, sin distorsiones en el proceso cognitivo, cualquier objeto o sujeto de los sentidos, de la inteligencia y de la voluntad, enriquece al ser humano y le acerca a Dios; también que sólo la fe en Yahvé permite un conocimiento verdaderamente profundo.

      Con todo, la influencia cultural griega se prolongó más allá del período helenístico (332 a.C.-167 a.C.). De esa época datan, precisamente, algunos de los libros reconocidos como inspirados por Dios por los judíos y los cristianos y otros como los deuterocanónicos ―a los que aludiremos en el próximo volumen― solo incluidos, según los casos, en los cánones de libros sagrados de la Iglesia católica, las iglesias cristianas ortodoxas y la Iglesia copta: del siglo III a.C. son el Eclesiastés, el Eclesiástico, Ester, parte de Proverbios y quizá algunos Salmos, así como el libro de Enoc; del siglo II a.C. son Daniel y los libros I y II de los Macabeos; y del siglo I a.C. Judit y Sabiduría.

      Más apegados al curso superficial de los acontecimientos que al plano sobrenatural, excavaciones arqueológicas y hallazgos imprevistos de documentos, cartas, dibujos, monedas y otros materiales prueban que la cultura griega se extendió por Judea. Según el historiador francés Pierre Vidal-Naquet, tales descubrimientos constituyen huellas menores de cambios más profundos que afectaron principalmente a los grupos sociales más pudientes de la sociedad judía, porque «el modo de vida griego y las construcciones que implicaba, desde el teatro al gimnasio, costaban mucho dinero». Vidal-Naquet recurre a la comparación con ejemplos coetáneos para facilitar la comprensión de aquel proceso histórico:

      «¿Es, pues, así, acumulando este tipo de detalles, como hay que plantear el problema de la aculturación? Creemos que no. Evidentemente, el desafío griego no se dio a conocer en un día pero fue total. Hay que comprender que lo que estaba en juego era un modo de vida tan afirmado frente a los pueblos conquistados, como pueda estarlo hoy en día el modo de vida occidental frente a los pueblos del Tercer Mundo.

      «El ágora, la palestra, las instituciones efébicas, las plazas y las calles con pórticos, la decoración escultórica y las tumbas monumentales desempeñaban en aquel momento, ante una fracción de la población sometida, el mismo papel que hoy juegan los blue-jeans, el rascacielos, el tocadiscos o el drugstore. Constituyen aquello por lo que el vencedor es vencedor, el símbolo de su superioridad. Esto es lo que expresa un célebre pasaje del libro I de los Macabeos (I, 11-15): “Salieron de Israel por aquellos días hijos inicuos, que persuadieron al pueblo diciéndole: ‘Ea, hagamos alianza con las naciones vecinas, pues desde que nos separamos de ellas nos han sobrevenido tantos males’; y a muchos les parecieron bien semejantes discursos. Algunos del pueblo se ofrecieron a ir al rey, el cual les dio facultad para seguir las instituciones de los gentiles. En virtud de esto, levantaron en Jerusalén un gimnasio, conforme a los usos paganos; se restituyeron los prepucios, abandonaron la alianza santa, haciendo causa común con los gentiles, y se vendieron al mal.”

      «El texto no distingue ―y no quiere distinguir― entre los que abandonaron el judaísmo, que los hubo ciertamente, y los que intentaban modificarlo acomodándolo al helenismo, tal como el sumo sacerdote Josué (Jasón), quien “hasta bajo la misma acrópolis se atrevió a erigir el gimnasio, obligando a educar allí a los jóvenes más nobles” (II Macabeo, IV, 12). Si los primeros se convirtieron en griegos, fueron los segundos los que se convirtieron en personajes desdoblados.»

      La intensidad de la helenización en Judea agudizó la enemistad entre los judíos helenizantes y los hassidim. A este último grupo pertenecía Jesús Ben Sirá, autor del Sirácida o Eclesiástico. La obra, redactada en hebreo y aceptada oficialmente como parte integrante de la Biblia cristiana, no está sin embargo en el canon judío, a pesar de citarse repetidas veces por muchos rabinos y de haberse encontrado fragmentos de la misma en Qumrán y en otros lugares. En su escrito, Ben Sirá opone a la helenización la fuerza de la historia de Israel, la tradición judía y toda la verdad que encierra. La auténtica sabiduría, asegura el Eclesiástico, «viene del Señor» e Israel es precisamente la «porción del Señor» a quien ha tratado como a su «primogénito» y ha dado esa sabiduría.

      Tras Antíoco III reinó su hijo Seleuco IV, sucedido por su hermano Antíoco IV, también llamado Epífanes. Muy interesado en helenizar sus dominios, el rey contó con apoyos entre los propios judíos. Así, para conseguir sus planes el sumo sacerdote Onías III fue depuesto y sustituido por su hermano Jasón, partidario de la asimilación cultural, que pronto dio órdenes para acelerar la helenización de Jerusalén. Parecido esfuerzo puso después Menelao, que suplantó a Jasón en el sumo sacerdocio al prometer al rey mayores tributos.

      El gobierno de Menelao fue muy duro. Durante su mandato Jasón intentó hacerse con la ciudad, provocando la cruel intervención de las tropas de Antíoco, que condujo a un considerable exilio de población. Meses después, ya en el año 167, se dictaron órdenes encaminadas a la unificación cultural. A ellas se opuso Judá porque entrañaban el establecimiento de cultos paganos. La represión fue intensa y por eso, como afirma Soggin, «la política de Antíoco IV hacia sus súbditos de religión hebrea se ha convertido en ejemplo de persecución religiosa en la Antigüedad». Como resultado de la violenta presión muchos judíos claudicaron de su fe. Muchos otros, sin embargo, no lo hicieron.

      Entre los que rechazaron las exigencias religiosas idólatras que querían imponerse con el helenismo el texto menciona a quienes prefirieron morir antes que traicionar su fe. Tampoco faltaron los que optaron por oponerse abiertamente a lo que estaba ocurriendo en Judea: se originó así una revuelta, apoyada por grupos de hassidim, capitaneada por el sacerdote Matatías y sus hijos. A la muerte del padre, uno de ellos, Judas, apodado Macabeo («el martillo»), inició una nueva dinastía (164-37 a.C.), aunque no adoptó el título de rey. Para ello tuvo que hacerse con el gobierno del país, logrando la mayor independencia posible frente a las potencias exteriores y la seguridad de conservar la pureza de la fe. La alianza con las cada vez más poderosas autoridades romanas facilitó esta situación. Muchos historiadores comparten las conclusiones alcanzadas por la historiadora belga Claire Préaux en su libro dedicado al mundo helenístico:

      «Los judíos se sabían y se querían diferentes. Su ley les separaba de los demás hombres. En el mundo helenístico, los modelos de promoción habían sido heredados de la ciudad griega y era la cultura griega la que cualificaba a un hombre para esa promoción. El problema se resume, pues, de esta manera: ¿Cómo seguir siendo judío y, al mismo tiempo, un hombre moderno? Las tensiones se hicieron cada vez más fuertes entre los ortodoxos y los partidarios de la modernización, agravadas muy pronto por la brutal intervención de Antíoco IV. La victoria de los ortodoxos, los Hassidim, fieles intérpretes de las Escrituras, preservó la religión judía y, con ella, la conciencia entre los judíos de la especificidad de su raza. La persecución cimentó una fuerte cohesión de grupo; la victoria puso de relieve una causa aprobada por Dios y la esperanza de salvación. Marcó definitivamente al pueblo judío.»

      Si bien los libros de los Macabeos contienen abundantes datos de lo ocurrido a comienzos de esta etapa, la información más completa aparece en los escritos del historiador Flavio Josefo, matizada y ampliada con material arqueológico y varios textos, como los encontrados en algunos manuscritos del mar Muerto. Los esenios, autores de estos escritos, empezaron a distinguirse del resto de hassidim cuando decidieron marchar al desierto para escapar de la helenización que querían imponer los Seléucidas.

      Se piensa que los hassidim, también llamados “asideos”

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