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de la chica con tortis colli...

      —No.

      —No, ya me lo temía. Ay, querida, no sé cuándo voy a poder hacer lo del plasma. ¡Y eso de las capas estomacales me supera, chica! Ni siquiera me creo que haya cuatro, ¡cuatro nada menos! Es una conspiración. La señorita Lux me dice que me fije en la tripa, pero no creo que eso pruebe nada...

      —¡Ya llega el jabón!

      —¡Graaacias, mi amor! Me has salvado la vida. ¡Qué bien huele, cariño! Seguro que es bien caro. —Y en ese azaroso instante de silencio se dio cuenta de que había alguien en el cubículo a la derecha del suyo—. ¿Quién está aquí al lado, Donnie?

      —Ni idea, querida. Probablemente sea Gage.

      —¿Eres tú, Greengage?

      —No, soy la señorita Pym —respondió Lucy sobresaltada, y deseando que su voz no hubiera sonado en realidad tan remilgada como le había parecido.

      —No, en serio, ¿quién es?

      —La señorita Pym.

      —Muy buena imitación, seas quien seas.

      —Seguro que es Littlejohn —sugirió entonces la voz más dulce—. Es muy buena con las imitaciones.

      —¿Eres tú, John?

      La señorita Pym volvió a recostarse en la bañera en resignado silencio.

      Se escuchó el sonido del agua al desplazarse bruscamente y un chapoteo de pies mojados, y las puntas de ocho dedos aparecieron entonces en el borde de la mampara que separaba ambos cubículos. A continuación, un rostro se asomó del otro lado. Era una cara alargada y pálida, parecida a la de un poni amigable, con el cabello lacio y bonito recogido en un moño sobre la nuca y sujeto de manera apresurada con una horquilla. Sin duda era una cara entrañable. Incluso en aquel momento embarazoso e incómodo, Lucy pudo comprender cómo había sido posible que Dakers hubiese llegado al último curso en Leys sin haber recibido una tunda por parte de sus exasperadas compañeras.

      Primero fue el horror lo que se dibujó en el rostro de la muchacha, después un rubor salvaje encendió sus mejillas mientras, casi de inmediato, su expresión pasaba a ser más de diversión que de miedo. Súbitamente desapareció de su campo de visión y se oyó un gemido desesperado.

      —¡Señorita Pym! ¡Mi querida señorita Pym! ¡Cuánto lo siento! Me pongo a sus pies... ¡Ni por un instante pensé que de verdad podría ser usted!

      Lucy no pudo evitar sentir que en realidad estaba disfrutando con todo aquello.

      —Espero no haberla ofendido. No terriblemente, al menos. Estamos tan acostumbradas a ver a la gente sin ropa que, que...

      Lucy comprendió que la chiquilla trataba de darle a entender que lo ocurrido no tenía tanta importancia en aquel escenario como lo habría tenido en cualquier otro lugar y que, dado que en aquel instante tan solo tenía un pie fuera de la bañera, la cosa no había sido tan grave. Le dijo dulcemente que todo había sido en realidad culpa suya por haber ocupado el baño de las chicas y que la señorita Dakers no tenía por qué sentirse mal.

      —¿Sabe usted mi nombre?

      —Sí, querida, me despertaste esta misma mañana pidiendo a gritos un imperdible.

      —¡Ay, qué catástrofe! ¡Ya no podré mirarla a la cara!

      —Tengo entendido que la señorita Pym se marcha esta misma tarde en el primer tren con destino a Londres —dijo la voz del baño más distante, en un tono de mira-lo-que-has-hecho.

      —Esa de ahí es O’Donnell —dijo Dakers—. Es irlandesa.

      —Del Úlster —precisó O’Donnell, sin ofenderse.

      —Encantada, señorita O’Donnell.

      —Pensará usted que está en una casa de locos, señorita Pym. Pero no crea que todas somos como Dakers, por favor. La mayoría ya hemos madurado. Y algunas de nosotras somos incluso civilizadas. Cuando venga usted a tomar el té mañana podrá comprobarlo.

      Antes de que la señorita Pym pudiera decir que no asistiría, los cubículos empezaron a verse invadidos por un murmullo apagado que rápidamente se elevó hasta convertirse en el estruendo de un gong. A semejante tumulto se unió, como si del gemido de una erinia se tratase, un nuevo lamento de Dakers, que podía oírse por encima del conjunto como el chillido de una gaviota en mitad de la tormenta. Desde luego que iba a llegar tarde. Pero se sentía tan bien tras ese baño con jabón. Le había salvado la vida. Y ahora, ¿dónde estaba el cinturón de su albornoz? ¿Sería capaz de olvidar la dulce señorita Pym todas sus meteduras de pata y aceptar que también ella era una joven sensible y una mujer adulta y civilizada? Además, todas estaban tan ilusionadas con la perspectiva de tomar el té en su compañía al día siguiente...

      A toda prisa, las dos estudiantes se marcharon finalmente, dejando de nuevo a la señorita Pym con la única compañía de la moribunda vibración del gong y del borboteante sonido del agua bajando por el desagüe.

      ________

      4 Del sueco, «señorita».

      5 Émile Coué (1857-1926). Psicólogo francés que fundó la Escuela de Psicología Aplicada de Lorena e introdujo en psicoterapia el método de autosugestión consciente.

      6 El clásico manual de anatomía de Henry Gray (1858), de referencia toda-vía para los actuales estudiantes de medicina.

      3

      Alas 2.41 de la tarde, cuando el tren rápido con destino Londres abandonaba la estación de Larborough con absoluta puntualidad, la señorita Pym estaba sentada sobre el césped a la sombra de un cedro preguntándose si no se habría equivocado al quedarse finalmente, aunque sin darle demasiada importancia al asunto. Se estaba muy bien en el jardín iluminado por el sol. Además reinaban el silencio y la tranquilidad pues, al parecer, las tardes de los sábados había partido y toda la escuela había acudido en masse al campo de críquet para asistir al encuentro contra el equipo de Coombe, un colegio rival del otro extremo del país. A falta de otra cosa, desde luego estas chicas eran terriblemente versátiles. Pasar de estudiar los fluidos estomacales al campo de críquet no debía de ser precisamente fácil, pero ellas parecían afrontarlo como un juego de niños.

      Henrietta había ido a verla a su dormitorio después del desayuno para insistir una vez más y tratar de convencerla de que se quedase a pasar el fin de semana. «Estas chicas forman un grupo de lo más variopinto y verlas trabajar siempre es interesante». Y Henrietta tenía razón. No había pasado un minuto desde su llegada en que no hubiera sido testigo de alguna nueva faceta de su existencia tras aquellos muros. Se había sentado a la mesa en compañía del personal de la escuela, había degustado alimentos difíciles de identificar pero que sin duda formaban parte de una dieta equilibrada y había llegado a conocer superficialmente a algunos de los miembros del claustro. Henrietta presidía la mesa en soledad y deglutía su comida en un ensimismado silencio. La señorita Lux, sin embargo, era bastante habladora. La señorita Lux —angulosa, franca e inteligente— impartía teoría y, en tanto que experta en la materia, no solo exponía ideas sino también contundentes opiniones. A la señorita Wragg, instructora de gimnasia de las alumnas más jóvenes —joven, fuerte, robusta y de mejillas sonrosadas—, no se la veía con idea de nada en concreto y sus únicas opiniones eran las que escuchaba de labios de madame Lefevre. Madame Lefevre, la profesora de ballet, no hablaba mucho pero cuando lo hacía era en un tono suave como el terciopelo y nadie la interrumpía. Al otro extremo de la mesa, sentada junto a su madre, estaba fröken Gustavson, la instructora de gimnasia de último curso, que parecía no tener nada que decir.

      Fue precisamente la fröken Gustavson quien atrajo las miradas de Lucy durante aquella comida. Los ojos azul pálido de la sueca eran divertidos y maliciosos, y la señorita Pym los encontró irresistibles. La corpulenta señorita Hodge, la inteligente señorita Lux, la simplona señorita Wragg, la elegante madame

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