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y acudiese a ella era tan conmovedor que incluso ahora, al releerla por vigésima vez, dejó caer una o dos lágrimas en la bañera. Eran, no obstante, lágrimas de emoción, no de pena: ante la idea de un viaje a Francia, de un asunto amoroso del que ocuparse, su ánimo remontaba el vuelo. «COJO TREN JUEVES. CON CARIÑO, MAMÁ», había contestado en un telegrama, pero hasta entonces no recordó su extraordinariamente desastrosa situación económica. No tenía dinero ni un vestuario en condiciones y sí un acreedor a punto de ejecutar la hipoteca. Pero nada de eso importaba ahora que Susan la requería. Susan la necesitaba, Susan era infeliz y junto a Susan acudiría…

      «¡Pero si la bautizamos Suzanne!», pensó Julia de pronto, y aún tenía la mirada fija en la firma cuando la bienvenida voz del señor Lewis la devolvió al presente.

      —¡Mi querida Julia! —gritó este—. ¿Por qué has hecho que fueran a buscarme? No será cierto que quieres ahogarte en la bañera, ¿no? Este hombre…

      —Es un cobrador —le aclaró Julia—. Los dos son cobradores. Despáchalos.

      Momentos después, las fatigosas pisadas se alejaron y volvieron unas más ligeras.

      —Bien, Julia, ¿qué ocurre? Esos hombres…

      —¿Se han ido?

      —Y con gusto —repuso el señor Lewis—. Son hombres muy modestos, querida, igual que yo. Pero se han quedado en las escaleras.

      —¿Pueden oírnos?

      —Me oirán si grito pidiendo ayuda. Al parecer, creen que ahí dentro tienes algo más que los accesorios de baño habituales.

      —Así es —dijo Julia—. Por eso quería que vinieses. Hay cosas que tengo que vender, cosas buenas, y tú siempre has sido justo conmigo, Joe, así que quiero ofrecértelas antes que a nadie. Hay una mesita lacada y un colchón nuevo y un reloj antiguo de pie y una vajilla preciosa y un cuadro de un ciervo que es una obra original. Aceptaré treinta libras por el lote entero.

      —No de mi bolsillo —repuso el señor Lewis.

      Julia se incorporó con un chapoteo.

      —¡Viejo judío! Pero si solo el ciervo ya lo vale y no tenía intención de incluirlo. Te ofrezco la mesa y el reloj y un colchón nuevo y una vajilla regalados.

      —Está bien, déjame echar un vistazo —dijo el señor Lewis con paciencia.

      —Ni hablar, estoy en la bañera.

      —¿Quieres que compre a ciegas?

      —Eso es —asintió Julia—. Apuesta.

      El señor Lewis reflexionó. Era un hombre al que le gustaba tenerlo todo claro de antemano.

      —¿Así que me vendes, por treinta libras, cosas que ni siquiera he visto, que probablemente no valen ni veinticinco chelines y que ya pertenecen al idiota que te haya estado fiando?

      —Correcto —dijo Julia en tono jovial—, salvo por que valen más bien sesenta y yo solo debo cinco. ¿Cuál es tu canción favorita?

      —El Danubio azul —contestó el señor Lewis.

      Julia se la cantó.

      3

      Pasó media hora. Los hombres de la empresa de alquiler de muebles de Bayswater se habían ido con el mobiliario arrendado. Un tipo de la compañía del gas había ido a cortar el suministro. Pero los cobradores seguían allí, así como el señor Lewis, pues incluso al otro lado de una puerta cerrada, la personalidad de Julia triunfó. Cuando se cansó de cantar, los entretuvo con anécdotas de sus primeros años sobre el escenario y, cuando se quedó sin anécdotas, empezó a imitar a estrellas de cine, con tanto éxito que el reloj de pie, al dar las doce del mediodía, los pilló a todos por sorpresa.

      —¿Esa es la antigüedad? —preguntó el señor Lewis con interés.

      —Sí —asintió Julia, que enseguida volvió a los negocios—. Escúchame, Joe: tengo que irme a Francia mañana a primera hora. Necesito diez libras para el billete de ida y vuelta y cinco para estos testarrones. Eso suma quince libras y me quedo con una mano delante y otra detrás. Dame dieciocho libras y diez chelines y te llevas también el ciervo.

      —Catorce —regateó el señor Lewis.

      —Diecisiete —insistió ella—. ¡No seas malo!

      —¡No sea malo, jefe! —repitieron los cobradores, ya sin duda del lado de Julia.

      El señor Lewis se notó flaquear. Una mesa de centro, una vajilla, un colchón y un reloj de pie… Todo dependía del reloj. Había sonado bien y, si a Julia le parecía una antigüedad, era probable que se lo pareciese a la mayoría de la gente. Incluso podía serlo, y los relojes de pie antiguos se vendían por mucho dinero…

      Julia sabía lo que se hacía cuando apeló a su instinto del juego.

      —Dieciséis con diez —dijo el señor Lewis—. Lo tomas o lo dejas.

      —¡Hecho! —convino Julia, y al fin salió de la bañera.

      CAPÍTULO 2

      1

      La primera vez que Julia vio a su futuro marido a la luz del día fue una mañana de primavera en 1916, cuando se despertó sobre las diez y media y descubrió que seguía allí dormido, a su lado. Sabía cómo se llamaba, Sylvester Packett, y que era teniente primero de Artillería, y a pesar de que durante seis noches seguidas había bailado con ella desde las doce hasta las cuatro de la madrugada, no le contó nada más. Era el chico más callado que había conocido, ni siquiera el champán le soltaba la lengua, y con pesar (pero resignada) llegó a la conclusión de que bailaba con ella solo porque no podía dormir. A los hombres les pasaban esas cosas en 1916; no le habría sorprendido ni lo más mínimo que hubiera vuelto con ella, la noche anterior, solo para ver si así conseguía conciliar el sueño… Julia, a los dieciocho años, se tomó aquello sin asombro ni rencor: era, como tantas otras cosas, la guerra.

      —Pobre muchacho —musitó, pues se conmovía fácilmente y lloraba cada vez que veía una lista de bajas. El joven se revolvió en sueños, suspiró y se durmió de nuevo. Le restaban aún cuatro días de permiso y, si se quedara con ella, pensó Julia, podría dormir así todas las noches…

      Sylvester Packett se quedó. Quería irse a Suffolk, pero en Suffolk no podía dormir y con Julia sí. Resultaba desafortunado, pero así era la guerra. Se quedó otros cuatro días y, después, lo arrastraron de nuevo a Francia.

      Julia lloró cuando se fue. Su afecto por él había sido al menos desinteresado, pues rechazó cualquier regalo excepto un broche del regimiento de Artilleros, aunque también efímero; salvo por una embarazosa e inesperada circunstancia, jamás habría vuelto a pensar en él.

      2

      A principios de agosto, tras cinco horas de ensayo con el coro de La bella Louise, Julia se desmayó. Cuando sus amigas la reanimaron, y después de acudir a un experto, se fue a casa y escribió a Sylvester.

      No hubo chantaje alguno. La carta solo decía que iba a tener un hijo y que estaba segura de que era suyo, y que si pudiera echarle una mano le quedaría muy agradecida, pero que, si no era así, no debía preocuparse. «Con cariño y mis mejores deseos, Julia». Como respuesta, recibió el sobresalto de su vida.

      Sylvester volvió y se casó con ella.

      Lo hizo durante un permiso de cuarenta y ocho horas y jamás pasó Julia dos días más a disgusto. Entre el alivio y la satisfacción, su ánimo, que nunca decayó, había alcanzado unas cotas sin precedentes, pero él se las arregló para sofocarlo. Ya no era callado, pero era aburridísimo. Hablaba durante horas y horas sobre un sitio en Suffolk que parecía deprimente, una casa muy vieja llamada Barton, en una vieja pradera,

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