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un rosal.

      Sin embargo, lo más glorioso eran las vistas. Desde lo alto del viñedo, que empezaba justo detrás de la casa, se divisaba una vasta llanura circular —rodeada de montañas, salpicada de aldeas, con algún que otro pequeño cerro y tierras cultivadas hasta el último centímetro— cuyo centro era la diminuta diócesis de Belley. Era el chascarrillo del pueblo que la puerta trasera de Les Sapins estaba sesenta metros más alta que la de entrada, y el orgullo de la villa, que, desde allí, se podía ver el Mont Blanc.

      4

      Allí arriba y entre los árboles más altos estaba de pie, la mañana que llegó Julia, una muchacha espigada y hermosa con un viejo impermeable. Llevaba así desde las seis, vigilando la carretera de Ambérieu como una guarnición asediada espera las tropas de refuerzo, pero cuando por fin apareció el coche, su expresión no se suavizó. Había hecho venir no a un aliado conocido, sino a una potencia extraña. Con aquella carta, escrita y enviada por impulso, había invitado a una desconocida a su consejo de gobierno más personal; tácitamente había prometido derribar todas las defensas, exponer todas sus debilidades, a cambio de un apoyo cuya fuerza ignoraba.

      —¿He sido una idiota? —preguntó Susan Packett a los pinos.

      Por supuesto, no obtuvo respuesta. Cuando las puertas rechinaron al abrirse y el coche enfiló la avenida, Susan volvió la espalda a la casa y empezó a subir más y más alto, hacia las rocas desnudas.

      CAPÍTULO 6

      1

      Bajo las rosas del porche, Julia fue recibida por una mujer francesa de edad avanzada que de inmediato la hizo pasar a un amplio y resonante vestíbulo. La francesa, con pantuflas de velarte, caminaba sigilosa como un gato, en cambio sus tacones iban martilleando el suelo y tal vez fue entonces cuando empezó a darle la impresión, una impresión que ya no desaparecería, de que siempre hacía el doble de ruido que cualquier otra persona en esa casa.

      —La salle de bain —dijo aquella mujer al tiempo que abría orgullosa una puerta.

      —Je vois —contestó Julia—, très chic.

      —¿Madame se dará un baño?

      —Tout de suite —asintió Julia—. O al menos en cuanto saque una esponja. Éponge, savon. Dans les valises.

      —Madame parle français! —exclamó educada su cicerone, y enseguida Julia deseó no haberlo hecho, pues mientras traía las maletas, Claudia fue soltando, en torrentoso y animado francés, lo que ella estaba segura de que serían mensajes de Susan, mensajes de la señora Packett e instrucciones generales sobre cómo proceder allí.

      Ya no había más remedio, sin embargo, que sonreír con expresión atenta, y eso fue lo que hizo Julia.

      —Et… c’est là la chambre de Madame! —terminó la mujer con gesto triunfal.

      Julia se quedó de pie quieta en mitad de la estancia y miró a su alrededor. Nunca había visto una habitación igual: grande, cuadrada, con las paredes blancas, suelo de parqué y dos ventanas por las que entraba el sol y se veían los pinos y una colina azul. Había una cama blanca en un nicho entre dos armarios, un diminuto tocador casi oculto tras un gran ramo de rosas, dos sillas y otra mesa junto a las ventanas dispuesta con una bandeja de desayuno y más flores.

      «Está algo desnuda —pensó—, pero es muy espaciosa», y así abrió la maleta más grande de las dos que llevaba y la vació sobre la cama. La bata se había quedado al fondo, pero rebuscó hasta pescarla y luego abrió la otra maletita para sacar su esponja y apartó las rosas del tocador para hacer sitio a sus bártulos de aseo. Para cuando el baño estuvo listo, tras solo diez minutos allí, el aspecto del cuarto había cambiado tanto que hasta la propia Julia se sorprendió un poco.

      —Tengo que ser ordenada —se advirtió a sí misma con firmeza. Todas las damas eran ordenadas: tenían cajas especiales para guardar los zapatos y cajas especiales para los guantes y bolsas con la palabra «Colada» para las camisas sucias. Julia también habría tenido todas esas cosas si su situación económica se lo hubiera permitido, pero, como no era así, parecía inútil preocuparse por tales detalles. Un efecto general de amplitud era (como siempre) su objetivo, y en ese momento lo consiguió amontonándolo todo en un armario y cerrando la puerta. Salvo por las rosas en el suelo y una media en el banco de la ventana —y unos zapatos bajo la mesa y una polvera entre los chismes del desayuno—, nadie se habría dado cuenta de que había estado allí.

      2

      Y entonces, sin duda, mientras yacía triunfante en aquella bañera gala, era el momento de La marsellesa. Sin embargo, de la garganta de Julia no brotó ni una sola nota. Estaba un poco cansada después del viaje y aún un poco sensiblera por lo de Fred, pero la razón fundamental de su silencio era que, por así decirlo, aún no la habían presentado. Se sentía rara, tumbada allí en cueros en una casa en la que ni siquiera había visto a su anfitriona. ¿Qué pensaría Susan si, después de planear con tanto esmero su primer encuentro, su madre anunciara prematuramente su presencia cantando desde el baño? Y como chapotear sería casi igual de malo, Julia se vio a sí misma moviéndose muy despacio, poco menos que furtiva: lavándose la espalda con cuidado, recostándose poco a poco para que no se formase ni una onda. Se vio, de hecho, fingiendo que no estaba allí y, si cerraba los ojos, el efecto era completo. Incluso el agua, inodora, inmóvil, parecía irreal. No era más que una atmósfera cálida en la que flotaba incorpórea, tan irreal como todo lo demás…

      —¡No! —gritó sobresaltada—. ¡No puedo quedarme dormida!

      El sonido de su propia voz la espabiló y se incorporó a toda prisa, abriendo bien los oídos, para comprobar si había despertado a alguien más. Pero todo seguía en silencio y, con un suspiro de alivio, salió modestamente de la bañera y empezó a secarse. Había dos toallas de baño, grandes y blanquísimas, y una más pequeña de lino con las orillas bordadas; y aunque era imposible sacar auténtico provecho de todas, Julia lo intentó con tanto empeño que oyó las empantufladas pisadas de la doncella en el pasillo, y cómo la puerta de su cuarto se abría y se cerraba, mientras aún se estaba lustrando los muslos.

      «Será el desayuno», pensó y, ansiosa por estar donde tocaba cuando tocaba —otra forma de humildad—, se cubrió a toda prisa y volvió corriendo a la habitación. No había nadie, pero sobre la mesa del desayuno habían aparecido panecillos y miel. Preocupada por si la sorprendían con un aspecto inapropiado, Julia se cambió la bata por un vestido de piqué blanco y se empolvó rápidamente la nariz. Y menos mal que lo hizo, pues segundos después llamaron a la puerta y, detrás de esa puerta, había una cafetera y, llevando la cafetera, estaba su hija Susan.

      3

      En cuanto la vio, a Julia le dio un vuelco el corazón. Susan era hermosa, de una belleza muy femenina. Tenía la estatura y la figura esbelta de los Packett, el cabello rubio de los Packett y los ojos de ese gris claro tan poco común sin una sola mota ni sombra de matices azules. No había nada de Julia en ese rostro ni en su dulce y virginal tono de voz.

      —Buenos días —dijo la joven.

      Aún sostenía la cafetera en las manos (¿tal vez a modo de protección?), de forma que Julia, preparada para un abrazo, tuvo que replegarse antes de contestar.

      —Buenos días. —Intentaba que no le temblara la voz—. Buenos días, Susan.

      La muchacha dejó la jarra sobre la mesa (¿sentiría que el peligro había pasado?) y esbozó una sobria sonrisa.

      —Sí —le confirmó—. Soy Susan. Espero que no te moleste que no haya ido a la estación, pero…

      —Esto es mucho más agradable —se apresuró a concluir Julia.

      —La abuela estaba escandalizada, pero creí que tú lo entenderías. —(¡Eso,

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