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El árbol del mundo. Xavier Mas de Xaxàs
Читать онлайн.Название El árbol del mundo
Год выпуска 0
isbn 9788418604171
Автор произведения Xavier Mas de Xaxàs
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
No hay victoria posible para el que no puede conquistar las mentes de sus enemigos. Por eso las guerras territoriales, las que se libran hoy siguiendo el patrón de siempre, solo pueden acabar en derrotas.
Las guerras nos rodean. Incluso las que no lo son y, por no serlo, podemos ganar. Las amenazas a las que nos enfrentamos, por ejemplo, son tan grandes que hablamos de ellas como si fueran guerras. Nuestros líderes aparecen en televisión para decirnos que estamos en guerra contra la crisis climática, contra la pandemia, contra los nacionalpopulismos y las autocracias, cuando en realidad estamos ante amenazas, retos sin duda enormes, generacionales, que exigen una acción global. Pero exceptuando el calentamiento de la Tierra, que no tiene precedentes, el resto son peligros antiguos, que la humanidad ha aprendido a superar.
El hombre sabe convivir con las guerras, los virus y las sequías. Camina y se adapta. Esta es una de sus grandes habilidades, y así ha sido desde que se puso en pie. Pero, al mismo tiempo, este hombre contemporáneo vive subyugado por los popes de la política y la religión, chamanes que agravan las plagas para predicar la resignación. Los oráculos insisten en que debemos resignarnos aunque esto suponga mantener el statu quo que alimenta la injusticia. Aseguran que es por nuestro bien. Hablan de la estabilidad. Intentan convencernos de que es primordial, que los cambios son más efectivos si son graduales y consensuados.
Claro que luego nos meten en la cabeza todo lo contrario. Nos llaman a filas, nos movilizan y sacrifican en el altar de los valores abyectos y las ideas abstractas.
Es entonces cuando el hombre sensato y desesperado pierde la paciencia. Deja de escuchar las historias antiguas y de creer en las mitologías. Reafirma su fe en la ciencia y la tecnología. Comprende que el freno a la evolución siempre lo han puesto el poder, la voluntad política, la codicia del sometimiento. Al comprender, este hombre liberado se hace el sordo, desoye las órdenes y las advertencias de las autoridades, se transforma en un fanático y en un revolucionario de su propia revolución, coloca su vida en el alambre y ahí la deja, a merced de las fuerzas que determinan el destino.
El 17 de diciembre del 2010, a las once y media de la mañana, una hora después de que la policía volviera a confiscarle el carro de verduras con el que se mal ganaba la vida, Mohamed Buazizi se prendió fuego frente al Gobierno Civil de Sidi Buzid, una ciudad pobre e inhóspita de 40.000 habitantes en el centro de Túnez. Había llegado al final. Sin dinero suficiente para sobornar a los agentes, alimentar a su familia y pagar deudas, este hombre de 26 años había perdido la dignidad, su último refugio.
Poco después de su sacrificio, mientras agonizaba en la cama del hospital municipal con quemaduras en un 90% del cuerpo, decenas de personas se concentraron frente a la misma sede oficial, ahora con la verja y las ventanas cerradas, para lanzar las primeras consignas contra la dictadura de Ben Ali. Entre ellos, según se ve en el vídeo que Ali Buazizi, primo de Mohamed, grabó con su móvil, destaca un joven que gritaba: “Alá es el más grande”.
El régimen de Ben Ali, uno de los más firmes aliados de Europa y Estados Unidos, había convertido su presidencia en una cleptocracia y a Túnez en un estado policial. Disponía de 160.000 agentes para una población de diez millones y medio de personas. Decenas de miles de activistas por la democracia y los derechos humanos habían sufrido detenciones arbitrarias, torturas y encarcelamientos prolongados.
Mohamed Buazizi falleció el 4 de enero. Unos días después, en una calle del centro de Túnez, frente a las líneas policiales que disparaban gases lacrimógenos y pelotas de goma, los estudiantes se jugaban la vida. Los francotiradores, apostados en las azoteas, tiraban a matar. Antes de empezar a correr, uno de ellos me dijo exultante que Buazizi lo había liberado. “Me ha liberado –gritó para que pudiera oírle bien–. Ahora sé que no volveré a tener miedo”.
No era esta la intención de Buazizi. Se prendió fuego para liberarse a sí mismo, porque una mujer policía lo había humillado, no porque quisiera hundir una dictadura o llevar a los islamistas al poder, como acabó sucediendo.
Sin embargo, son los seguidores los que transforman a un desgraciado en un líder, los que convierten una protesta local en una revolución internacional.
Unas semanas después de la caída de Ben Ali, el presidente israelí, Shimon Peres, reflexionando sobre el alcance de los levantamientos populares en casi todos los países del Norte de África y Oriente Medio, me dijo en su residencia de Jerusalén que “el gran problema del mundo árabe es la necesidad y el odio. El resto es política. Las revoluciones han aliviado el odio porque han aportado libertad, pero aún no han solucionado el desayuno de nadie”.
Buazizi abrió una página en blanco para los que nunca habían podido hablar, y cinco años después de su muerte, en la avenida principal del centro de Sidi Buzid rebautizada con su nombre, junto a un monumento vandalizado que representa el carro de verduras, los jóvenes lo maldecían con la voz recuperada.
“Si un día no trabajo, no como. La revolución no ha cambiado esto”, reconocía un vendedor de frutas y verduras, tan joven y desesperado como lo estuvo Buazizi. “Maldito Buazizi –decía otro–. Él puede estar en el paraíso, pero yo no tengo trabajo ni vida”.
El primer mártir de las primaveras árabes, el héroe a su pesar, se había convertido en un traidor. Su madre y sus hermanas tuvieron que dejar Sidi Buzid, acosadas por los vecinos y los insultos en las redes sociales, que las acusaban de haberse salvado a expensas de todos los demás. Es verdad que pocos días antes de huir a Arabia Saudí, Ben Ali las indemnizó, y Canadá acabó acogiéndolas, pero también es cierto, como me explicó su primo Alí en la casa familiar, que “el martirio de Mohamed unió a los árabes”.
Durante unos meses, los jóvenes tunecinos y con ellos los de gran parte del mundo árabe, unieron sus miedos, se reconocieron en sus frustraciones y arriesgaron sus vidas para vencer a la tiranía. Lo consiguieron sin ayuda de nadie. Ningún país occidental les tendió la mano, no tenían líderes ni más capacidad organizativa que las redes sociales.
La espontaneidad de la protesta fue su gran ventaja táctica y, aunque cantaron victoria, su lema, la consigna de tantos alzamientos populares en países a priori muy dispares, sigue siendo hoy una aspiración: “Libertad, trabajo y justicia social”.
Los alzamientos populares del 2011 fracasaron. Ninguno con más desgracia que el de Siria. Medio millón de muertos y diez años de guerra no han bastado para derrocar a Bashar el Asad, uno de los dirigentes más sanguinarios del mundo.
La violencia y el radicalismo del islamismo político convencieron a muchos árabes de que la democracia no es para ellos, y volvieron a besar los pies del general, del monarca, del sumo sacerdote que les niega el cielo pero no el pan.
Otros muchos, sin embargo, no se han dejado engañar por los milagros y los misterios. Han protestado en Argelia contra la gerontocracia militar y han depuesto a un dictador en Sudán, mientras que en Irak y Líbano se han levantado contra la violencia y el sectarismo religioso, contra el mal gobierno y la corrupción.
Han tenido suerte porque los autócratas y los monarcas absolutistas en Turquía, Egipto y Arabia Saudí encarcelan y asesinan a la disidencia política, algo que no haría un régimen seguro de sí mismo. Reprimen, en gran medida, porque sus economías son hoy mucho más débiles que hace diez años. Les cuesta más repartir el sustento y gestionar la ambición de una juventud que sigue aspirando a la dignidad. También son más vulnerables porque han eliminado la sociedad civil y las instituciones públicas que ventilaban las frustraciones.
Los pueblos de Oriente Medio y el Norte de África siguen lejos de la libertad. Nadie sabe si algún día volverán a tocarla ni cómo será ella cuando lo hagan antes del último muerto, pero parece claro que no van a dejar de buscarla.
Si en el invierno del 2011, Túnez me enseñó los límites de la revolución, Berlín me había demostrado todo lo contrario en el otoño de 1989.
Pocas semanas después de la caída del muro de Berlín,