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vagabundeos, ciencia por la ciencia aunque fuese teológica. Y vida interior. Con amor. «Las obras no son nada sin el amor» (XV,3). Obediencia pues por amor. Discreción.

      Libro II

      Admonitiones ad interna trahentes

      Preparado y liberado, así el hombre puede profundizar en su misión con Dios por su encuentro vivo con Jesucristo (cf el bello número 6 del c. I). Va llegando el hombre al amor puro, a amar a Jesús sobre todas las cosas, a su familiar amistad con él. A la verdadera libertad, desprendido de consolaciones divinas y humanas. A la identificación con Cristo crucificado. El libro termina con el conocido capítulo XII: De regia via sanctae Crucis. «¡Oh cuanto puede el amor puro de Jesús sin mezcla de ninguna comodidad ni amor propio!... ¿Dónde se encuentra aquel que quiera servir a Dios de balde?» (XI,3).

      «Pues que así es, ¿por qué teméis tomar la cruz por la cual se va al Reino? En la cruz está la salud, en la cruz está la vida, en la cruz está la defensa de los enemigos, en la cruz está la infusión de la suavidad soberana, en la cruz está la fortaleza del corazón, en la cruz está el gozo del espíritu, en la cruz está la suprema virtud, en la cruz está la perfección de la santidad. No está la salud del alma, ni en la esperanza de la vida eterna, sino en la cruz. Toma, pues tu cruz, y sigue a Jesús, e irás a la vida eterna» (XII, 2). «Bebe afectuosamente el cáliz del Señor si quieres ser su amigo y tener parte con Él» (XII, 10).

      Libro III

      De interna consolatione

      Este libro es una repetición alborotada de todo lo antes dicho. Pero tiene en conjunto un sabor más suave y más místico. Véase por ejemplo el capítulo V sobre el admirable efecto del amor divino.

      «El Señor. Gran cosa es el amor, y bien sobremanera grande; Él sólo hace ligero todo lo pesado y lleva con igualdad todo lo desigual. Pues lleva la carga sin carga, y hace dulce y sabroso todo lo amargo. El amor noble de Jesús nos anima a hacer grandes cosas, y mueve a desear siempre lo más perfecto. El amor quiere estar en lo más alto y no ser detenido de ninguna cosa baja. El amor quiere ser libre y ajeno de toda afición mundana, porque no se impida su vista, ni se embarace en preocupaciones de provecho temporal, o caiga por algún daño. No hay cosa más dulce que el amor; nada más fuerte, nada más alto, nada más ancho, nada más alegre, nada más lleno ni mejor en el cielo ni en la tierra; porque el amor nació de Dios, y no puede aquietarse con todo lo criado, sino con el mismo Dios». Y por ejemplo también la oración pro iluminatione mentis, del capítulo XXIII. Se percibe una experiencia vivida por el autor en su insistencia sobre el amor, sobre la gracia, sobre la confianza en Dios. Por eso a pesar de que en esta vida siempre habrá miserias y cruces, pena por sí mismo, la perseverancia en el poder de la gracia y del amor nunca debe fallarnos. El tono de muchos capítulos es más deleitable e invita a que, a través de las pruebas purificatorias internas y externas, el alma aspire a descansar en Jesús, y que guste suavemente de consolaciones divinas. El mismo estilo coloquial entre Él y el lector ayuda a ello. Pero no se atreve a adentrarse en altos estados místicos y menos a disertar acerca de ellos. No es el estilo de la «devotio moderna», tan atrayente y accesible a todos los espirituales, sean monjes o sean seglares.

      Libro IV

      De Sacramento altaris

      Sobre la eucaristía. Cierto, no es teológicamente completo: apenas alude al aspecto sacrifical de Jesucristo y de nosotros con Él, si es que se indica. De lo que trata es del misterio eucarístico en cuanto «sacramento» de la comunión. Pero esto lo hace con una ternura y una insistencia que no es frecuente en los espirituales de la última Edad media, que se fijaban más en la reverencia debida a la presencia real del Señor y poco más, hasta que la reforma eclesial del siglo XVI (Ignacio, Juan de Ávila, Teresa de Jesús...) fueron abriendo otros horizontes. Por eso el libro IV del Kempis es un tesoro.

      La cuestión del autor

      Con plena seguridad sólo podemos decir: la «devotio moderna».

      Desde comienzos del siglo XV los códices se multiplican por centenares. Muchos de ellos sin nombre de autor (más de seiscientos códices). Y a fines del siglo comienzan las ediciones impresas (se conocen cincuenta y cinco incunables). No es de extrañar que las atribuciones se varíen con facilidad: que el copista, por cualquier indicio, haga del anonimato un autor concreto. La falta de sentido crítico y de preocupaciones literarias no daban demasiada importancia a este problema en aquel entonces.

      Uno de los nombres que figuraron más como autor de la obra es el de Juan Gersón (†1429), el célebre Canciller de la Sorbona de París. Un códice de 1460 (Sangermanensis) es quizá el más antiguo que se conoce a nombre de Gersón, así como el incunable de Venecia de 1483, el primero impreso. La imprenta hizo fortuna a esta atribución, de tal modo que en España (y aún fuera de España) solía llamársele «el gersoncito». Pero el Canciller jamás alude a este escrito (y suele hacerlo de sus obras), ni los textos que pudieran tener algún parecido con nuestro libro son obras auténticas suyas. Hoy nadie admite esa paternidad.

      En el siglo XVII surgió un nuevo autor, un tal Juan Gersen (o Gesseno, o Geersen, o Jessen...). Una serie de hipótesis acumuladas ha inventado este desconocido abad benedictino italiano, que en realidad es un fantasma al que se le ha dado carne y hueso. Todavía hoy algunos defienden esta atribución. (Así P. BonardiT. Lupo, L’imitazione di Cristo e il suo autore, Turín 1964).

      Pero la más sostenida es la de Tomás Hemerken de Kempis.

      Tomás nace en el pueblo de su apellido hacia 1380. Discípulo de F. Radewijus en Deventer, bebe en su misma fuente la espiritualidad de la «devotio moderna». A los veinte años entra en el monasterio windesheiniano de Agnetenberg. En este monasterio de Monte Santa Inés pasa, fuera de breves ausencias, toda su vida. Es copista, escribe sus propios libros, es maestro de novicios, y allí muere en 1471. Tomás de Kempis ha sido un escritor relativamente fecundo. La edición de sus obras completas de M. J. Pohl, Friburgo Br. 19101922, ocupa siete volúmenes. Nuestro libro se encuentra en el vol. II, 2263. Y como argumento contundente de la autoría de Tomás tenemos el códice bruxelensis 5,85561, firmado en 1441, autógrafo todo él del mismo Tomás, y que contiene trece opúsculos suyos, los cuatro primeros son los del Kempis en este orden: IIIIVIII (cf la ed. del códice por L. M. J. Delaissé, 2 vol., Bruselas 1956, y el estudio de J. HuijbenP. Debonguie, L’auteur ou les auteurs de l’Imitation, Lovaina 1957).

      ¡Y sin embargo todo esto no prueba que Tomás de Kempis sea el autor de la famosa obra!

      No perdamos de vista que el uso de rapiarios es frecuente entre los «devotos». Ellos no quieren hacer obras originales ni científicas. En los libros de la Imitación hay bastante de aquellos, sobre todo en el libro I. Grot y Radewijus se asoman por entre las sentencias.

      Los libros tienen códices antes del 1441, desde 1420, con parte de los actuales. ¿Eran esbozos de Tomás? La misma colocación del libro III después del IV en el autógrafo (cosa muy bien hecha dado el contenido misceláneo y de madurez del mismo) indica que se han hecho retoques, añadidos, repeticiones por unos u otros copistas aún en vida de Tomás. Se han puesto allí muchas manos. El estudio exhaustivo está por hacer. Se ha llegado a hablar de dos Kempis. Uno hacia el 1410, otro el que muere en 1471. Pero todo esto es muy frágil.

      La tradición del monasterio de Zwolle, próximo a Monte Santa Inés, en su Cronicon escrito por el mismo Tomás hasta 1471, nada dice de su célebre libro; pero sí el Cronicon de Windesheim escrito por J. Busch. Parece que el monasterio principal ha hecho suya toda la tradición sobre el Kempis, como una propiedad familiar.

      Después, la codiografía está más y más a favor de Tomás. Pero en las primeras ediciones prevalece Gersón. Aunque surgen nuevas pistas siempre con menos probabilidades.

      Tomás de Kempis, ¿es el autor formal?, ¿es el que lo arregla en definitiva tal como hoy lo poseemos tomando de unos y otros?, ¿es un mero copista?, ¿qué valor tiene su firma al final del códice bruselense, todo el autógrafo de su mano y con otros tratados suyos? Evidentemente esto da mucha probabilidad a la autoría de Tomás. Pero las incertidumbres y las varias atribuciones

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