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hora todavía no ha llegado». Su madre dijo a los sirvientes: «Haced lo que él os diga» (Jn 2-1,11).

      No sigo con la historia, pues todos sabemos que el agua de las tinajas, que se usaba para la purificación, se convirtió en vino y Jesús adelantó su vida pública, su camino, predicando la llegada del Reino por las aldeas de Palestina. Hay otro simbolismo en estos inicios que me inspira: el agua insípida de nuestra vida que, gracias a la acción de Jesús, se puede convertir en el vino más preciado. Pero no es este un cambio súbito, sino que llega despacio, sin ruido y sin ostentación.

      En tu vida, Jesús ¿ha convertido el agua en vino alguna vez? ¿Tu pobre existencia ha dado agua de beber a alguna persona necesitada, convirtiéndose en vino? El agua puede simbolizar la palabra y la escucha que para el oyente es el mejor vino que le puedes ofrecer.

      Y vuelvo a san Juan que no duda en defender que la vida de la gracia es caudalosa y que riega todos los confines del mundo creado..., aunque no se advierta:

      Sé ser tan caudalosos sus corrientes,

      que infiernos, cielos riegan y las gentes,

      aunque es de noche.

      Con el bautismo no se acaban mis inicios, pues ¡cuántas veces he roto ese pacto sellado con agua a lo largo de mi vida y he tenido que volver a empezar! En ocasiones fue un tiempo más prolongado que otro, pero en todos he tenido que volver al principio ayudada por el recuerdo de épocas pasadas, épocas en las que mi corazón vibraba con el Evangelio. Los motivos de que perdiera los fundamentos de mi vida cristiana fueron varios: el nacimiento de muchos hijos seguidos, mis padres enfermos o mayores, la pérdida de un hijo, la enfermedad, el éxito... Me decía que no tenía tiempo, y la verdad es que en esos momentos fui incapaz de escuchar el ruido de aquellas alas que planeaban sobre mi vida o el rumor de la fonte en mi interior. Con el resultado de que perdí la esperanza y el deseo –que es peor– de encontrar la sombra, el frescor y la compañía de Dios, tanto en la travesía del desierto como el descanso en los oasis.

      En mi juventud había una pila de agua bendita en los templos donde, al entrar, mojábamos nuestros dedos. Hoy ha desaparecido. Posiblemente digan que no es higiénico, pero se pensaba que con ese acto se borraban los pecados veniales, y hoy los hombres no tenemos conciencia de pecado. También teníamos la costumbre de santiguarnos al inicio de alguna actividad: salir de casa, comer... para que Jesucristo nos acompañara en nuestra vida. Yo también me santiguaba siempre que entraba en el mar «por si acaso», ya que las aguas del Cantábrico pueden ser muy traicioneras.

      En aquellos tiempos se veía en la ciudad a muchas personas que se santiguaban al salir de sus casas, una costumbre que se ha perdido. Por eso me hace ilusión comprobar que los jugadores de fútbol, y de otros deportes, lo siguen haciendo cuando saltan al campo. No sé si con mucho significado –ellos sabrán los motivos que tienen–, pero a través de su gesto, Cristo está presente en el estadio de manera explícita.

      Lavarse las manos también está en el comienzo de muchas actividades. Comer, empezar un trabajo minucioso, el sacerdote en la misa... Son gestos que tratan de eliminar la suciedad que hemos contraído a lo largo de nuestra jornada. Me parece que nunca pensamos en las manos que se han manchado dando de comer a niños o ancianos, en limpiar heridas o deposiciones, en quitar sudores o lágrimas, son manos que se han ensuciado con una suciedad bendita. ¡Qué mejor ejemplo que el lavatorio de los pies de Jesucristo a sus discípulos!

      Piensa en todas estas acciones positivas que te han llevado a limpiarte las manos, pues te harán sentirte mejor. No eres la persona inútil en la que piensas.

      No nos podemos quedar en los orígenes pues la vida sigue su curso. Y eso es lo que pretendo hacer en los siguientes capítulos.

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