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emocional equilibrada, porque no existirían elementos represores”.

      En 1974, semanas después de su expulsión del psiquiátrico de Zaragoza a causa de sus filiaciones políticas, aprueba el examen de ingreso a la universidad para mayores de veinticinco años. Un compañero del partido comunista que trabaja en Barcelona le informa de que en el psiquiátrico de Martorell ha quedado libre una plaza de mozo. Cristóbal obtiene el trabajo y se queda a vivir en las instalaciones del psiquiátrico hasta que surge la oportunidad de compartir piso con un médico del centro. Cuando estalla el conflicto en Salt, Cristóbal está compaginando los estudios de psicología en la Universidad Autónoma de Barcelona con el trabajo en el hospital de Martorell. Decide que no puede perdérselo y, aunque el sueldo que le ofrecen en Salt representa la mitad del que cobra en el hospital privado de Martorell, cambia de trabajo. En Salt se dan unas circunstancias excepcionales, más propicias a la reforma que la propia institución quiere llevar a cabo, y se precisa un colectivo de profesionales para impulsarla. En Salt, Colón se implica en el movimiento que aspira a la renovación del mundo en general y de la psiquiatría en particular. Inspirado por pensadores como Gilles Deleuze, Franco Basaglia y Michel Foucault, el movimiento denuncia una realidad inhumana. En España, además, este afán de libertad se alimenta de la inminente muerte del dictador Francisco Franco.

      Cristóbal se consagra al trabajo en Salt. Hace de mozo de manicomio en la enfermería, participa en los talleres de laborterapia y se pone a las órdenes del equipo de profesionales que dirige la reforma psiquiátrica en este centro para mejorar las condiciones de vida de los ingresados. Pero no tarda en sentirse decepcionado, insatisfecho. Aquello no funciona: una vez los ingresados han asimilado que pueden salir de la monotonía del patio del manicomio porque son capaces de trabajar, descubren que en el fondo eso es mentira, porque lo que hacen no es útil para nadie, no son más que manualidades para pasar el rato. Se hacen ceniceros, joyeros y demás piezas que después se acumulan en un almacén o se rompen a escondidas cuando ya no queda espacio donde guardarlos. La laborterapia tal y como se concibe en aquel momento no da sentido a la vida de los enfermos ni, por extensión, a la labor de Cristóbal, quien siempre ha pensado que “el sentido del trabajo es un trabajo con sentido”. Llega a la conclusión de que dentro del hospital no se cumple esta máxima.

      En 1976, Cristóbal abandona el trabajo en Salt, decepcionado por el fracaso de la laborterapia y porque cree que la reforma del hospital tampoco funciona. Sigue interesado en el ámbito de la psiquiatría, pero necesita formarse y cambiar de aires.

      Llega a Barcelona y se entera de que hay un centro en Santa Coloma de Gramenet, Aspanide, que busca a alguien para el taller de personas con discapacidades psíquicas. Se presenta a una entrevista de trabajo y consigue el puesto. En Aspanide descubre una actividad muy distinta: un nuevo tipo de atención a los discapacitados psíquicos, el estilo que promueven los profesionales de las entidades que reúne la Coordinadora de Tallers de Catalunya. Colón procede del ámbito psiquiátrico, del sector de atención al enfermo mental, y en Santa Coloma encuentra unos planteamientos radicalmente distintos de los que había experimentado en el psiquiátrico. Los profesionales de estos talleres se han formado en las escuelas de educación especial, unos centros impulsados en los años sesenta por las asociaciones de padres con hijos con discapacidades mentales. Todo ello es fruto de un movimiento encabezado por gente como J. M. Jarque, que aspira a integrar a estas personas en la sociedad.

      En los años setenta, estos profesores de educación especial diseñan algunas iniciativas de gran interés para solucionar los problemas del sector. Todo parte de la pregunta que se hacen muchos de los profesionales que han dedicado años a educar a niños con discapacidades psíquicas: “¿Qué se puede hacer con un alumno de estos centros cuando llega a la edad adulta? ¿Hemos de permitir que siga con la bata de escuela haciendo dibujos en las mismas aulas que los niños de seis años?”. Estos profesionales proponen una respuesta coherente: se le ha de tratar como a un adulto. Así nacen los talleres ocupacionales para personas con discapacidad, como una evolución de los centros escolares creados por algunas asociaciones de padres. Se trata de demostrar, a partir del respeto por la dignidad de los discapacitados, que estas personas pueden trabajar, que el trabajo de verdad puede constituir una terapia útil para ellos. Tal es el punto de partida de los centros que se agrupan en la Coordinadora de Tallers. Cristóbal conecta con él enseguida y decide que colaborará en este proyecto innovador aportando su experiencia en laborterapia. Los trabajadores de Aspanide se ocupan de contar tuercas y de ponerlas en bolsas para una ferretería de la población. El trabajo no es mucho mejor que el del psiquiátrico, pero lo que le interesa a Cristóbal es que los profesionales de la Coordinadora, dirigidos por Òscar Miró, entienden que estas personas pueden trabajar y que seguramente lo necesitan para tener una vida más plena.

      Colón sintoniza con la Coordinadora y sus objetivos, pero sigue sintiéndose vinculado al sector de la enfermedad mental y al psicoanálisis. Por eso abandona Aspanide y entra a trabajar en la escuela Bellaire, un centro de atención a niños autistas de orientación psicoanalítica, situado en Bellaterra, donde conocerá a su mujer, Carme Jordà.

      Cuando está a punto de acabar los estudios de psicología y al cabo de tres años de formación en psicoanálisis, deja Bellaire y decide renunciar a cualquier actividad relacionada con la salud mental. También se aleja de las ideologías de izquierda. Abandona el PSUC y, en paralelo, se cuestiona profundamente las corrientes psicologistas al uso: psicoanálisis y teorías biologistas.

      Sigue sin entender el mundo que le rodea, y las propuestas ideológicas de la modernidad (marxismo, existencialismo, psicoanálisis) le resultan poco convincentes. El hombre moderno, fruto de la sociedad actual, no le parece un modelo a seguir. Más bien comulga con Karl Jaspers cuando dice que el hombre moderno ha roto su relación con la realidad trascendente y ha caído en una vida superficial que le hace infeliz. “Este hombre moderno se cree enfermo porque se siente desdichado” es una frase que recuerda Cristóbal de este filósofo y psiquiatra, uno de quienes influyeron en su decisión de dar un cambio de rumbo a su vida.

      Cristóbal se interesa también por las reflexiones del psiquiatra austriaco Victor Frankl y empatiza con la visión que este tiene del sentido de la vida y de cómo el vacío existencial lleva al sufrimiento del alma —“el vacío existencial es la neurosis masiva de nuestro tiempo”, escribe Frankl en su libro El hombre en busca de sentido. Además, Cristóbal se da cuenta de que el hombre moderno se deprime, convierte en patología su “mal de vivir” para eludir la responsabilidad individual frente a su destino. La gente dice que está deprimida, se siente impotente ante una realidad que la anula como individuo, y la única solución que se le ofrece son las manos expertas de los profesionales de la psique.

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      Comedor improvisado en el mismo espacio donde por la mañana se encontraba el taller.

      Tal vez las mismas desgracias están detrás de las escandalosas cifras de suicidios y de intentos de suicidio anuales que la OMS publica en sus estudios, o de los millones de personas que se deprimen cada año en el llamado mundo rico. Los intelectuales y mucha gente de izquierdas han fallado en su diagnóstico y ni siquiera han sido capaces de reconocerlo, de admitir que se equivocaban.

      Cristóbal intuye que “la modernidad y el progreso por un lado van vaciando las iglesias y por el otro van llenando los supermercados y los centros de salud mental”. Todo ello le sigue recordando las ideas de Jaspers, cuando dice que “la sociedad moderna está convirtiendo a los psiquiatras y los psicólogos en los sacerdotes de los incrédulos”.

      Mientras decide cómo reorientar su vida monta un pequeño taller de carpintería en La Floresta (Barcelona). Es un artesano, sabe utilizar las manos, así que el taller de carpintería funciona lo bastante bien para mantenerlos a él y a su esposa. Carme trabaja en el centro para niños psicóticos de Bellaire. Ambos viven en La Floresta y la vida transcurre más o menos plácidamente hasta que se anuncia el próximo nacimiento de su primera hija. “El hecho de ser padre es uno de los elementos clave para la existencia de la Cooperativa La Fageda”, explicaría años más tarde. En aquel momento, en pleno ataque de responsabilidad, se obliga a pensar en su futuro laboral más deprisa de lo que tenía previsto. Sigue completamente horrorizado

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