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Los ojos de Clerval también derramaron lágrimas cuando leyó el relato de mi desgracia.

      —No puedo consolarte de ningún modo, amigo mío —dijo—. Tu tragedia es irreparable. ¿Qué piensas hacer?

      —Ir inmediatamente a Ginebra; ven conmigo, Clerval, para pedir unos caballos.

      Por el camino, Henry intentó animarme. No lo hizo con los tópicos habituales, sino mostrando una verdadera comprensión.

      —Pobre William —dijo—, pobre chiquillo; ahora descansa junto a su angelical madre. Sus seres queridos están de luto y lo lloran, pero él ya descansa: ya no siente las garras del asesino; la hierba cubre su precioso cuerpo, y ya no sufre. Ya no podemos tener lástima por él; los que han quedado vivos son los que más sufren y, para ellos, el tiempo será el único consuelo. Aquellas máximas de los estoicos, según los cuales la muerte no se podía considerar un mal y que la mente del hombre debería estar por encima de la desesperación que produce la ausencia eterna del ser amado, no deberían ni siquiera tenerse en consideración… incluso Catón lloró sobre el cadáver de su hermano.

      Clerval decía estas cosas mientras caminábamos aprisa por las calles; las palabras se grabaron en mi mente y las recordé después, cuando estuve en soledad. Pero en aquel momento, en cuanto llegaron los caballos, salté al cabriolé y le dije adiós a mi amigo.

      El viaje fue muy triste. Al principio solo quería ir deprisa, porque deseaba consolar y confortar a mis seres queridos, tan apenados; pero a medida que me fui acercando a mi ciudad natal, fui también acortando el paso. Apenas podía soportar la avalancha de sentimientos que se agolpaban en mi mente. Pasé por paisajes que conocía bien desde mi juventud y que no había visto desde hacía casi cinco años. ¿Cómo habría cambiado todo durante todo ese tiempo? Un cambio enorme, repentino y desolador había tenido lugar; pero mil pequeñas circunstancias podrían haber producido otras alteraciones poco a poco, y aunque se hubieran producido más pausadamente, no serían menos decisivas. El temor me invadió; me daba miedo avanzar, aterrorizado ante mil peligros ocultos que me hacían temblar, aunque era incapaz de describirlos.

      Me quedé en Lausana dos días, incapaz de seguir adelante. Contemplé el lago: las aguas parecían tranquilas; todo en derredor estaba en calma; y las montañas nevadas, los «Palacios de la Naturaleza», no habían cambiado. Poco a poco aquella calma y aquel paisaje celestial me reanimó, y continué mi viaje hacia Ginebra. El camino discurría junto a la orilla del lago, y se hacía cada vez más estrecho a medida que me acercaba a mi ciudad natal. Distinguí muy claramente las negras laderas del Jura y la brillante cumbre del Mont Blanc. Y lloré como un niño. «¡Queridas montañas…! ¡Mi precioso lago! ¿Cómo recibiréis a vuestro hijo pródigo? Vuestras cumbres son blancas, el cielo y el lago son azules… ¿Es esto un presagio de felicidad o una burla de mis desgracias?»

      Me temo, amigo mío, que le resultaré tedioso si sigo entreteniéndome en estos prolegómenos; pero aquellos fueron días de relativa felicidad, y los recuerdo con placer. ¡Mi tierra, mi amada tierra! ¿Quién, sino uno de tus hijos, puede comprender el placer que sentí al ver de nuevo tus arroyos, tus montañas y, sobre todo, tu precioso lago?

      Sin embargo, a medida que me acercaba a casa, la tristeza y el temor me invadieron. La noche se cerró a mi alrededor, y cuando apenas podía ver las oscuras montañas, mis sentimientos se tornaron más sombríos. Imaginé todos los peligros posibles y me convencí de que estaba destinado a convertirme en el más desdichado de todos los seres humanos. ¡Dios mío! ¡Cuánta razón tenía en mis presagios! Y solo me equivoqué en una única circunstancia: que, en todas las desgracias que imaginé y temí, no pude ni siquiera sospechar ni la centésima parte de la angustia que el destino me obligaría a soportar.

      CAPÍTULO 11

      Ya era noche cerrada cuando llegué; las puertas de Ginebra ya estaban cerradas; y decidí pernoctar en Secheron, una aldea que se halla a media legua al este de la ciudad. El cielo estaba sereno; y como me era imposible descansar, decidí ir a ver el lugar en el que mi pobre William había sido asesinado; mientras caminaba, vi que una tormenta se estaba formando al otro lado del lago. Vi cómo los rayos trazaban bellísimas figuras y subí a una colina desde la que podía ver cómo centelleaban. La tormenta avanzó hacia donde yo me encontraba, y pronto pude sentir cómo poco a poco iba cayendo la lluvia, al principio con gruesas gotas, aunque enseguida se desató con furiosa violencia.

      Me levanté y caminé, aunque la oscuridad y la tormenta se hacían más intensas a cada instante, y los truenos estallaban con un terrorífico estrépito. Se oían los ecos en la Salêve, en el Jura y en los Alpes de Saboya; violentos destellos de rayos me cegaban los ojos, e iluminaban el lago; entonces, durante un instante, todo parecía quedar sumido en la oscuridad, hasta que el ojo se recobraba del destello anterior. La tormenta, como sucede a menudo en Suiza, apareció en varios lugares del cielo a un tiempo. La parte más violenta se encontraba exactamente al norte de la ciudad, sobre la parte del lago que se extiende entre el promontorio de Belrive y el pueblo de Copêt. Otra tormenta iluminaba el Jura con débiles destellos; y otra oscurecía y a veces descubría la Mole, una montaña escarpada situada al este del lago.

      Mientras iba observando la tormenta —tan hermosa y, sin embargo, tan aterradora—, continué caminando con paso apresurado. Aquella noble batalla en los cielos elevaba mi espíritu; cerré los puños y exclamé a gritos: «¡William, mi querido ángel…! ¡Este es tu funeral, esta es tu elegía!» Cuando pronuncié esas palabras, entreví en la oscuridad una figura que se ocultó tras un grupo de árboles que había cerca. Permanecí observando fijamente, intentando divisar algo; seguro que no me había equivocado; el fulgor de un rayo iluminó aquello y me descubrió su gigantesca figura; y la deformidad de su aspecto, más espantosa que cualquier cosa humana, me confirmaron quién era. Era el engendro, el repulsivo demonio al que yo había dado vida. ¿Qué hacía allí? ¿Podría ser él el asesino de mi hermano? La simple idea me estremecía. Apenas esa sospecha cruzó mi imaginación, llegué a la conclusión de que era completamente cierta… mis dientes castañetearon, y me vi obligado a recostarme contra un árbol para mantenerme en pie. La figura pasó rápidamente frente a mí, y la volví a perder en la oscuridad. ¡Así que él era el asesino…! Nada que tuviera forma humana podría haber destruido la vida de aquel precioso niño. ¡Él era el asesino! No tenía ninguna duda. La simple existencia de aquella idea era una prueba irrefutable de los hechos. Pensé en perseguir a aquel demonio, pero habría sido en vano, porque otro relámpago lo iluminó y lo pude ver encaramándose entre las rocas de la pendiente casi perpendicular del Monte Salêve; enseguida alcanzó la cumbre y desapareció.

      Permanecí inmóvil; los truenos cesaron, pero la lluvia aún continuó cayendo, y la escena quedó envuelta en una impenetrable oscuridad. Volví a pensar una vez más en los acontecimientos que, hasta ese momento, solo había intentado obviar: todos los pasos que di hasta completar mi creación, el resultado del trabajo de mis propias manos, vivo y junto a mi cama, y su desaparición. Casi habían transcurrido dos años desde la noche en la que se le dio la vida, ¿y aquel había sido su primer crimen? ¡Dios mío! Había arrojado al mundo a un engendro depravado cuyo único placer era el asesinato y el crimen, porque… ¿acaso no había asesinado a mi hermano?

      Nadie puede imaginar la angustia que viví durante el resto de la noche, que pasé helado y empapado, a la intemperie. Pero no sentía las inclemencias del tiempo; mi imaginación estaba demasiado ocupada en escenas de maldad y desesperación. Pensé en el ser a quien había arrojado en medio de la humanidad y a quien había dotado de voluntad y de poder para ejecutar sus horrorosos proyectos, como aquel que había llevado a cabo, casi como si fuera mi propio vampiro, mi propio espíritu liberado de la tumba y obligado a destruir a todos aquellos que yo amaba.

      Amaneció, y dirigí mis pasos hacia la ciudad; las puertas estaban abiertas y me encaminé hacia la casa de mi padre. Mi primera idea fue comunicar a todo el mundo lo que sabía del asesino y proponer que se organizara una persecución inmediata. Pero me contuve cuando pensé en la historia que tendría que contar. Me había encontrado a medianoche en los precipicios de una montaña inaccesible con un ser… al que yo mismo había creado y al que había dotado de vida. La historia era de todo punto inconcebible, y sabía bien

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