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sube a él.

      Los cuerpos compuestos primero, como son los minerales, tienen amor al lugar donde está ordenada su generación, y en él crecen y de él toman vigor y potencia. Por lo cual vemos cómo la calamita recibe siempre virtud de su generación.

      Las plantas, que son las primeras animadas, tienen aún cierto lugar más que a otro, manifiestamente según requiere su complexión; y por eso vemos a ciertas plantas desarrollarse casi siempre a orillas del agua, y a otras en las cimas de las montañas, y a otras al pie de los montes, las cuales, si se las muda, o mueren del todo o viven tristes, como cosas separadas de sus amigos.

      Los animales brutos tienen amor más manifiesto aún, no solamente al lugar, sino que los vemos amarse unos a otros.

      Los hombres tienen su propio amor a las cosas perfectas y honestas.

      Y como el hombre -aunque su forma sea toda ella una sola sustancia-, por su nobleza participa de la naturaleza de todas estas cosas, puede tener todos estos amores, y todos los tiene.

      Porque por la naturaleza del cuerpo simple que gobierna la persona, ama naturalmente el andar cuesta abajo; por eso, cuando mueve su cuerpo hacia arriba, se fatiga más.

      Por la segunda naturaleza del cuerpo mixto ama el lugar a su generación y aun el tiempo; y por eso cada cual naturalmente es más fuerte de cuerpo en el lugar donde es engendrado y en el tiempo de su generación que en otro. Por lo cual se lee en las historias de Hércules, y en el Ovidio Mayor y en el Lucano y otros poetas, que combatiendo con el gigante llamado Anteo, cada vez que el gigante se cansaba y tumbábase a lo largo en tierra -ya por su voluntad, ya forzado por Hércules-, resurgían en él la fuerza y el vigor de la tierra en que había sido engendrado. Dándose cuenta de lo cual, Hércules le cogió al fin, y abrazándole y levantándole del suelo, tanto tiempo le tuvo sin dejarlo unirse a la tierra, que con facilidad lo venció y mató. Y esta batalla acaeció en África, según los testimonios escritos.

      Por la naturaleza tercera, a saber, lo de las plantas, tiene el hombre amor a cierto alimento, no en cuanto es sensible, sino en cuanto es nutritivo, y este tal alimento hace perfectísima la obra de esta naturaleza; y el otro no, sino imperfecta. Y por eso vemos que ciertos alimentos hacen a los hombres robustos, membrudos y colorados muy vivamente, y también lo contrario.

      Por la naturaleza cuarta, de los animales, es decir, sensitiva, tiene el hombre otro amor, por el cual ama según la apariencia sensible, como bestia, y este amor tiene en el hombre principalmente oficio de rector, por su suprema operación en el deleite, principalmente del gusto y del tacto.

      Por la quinta y última naturaleza, a saber, la verdadera humana, y, por mejor decir, angélica, esto es, racional, tiene el hombre amor a la verdad y a la virtud; y de este amor nace la verdadera y perfecta amistad, originada de la honestidad, de la cual habla el filósofo en el octavo de la Ética, cuando trata de la amistad.

      De donde, como quiera que esta naturaleza se llama mente, como más arriba se ha mostrado, dije que amor me hablaba en la mente, para dar a entender que este amor era el que nace en aquella nobilísima naturaleza, es decir, de la verdad y la virtud, para excluir de mí toda falsa opinión, por la cual se sospechase que mi amor fuese tal por deleite sensible. Digo luego con gran deseo para dar a entender su continuidad y su fervor. Y digo que me trae frecuentemente cosas que hacen desvariar al intelecto, y digo verdad; porque mis pensamientos, hablando de ella, muchas veces querían deducir de ella cosas que yo no podía entender, y desvariaba de tal modo, que exteriormente casi parecía alienado, como quien mira con la vista en línea recta, que primero ve las cosas próximas claramente; luego, siguiendo adelante, las ve menos claras; luego, más allá, duda; luego, siguiendo mucho más allá, perdida la vista, nada ve.

      Y ésta es una de las inefabilidades de lo que he tomado por tema. Y, por consiguiente, refiero la otra cuando digo: Su hablar, etc. Y digo que mis pensamientos -que son hablar de amor- suenan tan dulcemente, que mi alma, es decir, mi afecto, desea ardientemente poder referirlo con la lengua. Y como no puedo decirlo, digo que el alma se lamenta de ello diciendo ¡Ay, triste de mí!, que yo no puedo.

      Y ésta es la otra inefabilidad, a saber, que la lengua no es completamente secuaz de aquello que el intelecto ve. Y digo: El alma que la escucha y que tal siente; escuchar, en cuanto a las palabras, y sentir, en cuanto a la dulzura del sonido.

      IV

      Una vez expuestas las dos inefabilidades de esta materia, hemos de proceder a explicar las palabras que declaran mi insuficiencia. Digo, por lo tanto, que mi insuficiencia procede doblemente, como doblemente trasciende la alteza de ésta del modo que se ha dicho.

      Porque yo he de dejar por pobreza de intelecto mucho de la verdad que hay en ella y que casi irradia en mi mente, la cual, como cuerpo diáfano, lo recibe y no lo agota. Y digo esto en la partícula que sigue: Cierto que he de dejar ya por el pronto.

      Luego, cuando digo: Y de lo que comprende, digo que, no sólo para aquello que el intelecto no aguanta, más aún para aquello que entiendo, no soy suficiente, porque mi lengua no tiene tal facundia que pueda decir lo que mi pensamiento razona. Por lo cual se ha de ver que, a la verdad, poco es lo que diré; ello resulta, si bien se mira, en gran alabanza de la que se habla principalmente. Y esa oración puede decirse muy bien que procede de la fábrica del retórico, la cual atiende en cada parte al principal propósito.

      Luego, cuando dice Mas si mis rimas tuviesen defecto, excuso mi culpa, de la cual no debo ser culpado, al ver los demás que mis palabras son inferiores a la dignidad de ésta. Y digo que si hay defecto en mis rimas, es decir, en mis palabras, que están ordenadas para tratar de ésta, de ello se ha de culpar a la debilidad del intelecto y a la cortedad de nuestro idioma, el cual vencido está por el pensamiento de modo que no puede seguirle por entero, principalmente allí donde el pensamiento nace de amor, porque aquí el alma se ingenia más profundamente que en parte alguna.

      Pudiera decir alguien: tú te excusas, y al mismo tiempo te acusas, porque argumento de culpa es y no de purgación, el echar la culpa al intelecto y al lenguaje, que es mío; pues que si es bueno, debo ser alabado en cuanto lo sea; y si es defectuoso, debo ser vituperado. A esto se puede responder brevemente que no me acuso, sino que me disculpo verdaderamente. Y por eso ha de saberse, según la opinión del filósofo en el tercero de la Ética, que el hombre es merecedor de alabanza o de vituperio sólo en aquellas cosas que está en su poder hacer o no hacer; pero en aquellas para las cuales no tiene poder, no merece vituperio o alabanza; porque una y otro han de atribuirse a los demás, aunque las cosas formen parte del hombre mismo. Por lo cual nosotros no debemos vituperar al hombre porque sea feo de cuerpo de nacimiento, porque no estuvo en su poder el ser hermoso; mas hemos de vituperar la mala disposición de la materia de que está hecho, que fue principio del pecado de la naturaleza. Y así no debemos alabar al hombre porque sea hermoso de cuerpo de nacimiento, pues que no fue él quien tal hizo; pero debemos alabar al artífice, es decir, a la naturaleza humana, que tanta belleza produce en su materia, cuando no se lo impide ésta. Por eso dijo bien el sacerdote al emperador que se reía escarneciendo la fealdad de su cuerpo:

      «Dios es Nuestro Señor; Él nos hizo, y no nosotros a Él»; y están estas palabras del profeta en un verso del Salterio, escritas ni más ni menos como en la respuesta del sacerdote. Y por eso vemos que los desgraciados mal nacidos ponen todo su esfuerzo en acicalar su persona, que debe ser en todo honesta, que no hay más que hacer, sino adornar la obra ajena y abandonar la propia.

      Volviendo, pues, a lo propuesto, digo que nuestro intelecto, por defecto de la virtud, de la cual deduce lo que ve -que es la virtud orgánica-, es decir, la fantasía, no puede ascender a ciertas cosas, porque la fantasía no le puede ayudar, pues que no tiene con qué; como son las sustancias mezcladas de materia; de las cuales, si podemos tener alguna de aquellas consideraciones, no las podemos entender ni comprender perfectamente. Y por ello no se ha de culpar al hombre, pues que no fue quien tal defecto hizo; antes bien, lo hizo la Naturaleza universal, es decir, Dios, que quiso privarnos en esta vida de esa luz; y sería presuntuoso razonar el por qué Él hiciera tal. De modo que si mi consideración me transportaba adonde el intelecto, faltábale fantasía;,si yo no podía entender, no soy culpable. Además se ha puesto límite a nuestro ingenio para todas sus obras, no por nosotros,

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