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establecidas, sino que opera los fenómenos en todo tiempo y lugar, y en vez de sujetarse a influencias ajenas, rige y domina las fuerzas psíquicas con su férrea voluntad.

      En el adepto actúan armónicamente cuerpo, alma y espíritu, al paso que en el médium el cuerpo es una masa de materia cataléptica y el alma y el espíritu se ausentan casi siempre mientras dura aquel estado para prestar sus vehículos inferiores a las entidades psíquicas. Los adeptos no sólo pueden proyectar espectralmente a voluntad una parte, sino todo su cuerpo astral.

      En cambio, el médium no actualiza fuerza de voluntad alguna, pues basta para la producción del fenómeno que antes de caer en trance sepa lo que de él esperan los investigadores. Cuando el Ego del médium no esté entorpecido por influencias ajenas, actuará fuera de la conciencia física con tanta seguridad como en los casos de sonambulismo, y sus percepciones objetivas y subjetivas serán de agudeza igual a las del sonámbulo, porque cuanto más sutil es el vehículo en que actúa el Ego, tanto más delicadas y agudas son sus percepciones.

      Es fama que el órfico Epiménides estuvo dotado de santas y maravillosas facultades, entre ellas la de desprenderse de su cuerpo físico siempre y durante el tiempo que quería. Muchos otros filósofos antiguos tuvieron la misma facultad. Apolonio de Tyana podía dejar conscientemente su cuerpo físico en cualquier instante y operaba fenómenos prodigiosos a la luz del día; como por ejemplo, cuando en presencia del emperador Domiciano y de multitud de circunstantes se desvaneció de repente para aparecer al cabo de una hora en la gruta de Puteoli. Tampoco necesitó de nadie el taumaturgo pitagórico Empédocles de Agrigento para resucitar a una mujer, ni exigió condiciones preestablecidas para desviar una tromba de agua que amenazaba caer sobre la ciudad. Estos teurgos eran magos, y por esto podían obrar a voluntad semejantes prodigios que no hubieran alcanzado si tan sólo fueran médiums.

      De igual manera, no le era necesario a Simón el Mago ponerse en trance para elevarse por los aires en presencia de multitud de testigos, entre los que se hallaban los Apóstoles. Como dice Paracelso:

      No requieren estas obras conjuros ni ceremonias, ni formación de círculos ni quemas de incienso. Es tal la alteza del Espíritu humano que no acierta a expresarse con palabras. Si comprendiéramos debidamente hasta dónde alcanza su poder, nada nos sería imposible en la Tierra. Inmutable y eterno es como Dios el Espíritu del hombre. La imaginación se educe y robustece por la confianza en nuestra voluntad. La confianza debe confirmar la imaginación, porque establece la Voluntad.

      ¿Superchería o magia?

      Sentencia sabia es la que afirma que el que trata de probar demasiado, no llega al fin a probar nada. El profesor W. B. Carpenter, F.R.S. (y con otros adornos alfabéticos además), nos da un ejemplo evidente en su contienda con hombres que valen más que él. Sus ataques acumulan rencores con cada nuevo periódico que hace órgano suyo y, a medida que aumenta sus injurias, sus argumentos pierden fuerza y evidencia. ¡Y, sin embargo, sermonea a sus antagonistas por su falta de calma en la discusión, como si él no fuera el mismísimo tipo de la nitroglicerina en controversia! Abalanzándose contra ellos con sus pruebas, que son incontrovertibles sólo en su propia opinión, él mismo se hace regañar más de una vez. De una de tales regañadas pienso aprovecharme hoy citando algunas experiencias curiosas mías.

      Mi objetivo al escribir lo presente está muy lejos de ser el de tomar parte alguna en esta embestida a las reputaciones. Los Sres. Wallace y Crookes pueden muy bien defenderse. Cada uno de ellos ha contribuido, dentro de su propia especialidad, al verdadero progreso de los conocimientos útiles, más que el Dr. Carpenter en la suya. Ambos han adquirido gloria por valiosas investigaciones y descubrimientos originales, mientras que su acusador ha sido tachado con frecuencia de no ser otra cosa más que un compilador muy hábil de las ideas de otros hombres. Después de leer las hábiles réplicas de los acusados y la destructora revista del aplastante profesor Buchanan, todos, excepto sus amigos los psicofobistas, pueden ver que el Dr. Carpenter está completamente por los suelos. Está tan muerto como el clavo de puerta tradicional.

      En el suplemento de diciembre de The Popular Science Monthley, aparece la interesante concesión de que un pobre juglar indo puede ejecutar una suerte que ¡casi le corta la respiración al profesor! Comparados con ella los fenómenos mediumnísticos de Miss Nichol (Mrs. Guppy) no son nada. Dice el Dr. Carpenter:

      “La célebre ‘suerte del árbol’ —que la mayoría de las personas que han estado mucho tiempo en la India han visto— según la describen varios de nuestros funcionarios civiles y científicos más distinguidos, es verdaderamente la maravilla mayor que he oído hasta ahora. Que un mangle crezca de un golpe, primero a la altura de seis pulgadas, en un trozo de terreno cubierto de hierba, no visitado antes por los exorcistas, debajo de un cesto cilíndrico invertido, después de haberse adquirido la certeza de que estaba vacío, y que este árbol parezca crecer en el transcurso de media hora, desde seis pulgadas hasta seis pies, bajo una sucesión de cestos más y más grandes, es cosa que deja pequeñita a Miss Nichol”.

      Ciertamente que sí. En todo caso, pone fuera de combate todo cuanto cualquier miembro de la Real Academia pueda enseñar a la luz del día, o en la obscuridad, en la Institución Real, o en cualquier otra parte. ¿No debería suponerse que semejante fenómeno atestiguado de tal modo, y teniendo lugar en condiciones que excluyen toda superchería, provocaría la investigación científica? De no ser así, ¿qué otra cosa podía promoverla? Pero obsérvese de qué modo un F.R.S. se escapa entre los dedos. Pregunta irónicamente el profesor:

      “¿Atribuye Mr. Wallace esto a una causa espiritual? ¿O cómo el mundo en general (por supuesto, refiriéndose al mundo que la ciencia ha creado, y al que vigoriza Mr. Carpenter) y los actores en el consabido juego de manos en particular, lo atribuye él a una habilísima superchería?”

      Dejando a Mr. Wallace, si es que sobrevive a este fulminante rayo joviano, que conteste por sí mismo, tengo que decir por parte de los actores que éstos contestarían con un “no” enfático a ambas preguntas. Los juglares indos no tienen la pretensión de que intervengan en sus operaciones agentes espirituales, ni conceden que sean juegos de manos hábiles. Lo que sostienen es que los fenómenos son producidos por ciertos poderes inherentes al hombre mismo, quien los puede usar con fines malos o buenos. Y lo que yo sostengo, siguiendo humildemente a aquellos cuyas opiniones están basadas en experimentos psicológicos y en conocimientos realmente exactos, es que ni el Dr. Carpenter, ni su séquito de hombres científicos, por más que sus títulos se extiendan tras de sus nombres como la cola tras de una cometa, tienen todavía la menor idea de estos poderes. Para adquirir, aunque no sea más que un conocimiento superficial de ellos, tienen que cambiar sus procedimientos científicos y filosóficos. Siguiendo a Wallace y a Crookes, tienen que comenzar con el A B C del espiritismo, al cual Mr. Carpenter —queriendo ser muy desdeñoso— denomina “el centro de la ilustración y del progreso”. Tienen que tomar sus lecciones no solamente de los fenómenos verdaderos, sino también de los falsos, de los que su autoridad suprema (la de Monsieur Carpenter, el archi–sacerdote de la nueva religión) clasifica debidamente como “engaños, absurdos y supercherías”. Después de estudiar todo esto como ha tenido que hacerlo todo investigador inteligente, puede que se obtenga algún vislumbre de la verdad. Es tan útil saber lo que no son los fenómenos, como averiguar lo que son.

      Mr. Carpenter tiene dos llaves de patente garantizadas para abrir todas las puertas secretas de los gabinetes mediumnísticos, las cuales tienen por rótulo expectación y preocupación. La mayoría de los hombres de ciencia tienen alguna llave maestra por el estilo. Pero no tienen aplicación para la suerte del árbol; pues ni sus distinguidos funcionarios civiles, ni los científicos, podían suponer que habían de llegar a ver a un indo fornido desnudo, en un terreno que le era extraño, haciendo crecer a un mangle desde la semilla hasta la altura de seis pies en el espacio de media hora, pues sus preocupaciones estarían todas en contra de tal hecho. No puede ser la causa espiritual; tiene que ser prestidigitación. Ahora bien, Maskelyne y Crooke, dos hábiles prestidigitadores ingleses, han tenido abiertos los ojos y bocas de toda la población de Londres con sus representaciones

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