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luego también, en la forma en que la institución familiar normaliza las conductas sexuales, prescribiendo lo que es “normal” y reprimiendo, estigmatizando, persiguiendo lo que es “perverso”, siempre en función de una distribución desigual de los papeles entre los sexos o géneros. Y al mismo tiempo, ésta constituye el blanco del racismo y del sexismo. Hablé hace un momento, con Freud, del “malestar de la cultura”: eso significa concretamente, malestar de la familia, malestar del Estado. Estos últimos años, en Europa, el resurgimiento del racismo en relación más o menos directa con la constitución de los trabajadores inmigrantes como chivos expiatorios de la crisis de la forma nación y los efectos socialmente destructivos de la mundialización, ha puesto claramente en evidencia que el racismo “espontáneo”, de hecho, es siempre un discurso implícitamente dirigido al Estado, al cual se le “exige” cumplir su promesa implícita, que es “preferir a los nacionales” a expensas de los extranjeros, y al que, contradictoriamente, los individuos más débiles temen a su vez, el exceso de poder y la impotencia, el derrumbe de la soberanía.15

      Estos efectos de poder o de institución son tanto más determinantes cuanto tratemos con instituciones universalistas, o con poderes cuya función y competencia son la institución de lo universal. No sólo en el sentido que he llamado “extensivo”, el que tiende a incluir en la esfera de influencia o en el dominio de obediencia de un poder determinado, al máximo de individuos e idealmente, a la humanidad entera (lo que podemos llamar, la dimensión imperialista de instituciones de poder), pero sobre todo en el sentido que he llamado “intensivo”, el que asigna a la institución de poder (por ejemplo, la nación republicana) y a su propia “autoridad”, la función de desligar a los individuos de sus pertenencias y subordinaciones tradicionales, de abolir o neutralizar las estructuras de coacción o de discriminación (por ejemplo, al decretar que “todos los hombres son iguales ante la ley”, “nacen y permanecen libres e iguales en derechos”, etc.). Podemos concederle a Foucault que el movimiento de la modernidad tiende a privar progresivamente a la forma de la soberanía, de su privilegio político y social en beneficio de mecanismos de poder más institucionales, menos “excepcionales”, que son los de la disciplina y de la gubernamentalidad. Sin embargo, es más difícil concederle, si él lo sostiene, que la modernidad atenúa la función de institución de lo universal que pertenece a las propias estructuras de poder “universalistas”. Pero entonces, ¿cómo comprender que —contradictoriamente— la eliminación de coacciones y de discriminaciones signifique, en un mismo movimiento, la aparición de nuevas coacciones y discriminaciones?

      La única respuesta posible, desde luego, es que el principio de estas coacciones-discriminaciones ya no es el mismo, que incluso está de alguna manera invertido con respecto al de los antiguos poderes estatutarios y de privilegios de casta. En otras palabras, constituye lo inverso a la institución de la igualdad característica de los poderes universalistas. Así como he tenido la oportunidad de sostenerlo en varias ocasiones, dando deliberadamente a esta tesis una forma lo más radical posible, especialmente cuando discutía a mi vez la paradoja al menos aparente que constituye para las revoluciones fundadoras de la modernidad que han proclamado la universalidad de los derechos del hombre, el hecho de haber excluido de la ciudadanía, de entrada, a los trabajadores manuales, a las mujeres, a los esclavos o, en general, a los colonizados, las exclusiones que se hacen a partir del principio de igualdad (o de igual libertad) son, en cierta forma, mucho más profundas y mucho más profundamente inconscientes, que las exclusiones que derivan directamente de un particularismo comunitario o de una representación jerárquica de la especie humana enlazada con un sistema de castas. Ya que sólo pueden justificarse si, de una manera u otra, uno representa al otro, al excluido interior o exterior, como “no hombre” o “no persona”, si se le corta de la especie humana, o más exactamente, de lo que se supone que constituye (y por eso mismo se convierte en) la esencia normativa de lo humano, o el objetivo final del desarrollo de la humanidad (por ejemplo, la “racionalidad”).16 Proceso, manifiestamente, de una violencia simbólica extrema, y en ocasiones estrechamente asociado también a los extremos de la violencia física, a las formas extremas de la humillación, de la insensibilización y del exterminio.

      Pero aquí se presenta —en todo caso, para nosotros occidentales, e insisto en ese punto ya que hablo en Tokio, a donde he venido, entre otras razones, para tratar de “descentrar” algo mi punto de vista occidentalocentrista espontáneo— una dificultad considerable que complica terriblemente el análisis tanto como la exposición histórica. Es que no estamos tratando con un modelo único de la institución de lo universal, sino que tenemos al menos dos, de edad diferente a primera vista (no es simple), y sobre todo de principio diferente: tenemos el modelo del universalismo religioso, el de las religiones llamadas precisamente “universalistas”, lo que para nosotros occidentales quiere decir “monoteístas”, y tenemos el modelo del universalismo político, o mejor, jurídico-político, el que implementan los Estados-naciones sobre todo cuando se presentan como republicanos y democráticos, y que intenta prolongarse al nivel superior, el de las instituciones internacionales. Las exclusiones que determinan no tienen el mismo principio: la herejía, en efecto, no es la diferencia cultural, aunque haya pasajes e interferencias entre ellas (lo vemos bien en el caso del antisemitismo) y, si la transición de una a otra puede ser ella misma representada como un devenir de lo universal, una modernización o secularización, un “desencantamiento del mundo” (Weber) que conservaría ciertas formas de legitimación de la autoridad y de inclusión “subjetiva” de los individuos en la comunidad universal (ante todo la moralidad, especialmente la moralidad familiar). Yo mismo tuve ocasión, hace varios años, de proponer la idea de que la “crisis de la forma nacional del Estado” comenzaba irreversiblemente, con la mundialización, mientras que la “crisis de la institución religiosa de la comunidad” no se había acabado en absoluto, incluso estaba en sus comienzos, y suponiendo que ésta fuera acabable.17 No me parece que, desde entonces, el curso de las cosas haya invalidado este diagnóstico. Pero el problema para interpretar sobre esta base las combinaciones concretas y contradictorias de liberación y de discriminación (por ejemplo, en el campo de la familia, de la desigualdad de sexos y de la moral sexual), es que creemos saber aproximadamente lo que es un Estado, justamente porque esta forma política ha estado prácticamente “universalizada” en la historia moderna, de manera que todos los individuos del mundo tienen que tratar con Estados más o menos consistentes. Aún cuando, en verdad, no sabemos lo que es en general una “religión”. Incluso tenemos fuertes razones para creer que este término no es unívoco, excepto en lo imaginario occidental, tal como se constituyó sobre la doble base del desarrollo del monoteísmo judeo-cristiano e islámico, luego de la “secularización” más o menos completa de las sociedades cristianizadas e islamizadas. Pero si el término religión no es unívoco, el de universalismo tampoco puede serlo. ¿Es el budismo (si hay uno) una “religión”? Lo que es más, ¿una religión universalista? (así es como tenemos la tendencia de representarnos las cosas en Occidente). ¿Y cuál es entonces, su principio de exclusión? ¿A menos que las “religiones” y el devenir religioso del Extremo Oriente no tuvieran que representarse, desde el punto de vista del universalismo, como relativizando la pretensión del monoteísmo de exhibir el tipo de universalismo religioso y el punto de partida de la evolución teológico-política?18

      No pretendo responder estas interrogantes, pero puedo notar, antes de pasar al punto siguiente, y en espera de desarrollos más completos, que ellas repercuten en dos otras estrechamente relacionadas entre sí, fundamentales para el análisis de las contradicciones del universalismo. La primera concierne a la noción y la institución de la igualdad. Mejor, ésta concierne a la relación intrínseca, a la vez discernible e indiscernible, separable e inseparable, de igualdad, identidad y homogeneidad. Observemos que estos tres términos franceses (¿y en japonés?) en ciertos contextos, pueden ser traducidos por el mismo término alemán de Gleichheit, lo que es un indicio notable del carácter intrínseco, interno a la universalidad misma, de la contradicción a la que nos enfrentamos, así como la cercanía de los términos alemanes: gemein, allgemein y Allgemeinheit, Gemeinwesen, Gemeinschaft (“común”, “universal”, “universalidad”, “comunidad”) señala que esta contradicción está específicamente vinculada al hecho de que lo universal se instituye y por ende, se realiza, se hace valer en la historia, en la medida que éste se convierte en el ideal

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