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Desaprender para transformar. Annette Nana Heidhues
Читать онлайн.Название Desaprender para transformar
Год выпуска 0
isbn 9789582014278
Автор произведения Annette Nana Heidhues
Жанр Учебная литература
Издательство Bookwire
Este año y medio de diálogo con las autoras y los autores del libro, y entre nosotras tres, ha sido un tiempo por excelencia para tomar conciencia del valor de las palabras auténticas cuya fuerza está en la unión entre acción y reflexión, tal como aparece en el epígrafe de esta presentación. A su vez, nos hemos afianzado en la visión freiriana para impulsar los procesos de transformación social que demandan nuestras sociedades. Creemos que hoy esta visión humana es más necesaria que nunca, porque nos ayuda en el día a día a seguir construyendo un tejido fuerte que sostenga nuestros sueños y esperanzas.
Ilse Schimpf-Herken
Annette Nana Heidhues
Mariana Schmidt Quintero
Compiladoras y editoras
En el texto introductorio titulado “Oruga o mariposa. Caminos de transformación” (pp. 21-38) se detalla cómo fue este encuentro entre Paulo Freire e Ilse Schimpf-Herken.
Oruga y mariposa Caminos de transformación
Ilse Schimpf-Herken, Alemania2
Estoy convencido de que para poder crear un mundo que de verdad sea radicalmente diferente a este actual mundo opresor, que es el que estamos intentando cambiar, lo primero que necesitamos es una transformación en nuestro corazón, en nuestra conciencia, en nuestra manera de pensar y en nuestra identidad. Por eso, el corazón de cualquier revolución es la revolución del corazón. Sin una transformación del mundo interior no es posible cambiar al exterior.
Nicanor Perlas3
Han pasado más de veinte años desde cuando fundé el Instituto Paulo Freire en Berlín4. Sin embargo, las ideas de Freire me han venido acompañando durante más de la mitad de mi vida. En este escrito deseo relatar cómo fue mi camino de encuentro con él y con su pedagogía. Para hacerlo, me referiré a algunos de los más significativos procesos de aprendizaje que experimenté, los cuales han alimentado progresivamente nuestro trabajo en el Instituto, así como las preguntas fundamentales que han marcado mi quehacer y el de los equipos vinculados al Instituto Paulo Freire, y que constituyen la base desde la cual nos proyectamos hacia el futuro. Pero antes de avanzar, quiero agradecer a todas las personas, amigas y amigos de Latinoamérica y de Alemania, que me han acompañado en este proceso.
Esta fotografía fue tomada por Edda von Oertzen en enero 1971 en Cuernavaca, México (archivo personal de Ilse Schimpf-Herken)
Conocí a Paulo Freire en 1971 en un seminario en Cuernavaca, México, cuando ya llevaba un tiempo viviendo en América Latina. Al igual que muchas personas jóvenes del movimiento estudiantil alemán, había viajado a ese continente en 1970 para conocer otras vías posibles de transformación social. No tenía una meta clara, pero me había dado cuenta de que si bien muchos de los ideales de las organizaciones de izquierda del movimiento estudiantil alemán y europeo coincidían con mis propios ideales, no correspondían realmente a lo que mi corazón me decía. Venezuela fue el país a donde llegué; puesto que estudiaba Sociología, tuve la oportunidad de participar de una investigación cuyo objetivo era conocer las condiciones de vida y las expectativas futuras del campesinado de los llanos5 a través de un amplio cuestionario. Dado que yo misma provengo de una zona rural del norte de Alemania, sé lo que implica la vida en el campo, así que al poco tiempo me di cuenta de que la aplicación de ese cuestionario —a personas mayormente analfabetas o que habían recibido muy poca educación formal— no iba a entregar la información buscada, además de parecerme éticamente incorrecto. Recuerdo que este hecho generó en mí una crisis. ¿Qué hacer? ¿Regresar a Alemania para siempre o seguir con mi búsqueda aprendiendo de las otras culturas? Me decidí por el segundo camino y emprendí un viaje a México, país en el cual la Revolución zapatista de principios de siglo pasado, junto al movimiento campesino liderado por Lázaro Cárdenas en los años treinta, había producido transformaciones sociales muy profundas en el sector rural. Lastimosamente muy pronto descubriría, por mis visitas a diferentes universidades en Ciudad de México, que estas apenas habían sido tematizadas en el ámbito académico.
Sin mucha claridad sobre lo que buscaba, pero inconforme, seguí explorando caminos. Así, encontré un espacio de acogida en la biblioteca del Centro Regional de Educación Fundamental para la América Latina (Crefal) de la Unesco orientada a la formación de adultos, en Pátzcuaro, Michoacán, donde aprendí mucho sobre el trabajo con población indígena. Estando allí me enteré de un seminario que se realizaría en el Centro de Información y Documentación (Cidoc) en Cuernavaca, dirigido por Ivan Illich. El objetivo del seminario sería debatir, junto a Paulo Freire y muchos otros revolucionarios latinoamericanos del ámbito de la educación, sobre las preguntas fundamentales de las tan necesarias reformas educativas6. Para ese entonces, con Salvador Allende a la cabeza, la Unidad Popular había ganado las elecciones en Chile, y en el Perú el general Juan Velasco Alvarado estaba llevando a cabo una profunda reforma agraria y educativa. Con todos estos sucesos, la pregunta por el rol de la educación en el proceso revolucionario había adquirido una importancia central.
Yo tenía apenas 23 años y era la única persona europea presente. Ivan Illich no había estado de acuerdo con que yo participara del seminario, pero de manera cordial Freire había dicho: “También necesitamos el pensamiento europeo”. En ese momento no entendí lo que se escondía detrás de esas palabras, porque la percepción que yo tenía de mí misma era la de una insignificante estudiante europea que andaba en un proceso de búsqueda. Su comentario me llevó a preguntarme qué podría ser eso del pensamiento europeo. En mi época escolar, durante la posguerra en Alemania, había notado que mis profesores y profesoras tenían muchas dificultades para enfrentar sus propias historias. Algunos lloraban en clase, como por ejemplo mi maestro de matemáticas, que había perdido una pierna durante la guerra. O el de música, que tocaba el piano mientras cantábamos, para así disimular su propio llanto.
El extendido silencio de la generación de nuestros padres sobre su intento de reprimir el recuerdo del Holocausto nazi, y su “incapacidad de sentir duelo” (Mitscherlich y Mitscherlich, 1973) por haber formado parte de la Segunda Guerra Mundial, habían sido un factor central en el surgimiento del movimiento estudiantil alemán. Pero no podría decir que en mi infancia, transcurrida en el ámbito rural, me hubiera enfrentado a una reflexión intensa sobre las raíces de la filosofía europea. Y menos que esa formación me hubiera dado herramientas para tomar conciencia de mi propio eurocentrismo o de la arrogancia implícita en el colonialismo. Recién en Cuernavaca entendí que mi lugar de origen no solo me había marcado, sino que también correspondía que me hiciera cargo de él.
Cada tarde, después de terminar las actividades planificadas, Paulo Freire me preguntaba cuáles habían sido mis impresiones y qué había aprendido de nuevo. Al comienzo me sentí muy intimidada, porque temía que me estuviera sometiendo a algún tipo de prueba, pero gracias a lo afable que era rápidamente comprendí que mi opinión de verdad le interesaba. Cuando el seminario finalizó, supe que esa era la manera de entender la educación que yo había estado buscando.
En realidad hoy, a mis 72 años, aún sigo indagando, pero aquellos días en Cuernavaca me enseñaron la importancia de escuchar con el corazón y de comprender que solo de ese modo se pueden llevar a cabo transformaciones sociales profundas. Sin que yo tuviera conciencia de ello, Freire había estimulado