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profecía que sobre él mismo realizó poco antes de su muerte, cuando dijo: «Tú les dirás a todos que, después de muerto, estaré más vivo que nunca. Y a todos los que vengan a pedir, nada me costará darles. ¡De los que asciendan a este monte, nadie volverá con las manos vacías!».

       La dimensión más conocida de su vida legendaria es la increíble cantidad de prodigios que protagonizó, en especial su enorme poder taumatúrgico, y los estigmas que le llagaron durante 50 años exactos. Para la mayoría de los santos, la causa de canonización recoge casi cinco cajones de documentación, que se presentan a la Congregación para las Causas de los Santos. En el caso del Padre Pío, ¡más de cien cajones de documentación se presentaron al inicio de su causa!

      Pero es inexacto emplear el pasado para referirse a esta fabulosa concentración de dones místicos y carismas sobrenaturales, porque si el Padre Pío goza hoy de una popularidad tan portentosa es debido a que –como ya hemos señalado– estos maravillosos dones que Dios le concedió los sigue derramando a manos llenas hoy día a todo aquel que le invoca con fe, y en cantidad incluso mayor que cuando vivía entre nosotros.

      Ciertamente, hay que reconocer que el principal atractivo del Padre Pío es la vistosa fenomenología mística que le acompaña, pero eso no serviría de nada –o, en el mejor de los casos, sólo constituiría un cebo para atraer a los

      inevitables curiosos y buscadores de misterios– si no hubiera en las multitudes que peregrinan a su tumba y le profesan veneración una verdadera «hambre» de Dios. Para saciar esta «hambre» se encarnó el Padre Pío entre nosotros, que representa para una humanidad sumida en las tinieblas el abrazo misericordioso de Dios.

      ¿Por qué el Padre Pío? Éste es el interrogante que origina las reflexiones de este libro, que van encaminadas a intentar responderlo. Sí, «¿por qué a ti, Padre Pío?», podíamos preguntar, parafraseando aquella pregunta que fray Maseo le hizo a san Francisco de Asís, cuando parecía quejarse de que se le hubieran dado tantas gracias, y a él no. ¿Por qué Dios derramó una cantidad tan abrumadora de gracias sobre un humilde fraile capuchino, que vivió toda su vida encerrado entre las paredes del convento más ignorado de Italia, ubicado en una región inhóspita, lejana y olvidada? Un pobre fraile que dedicó su vida a decir Misa y a confesar, que no escribió libros, que no fundó ninguna congregación, que no organizó campañas mediáticas, que no poseía ningún título ni dignidad. ¿Por qué este hombre ha sido el protagonista del más formidable movimiento de conversión de masas que ha conocido la cristiandad, ejerciendo una influencia espiritual inmensa sobre la Iglesia, trayendo la «luz de la resurrección» a una época marcada por el laicismo, por el materialismo craso, por la descristianización, por la crisis de fe?

      Y de este interrogante surge otro, su corolario, que apunta hacia el fin teleológico de su vida entre nosotros: ¿Para qué el Padre Pío? ¿Para qué modeló Dios un alma tan exquisita y nos la regaló a nosotros, los creyentes de esta época y de este mundo, amenazado y zarandeado por la mayor crisis de fe que ha sufrido la Iglesia? ¿Para qué vino a este mundo, para qué se encarnó en estos tiempos el mayor santo de la historia? ¿Qué plan misterioso y secreto se oculta bajo la vida del humilde fraile capuchino? ¿Cuáles son los mensajes y las enseñanzas que nos ofrece una vida tan extraordinaria a nosotros, los creyentes del tercer milenio? ¿Qué respuestas podemos encontrar en su testimonio de santidad a los problemas que asedian la Iglesia en nuestros días?

      Jesús vive

      El Padre Pío (Francesco Forgione era su nombre antes de hacer sus votos como capuchino), nació el 25 de mayo de 1887 en Pietrelcina, un humilde pueblo del sur de Italia, enclavado en una zona rural y agreste. Hizo profesión de sus votos perpetuos como fraile capuchino en 1907, y recibió la ordenación sacerdotal en agosto de 1910. Sin embargo, repetidos problemas de salud le obligaron a exclaustrarse durante un período de 6 años. Reintegrado a la vida en el convento, permanecería allí hasta su muerte, sin salir nunca de San Giovanni Rotondo.

      Dentro de su vocación sacerdotal, descubrió muy pronto que su carisma particular era entregarse para la salvación de las almas, en una auténtica misión corredentora. Su compasión, y su ferviente deseo de imitar a Jesús crucificado, fueron los pilares de su vocación: sufrir por la salvación de las almas. Para él, éste era el más acabado ejemplo de caridad. «Mi misión es consolar y aconsejar a los afligidos, especialmente a los afligidos de espíritu. ¡Oh, si pudiera barrer el dolor de la faz de la tierra!».

      Esa vocación sacrificial del Padre Pío tendrá su consumación en los estigmas. A finales de agosto de 1910, es decir, a los pocos días de su ordenación, empieza a sentir los primeros dolores en las manos y en los pies. Aunque al principio eran ocasionales, estos estigmas invisibles se hicieron permanentes más tarde, pero sin mostrarse al exterior, hasta que el 20 de septiembre de 1918 se hicieron sangrantes y continuos. Estuvo como «un crucificado sin Cruz», participando en los padecimientos de Cristo, durante cincuenta años exactos, ya que los estigmas le desaparecieron el 20 de septiembre de 1968.

      Desde el fenómeno de la estigmatización comenzaron a acudir multitudes de peregrinos a San Giovanni Rotondo, hasta que, al cabo de poco tiempo, el capuchino de los estigmas era mundialmente conocido. Entre esas masas de peregrinos el Padre Pío pudo llevar a cabo su tarea de salvar almas, pues muchos de los que acudían atraídos por lo sobrenatural o por pura curiosidad acababan de rodillas a sus pies, en conversiones fulminantes.

      Para desempeñar esa vocación, tuvo dos armas poderosas: los extraordinarios carismas que le concedió la gracia divina, y un amor «devorador» por Jesús y María, que le sostuvieron en el difícil desempeño de su misión sacrificial, la cual tenía su punto culminante en la celebración de la Eucaristía. Si la Misa es la renovación del sacrificio redentor de Cristo en la Cruz, el Padre Pío encarnó durante toda su vida esa actualización de la Pasión del Señor en el sacrificio eucarístico, que constituyó el eje de su ministerio sacerdotal, pues su asombrosa manera de celebrarla movía a la confesión y a la conversión. Pablo VI dijo que «una Misa del Padre Pío vale más que toda una misión».

      El Padre Pío pudo ejercer su misión sacrificial porque durante toda su vida fue un auténtico «varón de dolores». Se confirmaba así la intuición de sus primeros tiempos de sacerdote, cuando afirmaba: «El Señor me hace ver, como en un espejo, que mi vida futura no será más que un martirio».

      A los sufrimientos corporales que le causaban las continuas y misteriosas enfermedades que arrastraba desde la infancia, se añadirán las agotadoras jornadas en el confesionario (de hasta 16 horas diarias), que debilitaban un cuerpo ya de por sí martirizado por los estigmas, y por la escasez de comida y descanso. Por otro lado, empezó a padecer bien pronto los devastadores efectos de una «noche oscura» persistente, que le producía sufrimientos morales y espirituales.

      La otra gran prueba que experimentó fueron las dos persecuciones que sufrió en dos etapas de su vida (de 1923 a 1933, y de 1960 a 1964), obra de personas con autoridad que, guiadas unas veces por la lógica prudencia de la Iglesia ante los fenómenos sobrenaturales, y otras por pecados de envidia, calumnia, soberbia y codicia, fueron el instrumento del que Dios se valió para sacar a la luz otros dones extraordinarios del estigmatizado: la total obediencia a sus superiores, su perfecta humildad y su increíble paciencia.

      Como consecuencia de estas incomprensiones, se le impusieron una serie de medidas que limitaron mucho su ministerio sacerdotal: cambiar con frecuencia el horario de sus Misas, limitando su duración a 30 minutos, para dificultar la asistencia de los fieles; celebrar la eucaristía a solas, en la capilla del convento; no mantener correspondencia; poner impedimentos a su labor en el confesionario, prohibiéndole incluso confesar durante dos años, en los cuales llegó a ser un verdadero prisionero.

      Esta dura prueba hará que el Padre Pío añada a sus estigmas otra señal más de su conformidad con el Cristo doliente de la Pasión: la del justo perseguido, vejado y humillado.

      Con esta experiencia de ser un «varón de dolores» el Padre Pío elaboró una mística de la Cruz, que constituye el centro de su espiritualidad, el tema fundamental de su magisterio, y el núcleo de su misión. «El prototipo, el ejemplar en el cual es preciso mirarse y modelar nuestra vida es Jesucristo; pero Jesús

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