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la población urbana en las ciudades africanas y asiáticas como una amenaza para el orden mundial. Para este autor, tal vez por residir en Los Ángeles (una «anticiudad» para varios académicos que entendemos la ciudad en vectores y atributos que no se reducen a la acumulación de construcciones individuales), las formas urbanas de América Latina, de Asia y de África constituyen un planeta de «ciudades miseria».20 Este autor habla con cierto desprecio de ciudades híperdegradadas, de un «nuevo monstruo» urbano (la Región Metropolitana Río de Janeiro-São Paulo) y de una «ameba gigante», la Ciudad de México, que en esta visión catastrófica se ha «tragado» a Toluca (sic).21 La imagen de la capital mexicana como protozoario gigante que come ciudades ya es un exceso, pero lo es más la visión fantasiosa de que otra ciudad, Toluca, situada a más de 65 kilómetros de distancia, dividida por enormes áreas de bosques, ya es parte de un enorme continuo urbano. ¿Sabrá este «científico» angelino que en el año 2000 su urbe, Los Ángeles, era 3.77 veces más grande en términos de superficie, y que consume más energía productora de dióxido de carbono que la Ciudad de México?

      Jenks y Burguess se preocupan también por el crecimiento de la población en una «escala inimaginable» en las ciudades de los países en desarrollo, que hará consumir suelo, agua, energía y medio ambiente.22 Por curioso que parezca, estos autores europeos tampoco parecen diferenciar entre las sociedades de bajos ingresos y las sociedades consumistas del primer mundo, que, con un alto poder adquisitivo, consumen con voracidad suelo y energía no renovable, y son los responsables directos y mayoritarios del calentamiento del planeta. Así, por ejemplo:

      • Reconocen que 16.7% de la población mundial (Japón, Australia, Estados Unidos y la Unión Europea) producen 53.6% de las emisiones de dióxido de carbono en escala mundial.23

      • Van Susteren hace en su Atlas metropolitano mundial una clara diferenciación entre las megaurbanizaciones (muy extensas urbes que consumen suelo, infraestructura y energéticos) y las megaciudades, definidas de esta manera en función de la cantidad de habitantes.24 En esta investigación, por ejemplo, Los Ángeles y Nueva York, con 9.3 y 20.2 millones de habitantes, respectivamente, consumen casi dos y ocho veces más territorio que la Ciudad de México, que en 2000 tenía 17.2 millones de residentes y consumía 1 476 km2 de suelo (véase cuadro 1). Se hacía evidente aquí que la Ciudad de México (antes de la urbanización salvaje realizada desde 2000 con la política viviendista federal, que extendió de manera brutal las periferias urbanas) era una ciudad que ahorraba suelo consumiendo una extensión física apenas mayor que Berlín, pero con 4.5 veces más población que la capital alemana. Que la Ciudad de México era una urbe ahorradora de suelo e infraestructura era ya algo plenamente reconocido por autores como Eckhart Ribbeck.25

      CUADRO 1. DIMENSIÓN DEMOGRÁFICA Y FÍSICA DE ALGUNAS METRÓPOLIS EN 2000

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      Fuente: Elaboración propia con base en datos de Van Susteren, op. cit.

      • Por su parte, Sassen expone las consecuencias brutales del modelo de desarrollo económico neoliberal seguido hegemónicamente en el mundo, pero principalmente por las principales potencias económicas, que han producido tierra muerta y agua muerta, y son los principales productores del calentamiento global: sólo una nación, Estados Unidos, produce 50% de los gases con efecto invernadero.26

      Colegas residentes en países de habla inglesa critican también duramente esta visión apocalíptica en torno a las formas de urbanización de otras regiones del mundo que son consideradas anómalas. Así, por ejemplo, Ananya Roy se queja de que gran parte de la teoría urbana y regional se continúa reproduciendo basándose en la experiencia urbana de Estados Unidos y Europa, cuando el futuro urbano (con la mayor parte de la población urbana en el mundo) está ya en otra parte. Esas teorías anglo y eurocéntricas mantienen su enfoque de la urbanización del tercer mundo o del sur global como ciudades subdesarrolladas o anómalas, concentración de pobres, violencia y contaminación; en una palabra, un mundo de tugurios, etcétera.27

      Jennifer Robinson desafía las relaciones del poder colonial y neoimperial, cuyos supuestos se mantienen profundamente incrustados en la teoría urbana contemporánea, que concibe a «las ciudades del tercer mundo» con categorías residuales (megaciudades de desesperanza, declive, pobreza, etcétera), mientras que las ciudades de los países del «primer mundo» son creativas, inventivas, innovadoras o globales. La autora denuncia que Occidente (Europa y América del norte) asume como modernidad sus propios productos: religión, formas de Estado, sistemas democráticos de partidos políticos, sociedad consumista, prácticas culturales y formas urbanas, que son exportados a lugares concebidos como premodernos.28 Aquí, la supuesta dicotomía entre modernidad y tradición es una falsa disyuntiva, pues, como lo ha demostrado Eric Hobsbawm, la Europa moderna está cimentada en tradiciones inventadas en la época moderna.29

      El mundo es urbano —y, al parecer, lo seguirá siendo sin remedio—, sólo que la mayor parte de la población urbana mundial y su futuro se encuentran en América Latina, Asia y África.

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