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que en el siglo I de nuestra era los romanos construían ciudades con plazas públicas, mercados, complejos edificios para los espectáculos colectivos, termas y demás, y disponían de agua potable llevándola a través de acueductos, los bárbaros vivían en la edad de bronce. La herencia cultural y urbana latina (que constituye la polis y que hunde sus raíces en la πόλις griega) fue transmitida por el imperio romano a la Europa mediterránea y occidental, así como a Egipto y Asia occidental, mediante sus conquistas militares.2 Esta herencia urbana fue reproducida por los españoles en el llamado Nuevo Mundo, quienes al igual que los romanos conquistaron y (re)fundaron ciudades como parte de su estrategia de conquista territorial. A través de las ciudades hispanas de América, el urbanismo colonial pragmático, que algunos ven como renacentista, basado en retículas ortogonales (con manzanas cuadrangulares o rectangulares), retomó también algunos elementos del urbanismo prehispánico, como fueron las enormes plazas centrales en Ciudad de México o Quito, que más a menudo se reprodujeron en torno a los conventos para la evangelización de los indígenas.

      Esas antiguas ciudades han cambiado con el tiempo, igual que el concepto de ciudad. Por ello, para Mongin el uso de la palabra ciudad en el siglo XXI es obsoleto y también polisémico: sirve para nombrar entidades históricas y físicas muy diferentes como ciudad medieval, ciudad colonial, ciudad industrial, ciudad global, megaciudad, post-ciudad, ciberciudad, etcétera.3 Para Lefebvre, cada sociedad (re)produce su propio espacio que, en este caso, es urbano.4

      La ciudad es un artefacto construido de forma artificial por seres humanos no sólo para protegerse del medio hostil, sino para coexistir y vivir mejor. Para Park, una ciudad era mucho más que una aglomeración de individuos, servicios colectivos, instituciones y aparatos administrativos. La ciudad es un producto humano que se imbrica con los procesos vitales de la gente.5 La ciudad es un producto social e histórico. Es decir, la ciudad es una construcción social situada en el tiempo y una herencia cultural colectiva —en forma de patrimonio urbano. A diferencia de otras ciencias y disciplinas sociales, que conciben a la ciudad como un producto preexistente y un escenario en el que ocurren los procesos sociales, los urbanistas, geógrafos, planificadores territoriales, arquitectos, filósofos, etcétera, concebimos a la ciudad como un producto social que, a su manera, produce, condiciona e influye en los procesos sociales. Por ello, nosotros no sólo estudiamos la democracia en la ciudad, sino también la democracia de la ciudad: es decir, la equidad y la universalidad de la distribución de los recursos urbanos entre la población, tales como el suelo, la vivienda, el agua, el transporte, la centralidad, etcétera. Así, una ciudad no es un espacio o un contenedor inerte e inmutable ocupado por sujetos y objetos, sino un producto social derivado de las prácticas, las relaciones, las acciones y las experiencias sociales. Para Lefebvre el espacio urbano no es ni neutro ni apolítico, es un producto histórico y social, el lugar de la reproducción de las relaciones sociales de producción.6 Se trata de un espacio disputado en condiciones desiguales por diferentes actores sociales, políticos y privados que se apropian ese espacio para usarlo, habitarlo, explotarlo, dominarlo y/o controlarlo.

      La ciudad es un concepto con múltiples dimensiones que remite a un espacio físico construido por generaciones de individuos (conocida como urbs en el mundo latino), a una comunidad política de ciudadanos con derechos y obligaciones (conocida como civitas) y, asimismo, a una unidad político-administrativa que los griegos llamaban πόλις, es decir, polis.7 Conceptos clásicos de la ciencia política tienen su origen en las ciudades. La política tiene su origen en la polis y la ciudadanía en la civitas. A menudo se olvida que el concepto ciudadanía aludía de forma directa a los habitantes de la ciudad, mientras que los campesinos eran quienes residían en el campo y no en aquélla.8 Sin embargo, el concepto se separó de su origen para aludir a un conjunto de derechos humanos, conquistados en las ciudades, que se han universalizado en el territorio y alcanzan a toda la población sin importar si habita en áreas urbanas o rurales. Vista así, la ciudad es parte del proceso civilizatorio y de conquista de libertades y derechos humanos. En el medievo y el mundo feudal, la ciudad emergió como un lugar donde vivían los libres; mientras que en el siglo XIX, con la revolución industrial y la urbanización europea, la ciudad se convirtió en sinónimo de alta densidad de población, de diversidad y de heterogeneidad sociocultural en un pequeño espacio limitado.9 La ciudad era el lugar que permitía la cohesión y la coexistencia social, a pesar de los intereses individuales y divergentes de los sujetos que en ella se congregaban; la ciudad era una construcción colectiva que al mismo tiempo permitía la socialización y la individualización a partir de la tolerancia.10 Esa ciudad rompía con las tradiciones y los valores comunitarios y solidarios de la aldea y del campo, y era el escenario del anonimato y la indiferencia. La cultura urbana era sinónimo de sociedad, un artefacto artificial, mientras que la comunidad era sinónimo de organismo vivo.11 Pero, justamente por ello, la ciudad era el lugar que permitía a la gente ser libre de las ataduras de la comunidad rural y de la aldea. De aquí viene el proverbio alemán que decía: «El aíre de la ciudad hace libres a los hombres» (este proverbio está recogido en diversos textos, entre ellos el de Bookchin).12 Así, la ciudad se convirtió en sinónimo de diversidad sociocultural, de respeto, tolerancia, conquista de los derechos humanos y de las libertades humanas que integran a todos los habitantes en igualdad de circunstancias. Por ello la ciudad, nuestra herencia colectiva, nuestro patrimonio urbano, ha sido definida como un espacio público de interés común y general para la sociedad que la habita y para la población que la visita.13

      Sin embargo, estas cualidades de la ciudad no sólo han sido siempre más ideales que reales, sino que se han ido perdiendo en el transcurso de los últimos tiempos, en especial desde el tránsito del capitalismo keynesiano o del «Estado intervencionista» al capitalismo neoliberal, en el que, además del repliegue de lo público y de la privatización de lo común, las nuevas formas de urbanización —dispersas, difusas y distantes— han contribuido a hacer todavía más porosos los límites de la ciudad, mientras que nuevos artefactos urbanos se fragmentan y se aíslan del tejido urbano. Por ello, Françoise Choay afirma que, por paradójico que parezca, en un mundo urbanizado ha llegado la muerte de «la ciudad» (europea): ya no se construye ciudad, se construye urbanización. Para nuestra colega francesa, «la ciudad» era la unión indisoluble de un territorio delimitado y bien organizado (urbs), así como una comunidad de ciudadanos con deberes y derechos políticos (civitas); y, al mismo tiempo, la urbanidad era la relación recíproca entre un tejido urbano y una forma de convivencia. Pero dichos vínculos, al parecer inseparables, se han roto: nuevos asentamientos humanos se construyen en periferias cada vez más lejanas, los centros históricos (la antigua «ciudad») se despueblan, «turistifican» y «parquetematizan» en forma progresiva, mientras que las telecomunicaciones han transformado las relaciones que las sociedades mantenían con su espacio y su tiempo. Así, la interacción entre los individuos se ha «desterritorializado» y su pertenencia a las comunidades ya no se funda en la proximidad y en el espacio público urbano: calles, plazas, parques, etcétera.14

      En este sentido, Oliver Mongin afirma que lo que antes llamábamos «ciudad» ya no coincide con lo que ahora calificamos como urbano. La ciudad era un territorio circunscrito, finito y delimitado, que respondía a la cultura de los límites, que integraba y relacionaba a los diferentes, favorecía la mezcla social, la confluencia y el encuentro, mientras que la intrínseca conflictividad social estaba mediada por la urbanidad y la tolerancia.15 Sin embargo, desde hace décadas, esa ciudad, símbolo de la emancipación y de la integración social, se confronta ahora con una dinámica metropolitana y una globalización que dividen, dispersan, fragmentan, privatizan, descentralizan, separan, y crean nuevas y diversas jerarquías urbanas y territoriales que se sobreponen a la ciudad. Esto ya lo había advertido Bookchin, para quien los procesos de expansión metropolitana (la «metropolización») ya cuestionaban los límites de la ciudad y, con ello, la capacidad de la ciudad para integrar a los diversos.16 Así, irónicamente, en el siglo XXI, cuando la mayor parte de la humanidad habita en «ciudades», la realidad urbana está constituida por una ilimitada e indefinida expansión urbana periférica y metropolitana que se caracteriza por la segregación, la fragmentación y la emergencia de múltiples centralidades. Lo urbano ya no es

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