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la sentimos actual, tanto en su aspecto positivo como en su aspecto negativo. Es difícil ponerse de acuerdo sobre sus positividades y negatividades, y éste es un síntoma claro de su actualidad.

      Centró la historia en el choque entre la voluntad de poder y el deseo de libertad; y hoy nosotros palpamos en los hechos, después de tanto determinismo económico, el valor esencialmente político, en el sentido de la dominación, de la posesión de los medios de producción e intercambio. Reveló la antinomia entre gobierno y moral, afirmando que sólo pueden permitirse el lujo de obrar según su propia conciencia quienes no aspiren a imponerse sobre los demás. Quien pretenda gobernar (se refiere en forma especial al gobierno absoluto) y no sabe engañar, no sabe aggirare il cervello degli u omini,34 inevitablemente fracasa. Gobernar es un arte complicado que se basa en conocimientos psicológicos y en una sutil alternancia de crueldad e hipocresía, pero sobre todo en una absoluta frialdad, en una ausencia completa de sentimientos humanos, bajo una apariencia de normalidad moral y emotiva. Sobre esta base, hace del príncipe un poderoso retrato de una grandiosidad trágica, que supo apreciar más tarde Victorio Alfieri, el dramaturgo italiano del siglo de las luces, que fue tan popular en América Latina durante las revoluciones antiespañolas. El Saúl de Alfieri es el príncipe de Maquiavelo en plena crisis.

      La consecuencia natural de las premisas maquiavelinas es que el gobierno mejor es el que gobierna menos, el que se encuentra en mayor medida bajo el contralor del pueblo. Maquiavelo lo dice bien alto y varias veces en los Discursos, especialmente al referirse a los conflictos entre la plebe y el Senado en Roma. Hasta aquí, el aspecto que quien ama la libertad y aborrece las dictaduras considera positivo en Maquiavelo. Es el aspecto que lo hace resaltar como figura poderosamente original entre los pensadores políticos de su época.

      Pero este príncipe, que había sido estudiado a lo largo del libro con la imparcialidad de un naturalista que analiza el comportamiento de una especie animal, cobra de golpe en el último capítulo el carisma de salvador de la patria. Se le exhorta a hacerse héroe y a combatir por la justicia, se le promete, en este caso, la obediencia entusiasta de los pueblos. Este último capítulo ha llenado de entusiasmo a los patriotas italianos del siglo pasado. Se ha considerado, y se considera aún, que en él Maquiavelo se rescata de la inmoralidad de los capítulos anteriores, demostrando que los escribió en función de la finalidad superior de salvar a Italia de la ruina inminente. Y es —creo yo— todo lo contrario. Este capítulo, hermoso y apasionado, instrumentaliza el libro a posteriori, es heterogéneo respecto a él y revela el punto débil de ese poderoso panorama mental de Maquiavelo, en que se reflejaba toda la historia pasada como explicación de la contemporánea.

      Ese punto débil es el reconocimiento resignado de la eficacia de la fuerza bruta, en un momento de extrema tensión emocional, con la consiguiente disminución de lucidez. Todos dicen que este último capítulo es utópico; y lo es, pero no en el sentido que le da en este caso a la palabra la opinión más difundida. La unificación de la península no era una utopía en ese momento más que en el sentido fácil de que no se realizó. Maquiavelo tenía razón en pensar que ese era un momento excepcionalmente favorable. La utopía consistía en confiar, para eso, en “el príncipe”. Todos los que en Italia ejercían, en pequeña o gran escala, el poder unipersonal estaban dependiendo de una u otra de las grandes potencias extranjeras, inclusive Julio II, quien lanzó, contra los franceses, ese grito tan popular de “¡Fuera los bárbaros”, mientras se apoyaba en la creciente potencia española. Esta efímera justificación del príncipe en el terreno del “deber ser” hizo que Maquiavelo fuera considerado, ya en sus tiempos, como el teórico del despotismo. Es cierto que las comparaciones en terreno histórico son siempre peligrosas; pero a veces las experiencias que se viven en la historia contemporánea ayudan a entender el pasado. ¡Cuántos espíritus abnegados de nuestro tiempo, sedientos de libertad y de justicia, se han resignado a sacrificar la primera (inútil —se les dijo— a quienes no tiene pan) en aras de la segunda Les ha pasado, en el terreno de la justicia social, lo que le pasó hace cinco siglos a Maquiavelo en el terreno del patriotismo. Es la utopía autoritaria que se repite.

      UN DRAMA QUE SE REPITE

      La crisis política florentina de 1512 fue la tragedia de la vida de Maquiavelo. Para entenderla, habría que comparar su resistencia a la tortura con un soneto obsecuente que escribió desde la cárcel a Julián de Médici, la fría imparcialidad de El Príncipe con los reproches dramáticos a Pier Soderini por no haber actuado tempestivamente contra los partidarios de los Médici y con el apasionamiento dolorido de El asno de oro, todo esto con el auxilio de las cartas personales de ese momento. Entonces veríamos todo lo que hay de desesperado en el llamamiento del último capítulo de El Príncipe. Maquiavelo se aferra a su personaje trágico como, en nuestro inmediato ayer, en Barbusse, un Sartre, un Cesare Pavese se han aferrado al mito del poder al servicio de la justicia.

      Es un drama que se repite en la historia. Ya Julio César confió en la dictadura sin término para imponer la reforma agraria y no hizo sino fundar el imperio destinado a ser dominado por el latifundio. Pero en César estaba la componente de la ambición personal. Maquiavelo no era un político ambicioso, sino un escritor, y la gloria a que aspiraba era la de la lucidez en ver los hechos como son. Esa lucidez hace que la ilusión del principado positivo en él sea siempre efímera: veía demasiado claramente el dilema. Una última cita: “Realizar buenas reformas políticas requiere un hombre bueno y hacerse violentamente príncipe en una república requiere un hombre malo; por esto es difícil que acontezca que un hombre bueno quiera tomar el poder por el camino del mal por más que sea con una buena finalidad, y que un perverso, hecho príncipe, quiera obrar bien, y usar bien la autoridad mal adquirida”.35

      El haber sufrido ese problema, que es permanente en la historia, pero que es para nosotros particularmente agudo y atormentador, pues estamos viviendo una crisis en cierto modo homologa a la del siglo XVI, hace que sintamos a Maquiavelo casi como un contemporáneo. No llega a negar el poder; se limita a sentirlo trágicamente. Pero nos proporciona los elementos para juzgarlo, y es el único que lo ha hecho con tal implacable claridad. Quien lea El Príncipe y los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, nunca esperará justicia de ningún poder absoluto; la buscará donde no haya hombre que se encumbre sobre otro, condición necesaria —lo dice Maquiavelo hablando de los Suizos— para una “libre libertad”.

      NOTAS

      1 Francesco de Sanctis, Storia della letteratura italiana. Milano: Treves, II, p. 86.

      2 Ibidem, p. 56.

      3 Benedetto Croce, Materialismo storico. Bari: Laterza, Economia marxista, 1918, pp. 112-113.

      4 Charles Boulay, B. Croce jusqu’en 1911. Génève: Droz, 1981, p. 345.

      5 No creo que se pueda citar un pasaje determinado a este respecto, pero es el criterio que se desprende del conjunto de la obra maquiveliana y, en particular, de los primeros capítulos de los Discursos y de El Príncipe en su totalidad.

      6 Niccolò Machiavelli, Discorsi sulla prima deca di Tito Livio. I, 2.

      7 Como ejemplo entre muchos, Ibidem, I, 17 y 18.

      8 Esto resulta clarísimo en todos los escritos de Maquiavelo anteriores a 1512 (por ejemplo Decenal I, vv. 25-27, “Ritratto delle cose della Magna”, Discorsi... ya citado, libro I, etcétera). Después de esa fecha para él trágica, su lenguaje se hace más cauteloso pero el sentimiento republicano inspira evidentemente al resto de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio (típico es el segundo capítulo del segundo libro) y asoma en El Príncipe, en cuanto afloja la autovigilancia. Además del capítulo V, que será objeto de una consideración especial, podemos citar, como ejemplo de los indicios del republicanismo del autor, ocultos en la abundancia misma de argumentos en que se apoyan los preceptos dirigidos al “príncipe nuevo”, unas líneas del capítulo XII. Allí, en un contexto dirigido al príncipe para convencerlo de la eficacia de las milicias nacionales y de las desventajas que

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