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ver que al hacendado le volvía a faltar dinero tan pronto y también que esta falta le amargara tanto y le hiciera tan injusto. El señor Gresham le había atacado, pero, como estaba decidido a no pelearse con él, se abstuvo de contestar.

      El hacendado también permaneció en silencio unos minutos, pero como no estaba dotado para el silencio, pronto se vio obligado a volver a hablar.

      —¡Pobre Frank! —exclamó—. Estaría del todo tranquilo si no fuera por el daño que le he hecho. ¡Pobre Frank!

      El médico dio unos pasos, salió de la alfombra y, sacando la mano del bolsillo, la posó con suavidad en el hombro del señor.

      —Todo le saldrá bien a Frank —dijo—. No es absolutamente necesario que un hombre posea catorce mil libras al año para ser feliz.

      —Mi padre me dejó la propiedad entera y yo se la debería dejar entera a mi hijo. Pero usted esto no lo entiende.

      El médico entendía sus sentimientos perfectamente. El hecho, por otra parte, era que, a pesar de que se conocían desde hacía mucho, el hacendado no entendía al médico.

      —Ojalá pudiera, señor Gresham —dijo el médico—. Así se sentiría más feliz, pero no puede ser y, por tanto, se lo repito, todo le saldrá bien a Frank, aunque no herede catorce mil libras al año. Me gustaría que esto se lo dijera usted a sí mismo.

      —¡Ah, usted no lo entiende! —insistió el hacendado—. Usted no sabe lo que se siente cuando... ¡Ah, bueno! No tiene sentido molestarle con lo que no tiene arreglo. Quisiera saber si Umbleby anda por aquí.

      El médico volvía a estar de pie dándole la espalda a la chimenea y con las manos en los bolsillos.

      —¿No ha visto a Umbleby al entrar? —volvió a preguntar el señor.

      —No, no le he visto. Y si sigue mi consejo, no lo va a ver ahora y menos para algo referido al dinero.

      —Ya le he dicho que debo sacarlo de algún lado. Usted me ha dicho que Scatcherd no me lo va a prestar.

      —No, señor Gresham, yo no le he dicho esto.

      —Bueno, lo que ha dicho era igual de malo. Augusta se va a casar en septiembre y necesito dinero. He acordado con Moffat que le daré seis mil libras y que se las daré al contado.

      —Seis mil libras —repitió el médico—. Supongo que no es más de lo que necesita su hija. Pero, entonces, seis por cinco son treinta. Treinta mil libras son una cifra grande para reunir.

      El padre pensó que sus hijas menores no eran más que niñas y que aún quedaba mucho para solucionar el problema de las dotes matrimoniales. Ya era bastante con el problema actual.

      —Ese Moffat es un tipo quejica, pedigüeño —dijo el hacendado—. Supongo que a Augusta le agrada y, en lo tocante al dinero, es un buen partido.

      —Si la señorita Gresham le ama, eso es todo. Yo no le amo, pero yo no soy una joven dama.

      —Los De Courcy le quieren mucho. Lady de Courcy dice que es un perfecto caballero, muy estimado en Londres.

      —¡Oh! Si Lady de Courcy dice eso, por supuesto que está bien —dijo el médico con sarcasmo, que lanzó directamente al hacendado.

      Al señor no le gustaba ninguno de los De Courcy, en especial no le gustaba Lady de Courcy, pero aun así experimentaba cierta satisfacción por su relación cercana con el conde y la condesa y, cuando quería mantener la grandeza de su familia, a veces recurría débilmente a la grandeza de Courcy Castle. Sólo cuando hablaba con su esposa, invariablemente despreciaba las pretensiones de sus parientes nobles.

      Después de esto, ambos hombres permanecieron en silencio un momento y luego el médico, reanudando la conversación que les había llevado a la sala de lectura, observó que, como Scatcherd estaba en el campo —no dijo que se hallaba en Boxal Hill por no herir los oídos del hacendado—, tal vez sería una buena idea ir a visitarle y averiguar de qué modo podía arreglarse lo del dinero. No había duda, prosiguió, de que Scatcherd le proporcionaría la suma requerida a un interés menor que el que le podría procurar Umbleby.

      —Muy bien —dijo el señor—. Lo dejaré en sus manos entonces. Creo que bastará con diez mil libras. Y ahora me iré a vestir para la cena.

      Así el médico le dejó.

      Quizás suponga el lector que el doctor Thorne tenía algún interés pecuniario al conseguir los préstamos del hacendado. O, de algún modo, piense que el señor lo haya creído así. Ni lo más mínimo. Ni él tenía tal interés, ni el señor creía que lo tuviese. Lo que el doctor Thorne hacía, lo hacía por cariño. Lo que el doctor Thorne hacía, el hacendado sabía que lo hacía por cariño. Pero el propietario de Greshamsbury era un gran hombre en Greshamsbury y a él le incumbía mantener la grandeza de su señorío cuando discutía de sus asuntos con el médico del pueblo. Esto lo había aprendido de su relación con los De Courcy.

      Y el médico —orgulloso, arrogante, contradictorio, cabezota—, ¿por qué permitía que lo despreciaran? Porque sabía que el propietario de Greshamsbury, cuando se enfrentaba con las deudas y la pobreza, necesitaba de su indulgencia por su debilidad. Si el señor Gresham estuviera en una situación más fácil, el médico no estaría de ningún modo tan tranquilo con las manos en los bolsillos ni tendría encima al señor Umbleby. El médico quería al hacendado, le quería como su más antiguo amigo, pero le quería diez veces más por estar en la adversidad que si las cosas le hubieran ido bien en Greshamsbury.

      Mientras esto sucedía abajo, Mary estaba sentada arriba con Beatrice Gresham, en la clase. La antigua clase, así llamada, era ahora un salón para uso de las jóvenes damas de la familia, mientras que uno de los antiguos cuartos infantiles era ahora la clase actual. Mary conocía muy bien el camino a este lugar y, sin hacer preguntas, se dirigió allí en cuanto su tío se reunió con el señor. Al entrar en la habitación se encontró con que Augusta y Lady Alexandrina estaban también allí y vaciló un momento en la puerta.

      —Entra, Mary —dijo Beatrice—. Ya conoces a mi prima Alexandrina.

      Mary entró y, tras haber estrechado las manos de las dos amigas, se inclinó ante la dama cuando la dama se dignó tender la mano para tocar los dedos de la señorita Thorne.

      Beatrice era amiga de Mary y dio a su madre, para que consintiera tal amistad, muchos quebraderos de cabeza y mucha ansiedad. Pero Beatrice, con sus defectos, era sincera de corazón, e insistió en querer a Mary a pesar de las insinuaciones frecuentes de su madre acerca de la impropiedad de tal afecto.

      Tampoco tenía Augusta nada en contra de la compañía de la señorita Thorne. Augusta era una muchacha de carácter, con la arrogancia de los De Courcy, pero tendía a demostrarlo en oposición a su madre. Sólo a ella en la casa mostraba Lady Arabella mucha deferencia. Ahora iba a hacer una buena boda con un hombre de gran fortuna, que su tía, la condesa, había elegido para ella como un buen partido. Ella no pretendía, ni lo había pretendido, mostrar que amaba al señor Moffat, pero sabía, decía, que en el estado actual de los asuntos de su padre, tal boda era conveniente. El señor Moffat era un joven de enorme fortuna que estaba en el Parlamento, propenso a los negocios y en todos los aspectos recomendable. No era un hombre de noble cuna, lo cual era de lamentar —al confesar que el señor Moffat no era un hombre de noble cuna, Augusta no fue tan lejos como para admitir que fuera el hijo de un sastre; tal era, no obstante, la dura verdad del asunto, pero en el estado actual de los asuntos de Greshamsbury, ella comprendió bien que era su deber posponer sus propios sentimientos al respecto. El señor Moffat aportaría fortuna; ella aportaría la sangre y las relaciones. Y al decir esto, su corazón experimentaba una sensación de orgullo pensando que ella podría ayudar mucho a su futuro esposo.

      Por eso la señorita Gresham hablaba de su boda con sus queridas amigas, por ejemplo sus primas las De Courcy, con la señorita Oriel, con su hermana Beatrice e incluso con Mary Thorne. No sentía entusiasmo, lo admitía, pero creía que tenía buen juicio. Creía que manifestaba buen juicio al aceptar el ofrecimiento del señor Moffat, aunque no fingiese ni amor ni afecto.

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