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allí, permanecen. Se ha establecido que a finales del siglo XIV y principios del XV los ancianos representaban el 15% de la población, aunque, por ejemplo, en Inglaterra en ese momento la esperanza de vida era de 20 años y un hombre de 40 años era considerado viejo.

      En la época del Renacimiento se rechazó lo “senil” y lo “viejo”, se evadió el tema de la muerte, se dio una imagen melancólica de la persona mayor e incluso se le atribuyeron artimañas, brujerías y enredos. El Renacimiento libró una batalla encarnizada contra la vejez. El envejecimiento era el enemigo por excelencia, mínimamente contrarrestado por la permanencia del estereotipo de la sabiduría.

      La vejez, invencible absoluta, se consideraba detestable y fascinante. En consecuencia, se utilizaron todos los medios disponibles para prolongar la juventud: medicina, magia, brujería, fuente de la juventud, utopía. El hombre oscilaba entre la lamentación y la inventiva. Vejez y muerte eran escandalosas, las dos van de la mano, la una anuncia la otra. A partir de aquí, la cara del anciano empezó a percibirse, ante todo, como la máscara de la muerte. Con la vejez se pierden todas las virtudes del hombre ideal: belleza, fuerza, espíritu de decisión, capacidad intelectual. La vejez priva del amor y de los place-res terrestres, es sufrimiento y debilidad, es el mal que todos sueñan suprimir.

      Mas tarde, durante el período Barroco adquirieron la máxima actualidad y cultivo los temas del control de los vicios y pasiones, el perfeccionamiento constante en la vida y, en la vejez, el problema de la muerte.

      En el siglo XVI aún no se comprendían ni la vejez ni el envejecimiento, y médicos y científicos se dedicaron a encontrar recetas que protegieran del envejecimiento. Los regímenes saludables, los elixires alquímicos y toda suerte de consideraciones mágicas y religiosas entraron en boga, muchas de estas recetas perduran aún.

      En cuanto a la vejez, para Montaigne un destino personal que el hombre debe aceptar, ya no hay armonía entre cuerpo y espíritu, el primero domina el segundo impidiéndole sus proyectos y grandes perspectivas. Así el hombre debe reducir su papel, hacerse discreto y prepararse para la muerte con estoicismo y sin remordimientos inútiles. Por su parte Shakespeare, da a la vejez una dimensión intemporal y universal. Es la culminación de la vida, pero una culminación trágica: fealdad, sufrimiento, enfermedad y regreso a la infancia.

      Estas consideraciones llevan a afirmar que, contrariamente a lo que se pensaba en la Edad Media, en el Renacimiento la edad y el envejecimiento son temas que preocupan más allá de consideraciones abstractas, cósmicas o naturales y se intenta dar una definición precisa de vejez no relacionada con la edad. La academia francesa en 1680 juzgó necesario rodear la palabra vejez de criterios apreciativos más exactos que la edad: avaro, celoso, decrépito, o a la inversa, bueno, sabio u honorable.

      A partir del siglo XVII, la literatura, la medicina, las cifras, las encuestas, posibilitan un estudio detallado de la historia del envejecimiento y de su papel en la sociedad. Desde este siglo, las edades de la vida se volvieron un tema popular, especialmente gracias a la multiplicación de grabados y almanaques, lo que llegó a su apogeo en el siglo XIX.

      En el siglo XVIII las fuentes de la historia de la vejez cambiaron radicalmente, pasaron de ser puramente apreciativas a ser objetivas. Así, durante el siglo XVIII el imaginario desaparece, la vejez responde, de ahora en adelante, a edades reales y los ancianos empiezan a existir más allá de las abstracciones. Se habla del inicio de la aritmética política, es decir los cálculos al servicio del estado, cuyo propósito no solo es contar la población, sino también comprender sus estructuras. Se empezaron a generar estadísticas poblacionales en algunos países de Europa, dos ejemplos ilustran esta situación: Holanda contaba con 10,7% de la población mayor de 60 años y 4,36% mayor de 80 años. En Suecia 8,5% de la población era mayor de 60 años y, por primera vez en la historia, la proporción de mujeres era mayor. Sin embargo, aun la esperanza de vida al nacer era muy baja, 33 años.

      Si se generalizan los datos conocidos, queda claro que, en la Europa poblada de principios del siglo XVIII, incluyendo Rusia, había alrededor de 120 millones de habitantes, de 5 a 7% mayores de 60 años, al final del mismo siglo, representaban entre 8 y 10% del total. Estos cambios en las proporciones llevaron a modificaciones en torno a la vejez y el envejecimiento: si antes se preguntaba cómo se puede ser anciano, ahora la cuestión era cuál es el papel y cuál es el lugar de los ancianos en la sociedad.

      El gran mérito del siglo XVIII es que tuvo en cuenta a los ancianos. Más allá de las medidas individuales de retiro y las enfermerías de convento, apareció una política de asistencia pública o privada en la mayoría de los países europeos cuyo objetivo fue luchar contra la segregación por la edad. Aparecieron los hospitales generales para ancianos en los cuales se podían instalar con algunos bienes personales. Estos hospitales cumplen una función social. En toda Europa se crearon instituciones como asilos, pensiones y casas, con variadas legislaciones y sistemas de financiación. Así, la vejez se impuso en las mentalidades y las instituciones. Fue aceptada, apreciada y protegida. Este siglo puede ser considerado como el siglo del optimismo.

      Si el siglo XVIII corresponde al reconocimiento de los ancianos, el siglo XIX es el tiempo de su consolidación. En tiempos de revolución industrial, todas las estructuras sociales se modificaron, uno de los primeros hechos que marcaron la diferencia fue el éxodo rural, los hijos migraron del campo a la ciudad o de Europa hacia América, dejando solos a los padres. En la segunda mitad del siglo, en Europa, cerca de la mitad de las parejas de ancianos en el campo vivían solas. También había familias que compartían la residencia, sin embargo, a nivel rural, la cuestión de los bienes fue la clave de las relaciones, une vez privado de sus bienes, el anciano era privado de autoridad y corría el riesgo de ser rechazado.

      En este siglo, hay tres figuras importantes: la caridad privada, la asistencia y la seguridad (los seguros). La primera, la caridad privada tiene una dimensión excepcional, se crearon una serie de instituciones religiosas y laicas para dar asistencia a los ancianos menos favorecidos. La segunda, la asistencia que complementa esta caridad privada es evidente por la multiplicación de hospicios y el desarrollo de actividades en instituciones hospitalarias, aunque aún se confundía a los ancianos con los pobres. También aparecieron ayudas de otro tipo, por ejemplo, las oficinas de bienestar en Francia, las cuales ofrecen ayuda a los indigentes mayores de 75 años, distribuyen pan, carne y combustible y, en ocasiones dinero. La tercera, la seguridad preventiva apareció antes de la idea del retiro o jubilación, una seguridad basada en el ahorro y la subvención. El progreso definitivo se dio primero en la Alemania de Bismarck, mediante la ley de 1881 que imponía a los obreros que ganaban menos de 2000 marcos, un seguro obligatorio que les garantizaba una pensión de invalidez, esta se amplió a pensión de vejez en 1889, a partir de los 65 años. Esta iniciativa inspiró a otros países, sin embargo, en un principio había muchas reticencias, pues se confundían las nociones de seguro, asistencia y retiro.

      Pero el siglo XIX no escapa a la regla: las percepciones de la vejez también en este tiempo fueron contradictorias. La diferencia es que ya no estaban marcadas por la abstracción, por tanto, no se derivaban de la moral, la filosofía o la religión. Se reconoció la vejez como una etapa de la vida, con un valor específico y diferente a la edad adulta. Pero es en el siglo XX, a partir de los cambios demográficos y de la importancia numérica de los ancianos, que la vejez y el envejecimiento se establecieron en el mundo entero como una realidad.

      En América, en los pueblos prehispánicos, como en otras culturas a lo largo de la historia antigua, se relacionaba la ancianidad con la sabiduría. En la cultura

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