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      —A veeeeeer, lo conocí en el campamento. Esta noche he quedado con él para tomar algo en... Bueno, no sé dónde.

      —Ya, ya. Bueno, ten cuidado.

      —¿Por qué? —me interesé. ¿Sabía algo que quizá yo no?

      —Porque las mujeres sois raras y los hombres somos como somos.

      —No es nada serio, ¿creo? —musité—. ¿Qué más te da? ¿Es que tengo que informarte de todo lo que hago?

      —No te pongas así, fiera. Solo me preocupo por ti.

      —Oído, capitán.

      —Hablando de eso, ¡este año voy a ser capitán!

      Qué asco la gente que hace cosas. Otra cosa no, pero mi hermano tenía más títulos que un conde. Era monitor de campamentos, profesor de inglés y alemán..., además era entrenador de Crossfit, socorrista, tenía el título de tiro con arco, de caza, sabía cualquier cosa de mecánica, de diseño de interiores y, ahora, capitán. «Hola, soy Olivia. Sé hacer el pez con la boca y al menos no soy daltónica».

      Fue una noche agradable, había música y mis padres bailaban, era la velada perfecta de verano. Fui a darme una ducha para quitarme el olor a churrasco. Me puse una falda tobillera de algodón color beige con abertura en una pierna, un crop top blanco y una diadema con lazo a juego con la falda. Me calcé unas sandalias romanas hechas a mano de cuero con lazos hasta la rodilla y salí pitando de casa; eran las ocho pasadas. Cuando llegué al portal, ahí estaba Rodrigo más guapo y elegante que nunca. ¿Era este el Rodrigo que había conocido en el campamento? Llevaba una camisa blanca remangada, unos pitillos azul marino y unas deportivas blancas clásicas. Llevaba el pelo alborotado que se adivinaba recién salido de la ducha, medio húmedo. Y, otra vez, la barba sin afeitar.

      —¿Siempre vas así de desastrada cuando sales con la gente?

      —Hola, eh... Es lo que se lleva, ¿qué te pasa? —Le administré un suave codazo en las costillas.

      —Estás muy guapa, pero llegas tarde.

      —Tú también. Disculpa, de las barbacoas familiares uno sabe cuándo entra, pero no cuándo sale...

      Me dio un beso en la mejilla. Sonreí. Fuimos caminando hasta el coche y Rodrigo condujo durante cerca de media hora. Le pregunté amablemente que dónde íbamos y no articuló palabra, así que empecé a decir sitios al azar. Puede que en Madrid no hubiera playa, en eso estamos de acuerdo, pero las posibilidades son infinitas, claro.

      Llegamos a un lugar muy oscuro de tierra que parecía el parking de un restaurante. Cuando alcanzamos la puerta, vi una terraza y oí música. Rodrigo dijo su nombre al muchacho que estaba en la entrada, extendió su mano para ir detrás de mí y atravesamos un pasadizo con muy poca luz hasta llegar a un lugar al aire libre. Se trataba de un restaurante a las afueras de Madrid que, obviamente, solo abre en verano y parecía... llamémoslo especial. En lugar de mesas, tenía cojines gigantes como asientos en mesas bajas de madera y muchas luces de colores. Había una mujer con una guitarra y un perro al lado que en ese momento estaba cantando «La Vie en Rose» de Edith Piaf y me pareció superromántico y acertado. No tuve más remedio que reconocer que Rodrigo tenía un gusto exquisito y, aunque no nos conocíamos mucho, empezaba a gustarme de verdad.

      Nos acomodamos en un rinconcito del restaurante con vistas a la ciudad que, aun en la lejanía, nos avisaba de que seguía despierta con sus millones de luces. Miramos la carta: Rodrigo se pidió un bacalao confitado gratinado con alioli de pera y azúcar mascabado y yo, un solomillo del Pirineo braseado con vegetales asados. Compartimos una botella de vino. La comida estaba deliciosa, el vino era exquisito y el ambiente era inmejorable.

      —Vaya, ¿es esto lo que me querías enseñar? —pregunté coqueta, colocándome el pelo detrás de la oreja y subiendo la cabeza.

      —Bueno, en parte sí. Pero hay algo más... —confesó, sonriendo y bajando la mirada al mismo tiempo. Parecía nervioso.

      —Me lo estoy pasando genial, me encanta ese sitio, la comida es increíble y...

      Y Rodrigo me besó. Así, de repente, lo volvió a hacer. Me besó con pasión y yo le respondí. Fue un beso intenso, con sentimiento, largo, suave y sensual. De esos en los que te quedarías toda una vida.

      —¿Siempre besas a la gente así, sin preavisar?

      —¿Es que acaso hay otra manera?

      Sonreí. Touché.

      —Eso era lo otro que te quería decir —susurró.

      —Mmm, ya. A ver... —Evidentemente estaba nerviosa, no conocía demasiado a Rodrigo y me sentía ruborizada y creía estar flotando en una nube.

      —Olivia, me gustas mucho y, aunque no nos conocemos desde hace mucho, siento que me gustaría conocerte más. Lo cierto es que no puedo dejar de pensar en ti.

      Sonreí, apartándome el pelo de la cara. Le devolví el beso, pero esta vez mucho más intenso. Y mientras sonaba una versión acústica de «Have You Ever Seen the Rain» de Rod Stewart, le dije que sentía lo mismo. Me dejé llevar por las luces, el vino, la buena música y el ambiente. Quizá la vida en la ciudad no estaba tan mal. Pasamos esa velada estupenda.

      Y quizá ese fue el error. El universo tiene a menudo unos planes absurdos que, con el tiempo, empiezas a comprender por qué los hace así.

      ***

      El verano por fin daba sus últimos estertores cuando las primeras hojas secas empezaron a caer, a finales de septiembre. Esa época en la que hace calor por el día y por la noche tienes que sacar el forro polar térmico y prenderte fuego.

      El frío y yo nunca nos hemos llevado bien. Duermo con edredón nórdico de plumón de pato hasta en agosto. No digo más. Hay dos tipos de personas en el mundo, las que se duchan con agua templada y las que se bañan en el infierno y quieren ver el mundo arder. Era casi octubre, habían pasado varias semanas desde que Rodrigo y yo nos habíamos visto casi cada día: paseábamos, bebíamos cerveza en las terrazas de Malasaña, nos hacíamos compañía y pasábamos los días juntos, besándonos, cogidos de la mano y sonriendo. Éramos felices, al menos yo lo era.

      Llegó el día en el que tuve que hacer las maletas para mudarme a un piso cerca de la universidad. Me iba a vivir con gente totalmente desconocida con la que iba a compartir unos cinco años de mi vida, casi na. Es cierto que vivía en la misma ciudad en la que estudiaba, pero era mucho más cómodo poder levantarme e ir caminando a las clases. Madrid —y cualquier ciudad— hacen que pierdas un total de veinte días al año en desplazarte de un lugar a otro. No sé si veinte días porque me lo acabo de inventar, pero no hace falta hacer muchas cuentas sabiendo que pierdes casi tres horas al día en transporte público. Por eso decidí alquilar un piso con otras estudiantes; creo que la calidad de vida la ganas cuando no tienes que perder más de diez minutos en ir hasta tu destino cada día. Y así lo hice.

      Conocí a Vanesa y a Nerea; ambas estaban a punto de licenciarse en Medicina y, por supuesto, eran mayores que yo. Vanesa era pequeña y con curvas pronunciadas, tenía el pelo negro azabache y los ojos a juego con el color de su cabello. Tenía la piel clara y unas manos enormes. Nerea, sin embargo, era lo contrario: rubia, alta y muy delgada. Tenía los ojos azules y el pelo muy rizado. Ambas se conocían desde que empezaron la carrera y, aunque no estaban en el mismo grupo de amigos, se llevaban estupendamente. Las dos me recibieron con dos besos cálidos de bienvenida, me enseñaron mi habitación y me ofrecieron un tapeo en casa para festejar que por fin seríamos tres en el piso.

      Como era temprano, me puse a limpiar la habitación de arriba abajo. Era pequeña, pero para mí tenía un encanto especial. El piso estaba situado en una gran avenida, en un edificio alto, por lo que el ruido no era un problema. La estancia era totalmente rectangular: cabían una cama, un escritorio, una estantería y un armario empotrado, thank God. Sin embargo, lo que más me gustaba era la luz que entraba. La habitación recibía la luz del sol hasta las cuatro de la tarde y eso era una maldita maravilla. Tenía mi propio cuarto

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