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      —¿Objetos?

      —Sí.

      —¿Puede ser más concreto?

      —Objetos —dijo—, que lo señalan a usted.

      —¿Me señalan como qué?

      —¿Es fiscal del distrito?

      Por fin Dillon, el Ladrillo, había hablado.

      —Soy fiscal del condado —dije.

      —Lo que sea. —Adelantó el cuello y señaló mi pecho—. Empieza a tocarme las pelotas.

      —¿Disculpe?

      Dillon se acercó a mi cara.

      —¿Le parece que estamos aquí para una lección de semántica o qué?

      Creí que se trataba de una pregunta retórica, pero él esperó. Finalmente dije:

      —No.

      —Pues escuche. Tenemos un cadáver. El tipo está relacionado con usted de una forma consistente. ¿Quiere venir y ayudarnos a aclarar esto o quiere seguir con los juegos de palabras que le hacen parecer tan sospechoso?

      —¿Con quién cree que está hablando exactamente, detective?

      —Con alguien que se presenta a las elecciones y no desearía que nosotros fuéramos con esto directamente a la prensa.

      —¿Me está amenazando?

      York intervino.

      —Nadie está amenazando a nadie.

      Pero Dillon había dado en el clavo. La verdad era que mi designación en el cargo sólo era temporal. Mi amigo, el actual gobernador de Nueva Jersey, me había nombrado fiscal en funciones del condado. También se hablaba en serio de que me presentara al Congreso, tal vez incluso a un escaño vacante en el Senado. Mentiría si dijera que no tenía ambiciones políticas. Un escándalo, aunque sólo fuera la percepción de un escándalo, no me ayudaría en absoluto.

      —No sé en qué puedo ayudar —dije.

      —Tal vez no pueda o tal vez sí. —Dillon hizo rotar el ladrillo—. Pero desea ayudar si puede, ¿no?

      —Por supuesto —dije—. Vaya, no deseo tocarle las pelotas más de lo estrictamente necesario.

      Casi le hizo sonreír.

      —Pues suba al coche.

      —Esta tarde tengo una reunión importante.

      —Ya habrá vuelto para entonces.

      Esperaba encontrarme un Chevy Caprice desvencijado, pero el coche era un Ford nuevo. Me senté detrás. Mis dos nuevos amigos se sentaron delante. No hablamos en todo el trayecto. Había tráfico en el puente George Washington, pero encendimos la sirena y nos colamos entre los coches. Al cruzar al lado de Manhattan, York habló.

      —Creemos que Manolo Santiago podría ser un alias.

      —Ya —dije, porque no se me ocurrió nada mejor que decir.

      —La verdad es que no tenemos una identificación positiva de la víctima. Le encontramos anoche. En su permiso de conducir dice Manolo Santiago. Lo hemos investigado. No parece ser su nombre auténtico. Hemos buscado sus huellas dactilares. Nada. Así que no sabemos quién es.

      —¿Pero creen que yo sí?

      No se molestaron en responder.

      La voz de York era tan informal como un día de primavera.

      —¿Es usted viudo, señor Copeland?

      —Sí —dije.

      —Debe ser difícil criar a una hija solo.

      No dije nada.

      —Sabemos que su esposa murió de cáncer y que usted ha creado una fundación para promover la investigación de esa enfermedad.

      —Ajá.

      —Admirable.

      Como si pudieran saberlo.

      —¿Debe sentirse raro? —dijo York.

      —¿Por qué?

      —Por lo de estar al otro lado. Normalmente es usted el que hace las preguntas, no el que las responde. Tiene que parecerle raro.

      Me sonrió por el retrovisor.

      —¿Eh, York? —dije.

      —¿Qué?

      —¿Tiene un cartel o un programa? —pregunté.

      —¿Un qué?

      —Un cartel —dije—. Para que vea sus anteriores papeles, sabe, antes de que le tocara el codiciado papel de «poli bueno».

      York soltó una risita.

      —Sólo digo que es raro. ¿Le ha interrogado alguna vez la policía?

      Era una pregunta con trampa. Debían saberlo. Cuando tenía dieciocho años, trabajé como monitor en un campamento de verano. Cuatro campistas —Gil Pérez y su novia, Margot Green, Doug Billingham y su novia, Camille Copeland (es decir, mi hermana)— se adentraron en el bosque una noche.

      Nunca volvieron a verles.

      Sólo se hallaron dos de los cuatro cadáveres. Margot Green, de diecisiete años, fue hallada degollada a cien metros del campamento. Doug Billingham, también de diecisiete, apareció a un kilómetro de distancia. Tenía varias puñaladas, pero la causa de la muerte era el degollamiento. Los cadáveres de los otros dos —Gil Pérez y mi hermana, Camille— nunca aparecieron.

      El caso salió en los titulares. Wayne Steubens, un monitor de buena familia del campamento, fue arrestado dos años más tarde —tras su tercer verano de terror—, pero no hasta que hubo asesinado a cuatro adolescentes más. Le bautizaron como «Monitor Degollador» y otras tonterías por el estilo. Las siguientes dos víctimas de Wayne fueron halladas cerca de un campamento de exploradores en Muncie, Indiana. Otra de las víctimas estaba en uno de esos campamentos omnipresentes cerca de Vienna, Virginia. Su última víctima había estado en un campo de deportes de Poconos. Casi todas las víctimas fueron degolladas. A todas las habían enterrado en el bosque, a algunas antes de morir. Sí, enterradas vivas. Se tardó mucho en localizar los cadáveres. Al chico de Poconos, por ejemplo, tardaron seis meses en encontrarlo. Los expertos creen que en las profundidades del bosque pueden haber todavía más enterrados.

      Como mi hermana.

      Wayne no ha confesado nunca, y a pesar de estar en una cárcel de máxima seguridad desde hace dieciocho años, insiste en que no tuvo nada que ver con los cuatro asesinatos que fueron el principio de todo.

      Yo no le creo. El que todavía quedaran dos cadáveres por descubrir daba pie a especulaciones y a un halo de misterio. Daba más protagonismo a Wayne. Creo que le gusta. Pero esa incertidumbre, ese atisbo de esperanza, duele una barbaridad.

      Quería a mi hermana. Todos la queríamos. La gente suele pensar que la muerte es lo más cruel. Pero no lo es. Al cabo de un tiempo, la esperanza es un sentimiento mucho más doloroso. Cuando se lleva tanto tiempo conviviendo con ella, con el cuello todo el tiempo en la tabla de cortar, con el hacha levantada sobre ti desde hace días, después meses, y luego años, anhelas que caiga y te seccione la cabeza. Todos creen que mi madre se marchó porque mi hermana fue asesinada. Pero la verdad es precisamente lo contrario. Mi madre nos dejó porque nunca pudimos probarlo.

      Deseaba que Wayne Steubens nos dijera qué había hecho con ella. No sólo para darle sepultura como es debido y todo eso. Estaría bien, pero aparte de esto, la muerte es una pura y destructiva bola de demolición. Te golpea, te aplasta y empiezas a reconstruir.Pero no saber —esa duda, ese rayo de esperanza— convierte a la muerte en algo parecido a las termitas o a alguna clase de germen implacable. Te devora desde dentro. No puedes detener la podredumbre. No puedes reconstruir porque la duda sigue consumiéndote.

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