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La cogí con ambas manos y sentí cómo mis dedos se hundían en el pan.

      —¿Señor Copeland?

      No reconocí al joven que estaba de pie a mi lado.

      —Si no le importa, intento almorzar —dije.

      —Esto es para usted.

      Dejó una nota sobre la mesa y se marchó. Era una hoja de un cuaderno amarillo doblada en un pequeño rectángulo. Lo desdoblé.

      Por favor, reúnase conmigo en el último reservado a su derecha.

      EJ Jenrette

      Era el padre de Edward. Miré mi amada hamburguesa. Me devolvió la mirada. No soporto comer la comida fría o recalentada. Así que me la comí. Me moría de hambre. Intenté no devorarla. La cerveza estaba buenísima.

      Cuando terminé, me levanté y fui hacia el último reservado a mi derecha. EJ Jenrette estaba a la mesa. Tenía un vaso de algo que parecía whisky delante de él. Rodeaba el vaso con ambas manos, como si intentara protegerlo. Tenía los ojos clavados en el líquido.

      No levantó la cabeza cuando me senté frente a él. Si estaba preocupado por mi tardanza —vaya, si es que la había notado— lo disimulaba muy bien.

      —¿Quería verme? —pregunté.

      EJ asintió. Era un hombretón, del tipo atlético, con una camiseta de diseño que parecía estrangularle el cuello. Esperé.

      —Tiene una hija —dijo.

      Esperé.

      —¿Qué haría para protegerla?

      —De entrada, nunca la dejaría ir a una fiesta en la fraternidad de su hijo.

      Levantó la cabeza.

      —No tiene gracia.

      —¿Hemos terminado?

      Dio un buen trago a su bebida.

      —Le daré a la chica cien mil dólares —dijo Jenrette—. Donaré a la asociación benéfica de su esposa otros cien mil.

      —Estupendo. ¿Quiere extender los cheques ahora?

      —¿Retirará los cargos?

      —No.

      Me miró a los ojos.

      —Es mi hijo. ¿De verdad quiere que pase los próximos diez años en la cárcel?

      —Sí. Pero el juez decidirá la sentencia.

      —Sólo es un chico. Como mucho, se dejó llevar.

      —Tiene una hija, ¿no, señor Jenrette?

      El señor Jenrette miró su bebida.

      —Si un par de chicos negros de Irvington la cogieran, la metieran en una habitación y le hicieran esas cosas, ¿le gustaría que el asunto se escondiera debajo de la alfombra?

      —Mi hija no es estríper.

      —No, señor, no lo es. Tiene todos los privilegios en la vida. Tiene todas las ventajas. ¿Para qué iba a desnudarse?

      —Hágame un favor —dijo—. No me venga con rollos socioeconómicos. ¿Está diciendo que porque era pobre no tenía otra salida que dedicarse a la prostitución? Por favor. Es un insulto para las personas desfavorecidas que han trabajado para salir del gueto.

      Arqueé las cejas.

      —¿El gueto?

      No dijo nada.

      —¿Vive en Short Hills, no, señor Jenrette?

      —¿Y?

      —Dígame —dije— ¿cuántas de sus vecinas eligen desnudarse o, como dice usted, prostituirse?

      —No lo sé.

      —Lo que Chamique Johnson haga o no haga es totalmente irrelevante respecto a que la hayan violado. Eso no lo decidimos nosotros. Su hijo no decide quién merece ser violado. Pero la verdad es que Chamique se desnudaba porque tenía unas opciones limitadas. Su hija no. —Meneé la cabeza—. Ya veo que no lo entiende.

      —¿Entender qué?

      —Que ella se vea obligada a desnudarse y vender su cuerpo no hace menos culpable a Edward. En todo caso, lo hace más culpable.

      —Mi hijo no la violó.

      —Para esto tenemos los juicios —dije—. ¿Hemos terminado?

      Por fin levantó la cabeza.

      —Le puedo hacer la vida más difícil.

      —Diría que ya lo está intentando.

      —¿La retirada de fondos? —Se encogió de hombros—. Eso no ha sido nada. Un calentamiento.

      Me miró a los ojos y sostuvo la mirada. Había ido muy lejos.

      —Adiós, señor Jenrette.

      Alargó la mano y me cogió el brazo.

      —No les condenarán.

      —Ya veremos.

      —Ha ganado algunos puntos hoy, pero todavía tienen que contrainterrogar a esa puta. No puede explicar por qué dio esos nombres. Eso será su ruina y lo sabe. Escuche mi propuesta.

      Esperé.

      —Mi hijo y el chico de los Marantz se declararán culpables de cualquier cargo siempre que no implique ir a la cárcel. Cumplirán servicios en la comunidad. Pueden estar en libertad condicional estricta tanto tiempo como le plazca. Me parece justo. A cambio financiaré económicamente a esa mujer y me aseguraré de que JaneCare recibe fondos. Todos ganamos.

      —No —dije.

      —¿De verdad cree que esos chicos volverán a hacerlo?

      —¿Sinceramente? —dije—. Seguramente no.

      —Creía que el objetivo de la cárcel era la rehabilitación.

      —Sí, pero a mí no me interesa tanto la rehabilitación —dije. Me interesa la justicia.

      —¿Y cree que mandar a mi hijo a la cárcel es hacer justicia?

      —Sí —dije—. Pero se lo repito: para eso están los juicios y los jurados.

      —¿Se ha equivocado alguna vez, señor Copeland?

      No dije nada.

      —Porque voy a buscar. Buscaré hasta que encuentre ese error que cometió. Y lo utilizaré. Tiene secretos, señor Copeland. Ambos lo sabemos. Si sigue con esta caza, voy a sacarlos a la luz para que todo el mundo los vea. —Parecía estar recuperando la confianza y no me gustó—. Como mucho, mi hijo cometió un error. Intentemos encontrar una forma de enmendar lo que hizo sin arruinarle la vida. ¿Puede entenderlo?

      —No tengo nada más que decir —dije.

      No me soltó el brazo.

      —Última advertencia, señor Copeland. Haré lo que sea para proteger a mi hijo.

      Miré a EJ Jenrette e hice algo que me sorprendió: sonreí.

      —¿Qué? —preguntó.

      —Es bonito —dije.

      —¿Qué es bonito?

      —Que su hijo tenga tantas personas luchando por él —dije—. En la sala también. Edward tiene a mucha gente a su lado.

      —Le queremos.

      —Es bonito —repetí y me solté—. Pero cuando veo a todas esas personas sentadas detrás de su hijo, ¿sabe lo que no puedo evitar notar?

      —¿Qué?

      —Que Chamique Johnson no tiene a nadie sentado detrás de ella —dije.

      —Me

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