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se define en relación con una serie de vínculos que la generan y la alimentan.

      Según esto, decir que la naturaleza de Dios es trinitaria equivale a decir que toda la realidad, en su origen misterioso, es relación. Cada una de las tres personas divinas ama y es amada por las otras dos. Se trata de una unidad originaria: los tres existen porque cada uno es afirmado por los demás.

      Y, si nosotros estamos hechos a «imagen y semejanza» de Dios, esto define también nuestra naturaleza. En efecto, todos existimos porque alguien nos ha dado la vida, nacemos de un acto de amor entre dos personas. Cuando le preguntaban a mi madre por qué había tenido diez hijos, ella respondía: «Porque mi marido y yo nos hemos querido mucho». Esto vale para todos: existimos porque hemos sido queridos por nuestros padres y, más en profundidad, por el Padre Eterno.

      Además, no solo nacemos de una relación, sino que crecemos y vivimos siempre gracias a una red de vínculos: una familia, un pueblo, un barrio concreto de una determinada ciudad, un grupo de amigos, un círculo de compañeros… Para ser humanos, todos necesitamos una trama de relaciones vivas. Por citar un caso extremo pero ejemplar, recuerdo que, a finales del siglo XVIII, en un bosque francés, se encontró a un chico que había crecido en ese bosque, lejos de todo contacto con los humanos. Los filósofos ilustrados exultaron creyendo que habían descubierto al buen salvaje, al hombre incontaminado, tal como habría sido si la civilización no lo hubiese corrompido. El problema era que este buen salvaje no tenía los rasgos distintivos de la humanidad (y no consiguió adquirirlos): no hablaba, no se relacionaba, no conseguía entrar en relación con nadie.4

      Alguien podría insinuar que necesitamos las relaciones porque somos limitados, finitos, pero Dios, que es infinito, perfecto… Pues bien, el descubrimiento más apasionante es justamente que la relación, la comunión, es la forma propia del Dios cristiano, de la Trinidad. La naturaleza de la Trinidad es este movimiento perenne, esta relación amorosa que incesantemente se cumple y se renueva. Y, por la sobreabundancia de este amor —Dante lo explicará muchas veces—, por el desbordamiento de esta relación amorosa, Dios crea el mundo de forma incesante.

      Fijémonos ahora en el segundo misterio de la fe, la encarnación del Hijo de Dios. Mediante su encarnación, Dios asumió una carne humana en el hombre Jesús de Nazaret. Pero, si Dios ha tomado carne humana en Jesús, significa que ese acontecimiento «se plantea como el sentido de toda la historia: […] [Jesús] afirma que todo le pertenece a Él. […] Cristo resucitado proclama que en la historia todo es redimible, que de la vorágine de los acontecimientos no se pierde nada».5

      En definitiva, con su encarnación, Dios no ha asumido solo la carne de un hombre, ¡sino toda carne humana! Entonces ya nada me es ajeno, ni el amigo ni el enemigo, ni los éxitos ni los fracasos, ni la alegría ni el dolor, ni el escándalo terrible por el mal injusto o por el dolor inocente. Todo es acogido y recapitulado en el Cristo sufriente que, en la cruz, abraza a toda la humanidad y toda la historia, según la estupenda formulación con la que Juan Pablo II abrió su primera encíclica: «Cristo, redentor del hombre, es el centro del cosmos y de la historia».6

      Entonces, la encarnación es la posibilidad de que todo se vuelva amigable; es la posibilidad de estar alegres sin necesidad de olvidar nada, de censurar el mal, el dolor y las contradicciones que la vida nos pone delante. Por consiguiente, la salvación no es una recompensa en el más allá por una vida de sufrimiento o de mortificación en el más acá, sino la posibilidad de vivir aquí y ahora la experiencia del ciento por uno: «Quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más —casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones— y en la edad futura, vida eterna» (Mc 10,29-30).

      Es una expresión que Giussani citaba frecuentemente y que significaba que “querrás cien veces más a tu chica, serás cien veces más capaz de amistad, te apasionará la justicia en la convivencia social cien veces más, comprenderás a tus padres cien veces más; tendrás una curiosidad por la verdad cien veces mayor; entenderás qué es este brotar misterioso del ser tan lleno de palpitación y qué es la naturaleza, cien veces más; disfrutarás de la música cien veces más.7

      Este «ciento por uno» se manifiesta en la vida de los santos. En efecto, los santos son personas que han vivido los dos misterios de la fe, que han vivido en el abrazo de Dios encarnado, y por tanto en comunión con la Trinidad; y todo el Paraíso muestra, virtud tras virtud, santo tras santo, la posibilidad real de vivir esta experiencia de Dios en la tierra.

      Los santos no han sido hombres y mujeres perfectos, en el sentido de impecables, siempre moralmente intachables; en el Paraíso nos encontraremos personajes de todo tipo, y no es raro que Dante sitúe codo con codo a hombres que en la tierra no habían tenido relaciones demasiado cordiales entre ellos. Pero la santidad no es una abstracta perfección moral; lo veremos repetidamente, es más bien el abandono confiado en el abrazo de Dios, según la admirable expresión sintética de Piccarda Donati: «En su voluntad está nuestra paz» (Par., III, v. 85).

      Resumiendo, decir que el Paraíso es el cántico más teológico, más contemplativo, significa decir que acompañaremos a Dante en su descubrimiento de los misterios de lo que es humano. Lo acompañaremos hasta vislumbrar el misterio mismo de la Trinidad, hasta ver si es cierto que, cuanto más se entrega a la relación que la constituye, tanto más se hace grande y libre una persona; y el misterio de la encarnación, que hace posible vivir cien veces más intensamente la vida sin olvidar ningún aspecto concreto.

      1 Véase, por ejemplo, Francesco de Sanctis, Storia della letteratura italiana, Rizzoli, Milán, 2006 [1870], p. 251: «En el infierno la vida terrena se reproduce tal cual, al estar el pecado todavía vivo y la tierra todavía presente ante el condenado. Esto confiere al infierno una vida completa y robusta, que, al espiritualizarse en los otros dos mundos, se vuelve pobre y monótona. Es como ir del individuo a la especie y de la especie al género. Cuanto más avanzamos, más desencarnado y generalizado está el individuo. Se trata, sin duda, de perfección cristiana y moral, pero no de perfección artística. Por ello el infierno tiene una vida más rica y sensible y es el más popular de los tres mundos. Por el contrario, la vida en los otros dos mundos no tiene respaldo en la realidad y es pura fantasía extraída de lo abstracto del deber y del concepto, e inspirada por los ardores estáticos de la vida ascética y contemplativa» (traducción propia).

      2 L. Giussani, Por qué la Iglesia, Encuentro, Madrid, 2005, pp. 235-236.

      3 M. Ferraresi, Solitudine. Il male oscuro delle società occidentali, Einaudi, Turín, 2020.

      4 La historia del chico que fue encontrado en los bosques franceses está relatada, entre otros, en F-X. Bellamy, Los desheredados, Encuentro, Madrid, 2018, pp. 94-96.

      5 L. Giussani, op. cit., pp. 237-238.

      6 Juan Pablo II, carta encíclica Redemptor hominis, n.º 1.

      7 A. Savorana, Luigi Giussani: su vida, Encuentro, Madrid, 2015, p. 609.

      EL PARAÍSO Y EL COSMOS DE DANTE

      Otra dificultad con la que nos encontramos cuando leemos el Paraíso es la estructura del cosmos en que Dante sitúa su viaje, obviamente muy distinta de la que conocemos actualmente. Se trata de una dificultad real, por ello vamos a abordarla enseguida, a fin de estar en las mejores condiciones para comenzar la lectura.

      ¿Cómo está hecho el cosmos de Dante? Como todos los pensadores antiguos y medievales, Dante adopta la descripción del universo propuesta por Aristóteles, corregida por Ptolomeo e integrada finalmente a la luz de la revelación cristiana, que él mismo expone en El convite.1 Alrededor de la Tierra, que está puesta en el centro del universo, rotan diez esferas concéntricas o cielos. Los primeros siete son los de los cuerpos del sistema solar —es decir, la Luna, el Sol y los cinco planetas conocidos entonces— y el octavo es el de las estrellas fijas; hasta aquí había llegado Aristóteles.

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