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otros debutaron aquí, como por ejemplo Martha Figueroa. Luis Álvarez ofició de padre de María, Elvira Travesí aceptó su primer papel de reparto, Radovich tuvo que dejar pasajeramente su papel supervisor para reemplazar a un secundario, Eduardo Cesti fue el novio relojero de otra chola orgullosa, Delfina Paredes. Sólo Patricia Aspíllaga, rival de Saby, se mantuvo al margen y poco después emigró al cine mexicano. Pero fue funcional a la promoción de María ayudando a aclimatarse al recién llegado Braulio Castillo en la novela de un capítulo semanal Secuestro en el cielo. La prerrogativa que no tuvo ninguna estrella la tuvo, sin embargo, Madeleine Hartog Bell, Miss Mundo 1966, belleza autobombástica que llegó acompañada de un imperioso memorándum de gerencia: ¡que se le invente un papel! Un pleito con Gassols originó un segundo memorándum: ¡que se le contrate a un director ad-hoc!46 Así, cuando los protagonistas y Gassols terminaban su turno diario, Madeleine, su profesor de escena Germán Vegas Garay y un reenganchado Barrios Porras tomaban el set para urdir escenas de compromiso. El affaire Hartog Bell demuestra que, pese a que el canal quiso tener por único referente el original de Celia Alcántara, hubo manos locales simplificando el verbo, tomando atajos o vías largas, corrigiendo argentinismos y agregando ideas a conveniencia. En estos procedimientos intervinieron Queca Herrero, Enrique Victoria, Gloria Travesí y los propios directores.

      En 1970, Simplemente María era el espectáculo diario más concurrido del Perú. La empresa Índices U le daba una sintonía de 91 por ciento al mediodía (llegando a 93 por ciento los viernes) y de 76 por ciento47 en la función de noche, cuando la novela recomenzó para quienes la perdieron al mediodía. Vivíamos el cambio histórico de la jornada del sector público y de buena parte del sector privado del horario partido al horario corrido y era necesario repensar el prime-time meridiano. A falta de información desagregada tenemos que suponer que la audiencia del mediodía es masivamente femenina y que su disminución relativa en la noche se debe a la tradicional indiferencia folletinesca de hombres cuya eventual sintonía es secreta, curiosa, sin comentario. De cualquier forma, María no era la mejor novela para incitar la mirada solapada de la audiencia masculina; su feminismo era palmario. Celia Alcántara creó a la primera gran heroína arribista del melodrama televisivo y para afirmarla restó poder y voluntad al sexo fuerte. Roberto Caride (Blume), en su cobardía aristocrática es tan funcional al empeño progresista de María como el maestro Esteban en su desinteresada bondad. No faltaron críticas esnobs a esta minimización de los galanes, uno pelele de sus prejuicios y el otro de sus sentimientos. (Blume tuvo que ser compensado encarnando al hijo de María en la secuela). Ese fue el justo precio que tuvo que pagar la novela por excitar a tal punto a las mujeres latinoamericanas y luego a las europeas que la conocieron por versiones radiales, escritas, por fotonovelas y también telenovelas derivadas. Un insólito busto a María en el pueblo andaluz de Cáceres, acusa recibo de ese mensaje.

      Pero el arribismo no es la mejor entrada ni vía para comprender a María. Este evoca la carrera de ratas, la intriga competitiva, la moral del “vale todo”; temas de novelas que tardarán mucho en llegar. Retomemos a la María reformista que cosecha en terreno revuelto por otros, la que se quiere chica altiva y activa pero respetuosa de los demás. Su fase vengativa, una vez que de costurerita auspiciada por la firma Singer se convierte en dictadora de la moda que quiere devolverle al mundo los golpes que el mundo le propinó, es percibida como un estado provisional del personaje, como un trance (lástima que la realización sea incapaz de coger la dimensión y el vuelo de la angustia o la fiebre) del que no tarda en recuperarse. El triunfo económico está en función de su revanchismo melodramático; no es su gran meta. A la novela le va mejor cuando habla de la movilidad ascendente, cuando se detiene en la alfabetización de María y en su aprendizaje sentimental, dos cursos tomados entre las cuatro paredes del hogar de los patrones y que contribuyeron —sin que nunca María haya recibido reconocimiento por ello— al esfuerzo alfabetizador del gobierno reformista.

      La casa se reafirma como el núcleo del folletín. El hogar y el mundo son una sola entidad para la heroína, víctima de un choque de culturas que se da allí mismo, en la cocina, en la sala de estar, en su dormitorio y en el del señorito de la mansión. Las mucamas son como las telenovelas, ambas tienen la misma concesión sobre los asuntos domésticos, sobre sus rincones mugrosos y sus pasiones de subsuelo. Natacha insistirá en esa ecuación casi hasta el paroxismo. Si María señala nuevos rumbos al género, por otro lado confirma su centralidad doméstica y exalta la temática revanchista. Dio pasos adelante que ella misma se encargó de desandar con su inclinación por los encajes, los vestidos de novia y los resentimientos mantenidos en salmuera.

      Pero el gran golpe regresivo no lo dio Celia Alcántara, que intentó recuperar el aliento desarrollista de la primera parte en la secuela María Chiquita, sino su colega cubana Delia Fiallo. Fugada del castrismo hacia Miami, esta señora de modales e ideas rosa, curtida en la escuela radiofónica de Caignet y El derecho de nacer, fue enganchada por la televisión venezolana cuando esta sintió que si en Lima se había producido un boom, en Caracas debía suceder lo mismo. Esmeralda, su título arquetípico, plagia el plot ascendente de María pero lo arrincona con más prejuicios, secretos y chantajes que los empleados por Alcántara. Lupita Ferrer, en el rol titular, era víctima de la ceguera y del estupro moral de un ser monstruoso que hace creer a la muchacha que el padre del hijo que espera no es el príncipe azul sino él mismo. El engaño y el chantaje hundían a novela y heroína en una fatalidad abstraída del cambio social, pero de allí, con la recuperación de la vista, Esmeralda emigraba a la capital a emular a María Ramos. Convertida en reina de la moda solo vive pensando en recuperar a su galán, para nada el cobarde que encarnó Blume, sino el impecable José Bardina. Al aceptar el mañoso retorno del galán pródigo el espíritu progresista de María Ramos recibía una puñalada. Peor aún, al supeditar el triunfo de las heroínas al descubrimiento de su condición aristocrática —Cristal es el ejemplo más irrompible— la carrera de María cargaba con los atavismos de El derecho de nacer. La telenovela peruana merecía mejores lecturas pero la Fiallo impuso esta dramaturgia reversiva que ha seguido empleando para contar la misma historia, con ligeros afeites, hasta sus recientes encargos para América Producciones de José Enrique Crousillat, pasando por Morelia, Topacio, Cristal o La zulianita. El impacto de Simplemente María, traicionado por sus seguidores, envejeció pronto. Además, estuvo demasiado ligado a su momento de urbanización y reforma; las décadas siguientes no han hecho más que diluirlo y reemplazarlo por otros aires, frescos y resueltamente metropolitanos —se diría posmodernos— venidos del Brasil pero también asimilados en Colombia, Argentina y el mismo México.

      Firme candidata a “la telenovela más importante de todos los tiempos” (las publicaciones de los Records Guinness ubican a Simply Mary como la telenovela más vista en el mundo hispano y como su proeza máxima consignan el que se haya mantenido en el top del ranking a pesar del Mundial de México 70), María epitomiza una dramaturgia reparadora de excesos patriarcales y abierta, dentro de su simpleza, su esquematismo y su indigencia creativa, a las emergencias de la migración, la urbanización, la pequeña empresa y la guerra de los sexos. Versiones inmediatamente posteriores como las hechas en Brasil o Venezuela, o las tardías Rosa de lejos, de 1980, protagonizada por Leonor Benedetto en Argentina y la Simplemente María mexicana de 1990, han ayudado a que el argumento original llegue hasta el Asia y quizá al África. Pero el clímax de esta historia universal sucedió en la televisión peruana a punto de ser torpemente estatizada.

       Humildemente, Natacha

      La simpleza se convirtió en filosofía y en estilo. Ahora, había que simplificar a la mismísima María. Los Delgado Parker espulgaron el mercado argentino hasta dar con otro argumento ganador. María Sombra, relectura del radioteatro Valentía de quererte que a su vez inspiró a Nuestra galleguita (1966) y a Carmiña (1973), todas de Abel Santa Cruz, narraba el choque cultural y el mal de amores que sufría una muchacha venida de Galicia —región capital de la ingenuidad española— a trabajar en una mansión porteña. La mucama se enreda de por vida con el señorito de la casa, pero la novela se ahorra el drama del hijo bastardo para seguir el hilo grueso de los chantajes sociales y sentimentales que separan a los amantes hasta la víspera

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