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más de mí, en lugar de acercarlos?

      Entonces se me ocurrió desnacionalizar el ambiente y preocuparme más por el vínculo profesor-estudiante que, reitero, es lo primero que se tiene que construir en el proceso cognitivo. Pero ¿cómo hacerlo? Yo solo contaba con un par de horas, tal vez un poco más, para conocerlos, empatizar, exponer, fomentar la participación y propiciar un debate. Les señalé que teníamos dos opciones: o me veían como a un profesor nuevo, que recién introduce el curso, y manteníamos una actitud distante; o, por el contrario, me veían como un profesor conocido que les estaba dictando la última lección del curso, con quien ya tienen familiaridad pues ya se había generado con él, a través de las sesiones, una relación cercana. Ambas afirmaciones eran ciertas, pues ese día, en apenas dos horas, yo iba a comenzar y a terminar mi relación profesor-estudiante con ellos, por lo que los invité a adoptar todos juntos la segunda opción; es decir, que me vean como a un viejo conocido, con el que habían compartido un vínculo de meses, basado en el respeto y la confianza.

      Al iniciar la sesión, les expliqué que hace décadas se ha superado la idea de que existe una sola historiografía o una sola versión de la historia del Perú, de Chile o del país que fuere; y que mi exposición iba a versar sobre la visión del historiador Jorge Basadre acerca de la Guerra del Pacífico, desarrollada en su célebre obra monumental titulada Historia de la República del Perú. Añadí, seguidamente, que mi elección se debía a que Basadre era referente fundamental en el Perú, inclusive para los manuales escolares, los que suelen recoger la periodificación con la que él organiza el relato del siglo XIX y de parte del siglo XX peruanos.

      Ya en la sesión realizamos un ejercicio muy interesante: fui tocando los diferentes periodos de la Guerra del Pacífico, con énfasis especial en sus causas y en el periodo de la ocupación, y les pedí que deduzcan ellos mismos cuáles podrían ser los imaginarios tradicionales peruanos acerca del conflicto. La verdad, no erraron una sola vez: señalaron que, para la historiografía peruana, Chile debía ser el responsable del conflicto porque ambicionaba el salitre de Atacama y Tarapacá, así como un enemigo hostil por los excesos de la ocupación chilena.

      Luego nos detuvimos en una suerte de teoría de la conspiración, relativa a los mismos eventos, y que aparecía en las visiones tradicionales del Perú y de Chile, de manera idéntica pero invertida. Me refiero al vínculo que discursivamente hemos establecido entre la guerra de la Confederación Perú-Boliviana y la Guerra del Pacífico, las que en ambos países se relacionan causalmente. Así, para los peruanos, la intervención de Chile en la guerra contra la Confederación demuestra que fue una constante en este país la intención de atacar al Perú y despojarlo de sus riquezas, como efectivamente lo hizo durante la guerra del 79. Para los chilenos, en cambio, la Confederación y el tratado de la Alianza Defensiva de 1873 constituyen la prueba de que el Perú y Bolivia siempre se confabularon en su contra.

      Habiendo decodificado los enfoques tradicionales de las historiografías peruana y chilena, se inició el debate. Pronto me llamó la atención que, en efecto, en solo dos horas habíamos logrado desnacionalizar el abordaje del tema. Entonces nos convertimos en un grupo de académicos y de pedagogos en formación preocupados por una problemática específica: ¿cómo enseñar la Guerra del Pacífico sin que nos siga separando, y, sobre todo, sin que siga separando a las nuevas generaciones? Y fue así que comenzaron a fluir las ideas.

      La experiencia que he relatado me hizo recordar las bellas páginas de Ryszard Kapuściński (2007, pp. 11-28) en Encuentro con el otro, en las que imagina lo que podría ocurrir de toparse súbitamente dos grupos humanos trashumantes, de la era nómada o presedentaria. El autor polaco colige tres posibilidades frente a dicho contacto: la primera degenera en un enfrentamiento violento: la guerra; la segunda, al contrario, propicia el diálogo, el intercambio amistoso, y, eventualmente, la integración. En la tercera, ambos grupos se mostrarán completamente indiferentes el uno con el otro, transitarán muy cerca, como en las aceras opuestas de una calle muy angosta, pero no atinarán a cruzarla para conocerse; si acaso, se mirarán de reojo.

      En analogía con los grupos trashumantes de Kapuściński, me he preguntado por la relación del Perú frente a Chile y viceversa, pues se trata de dos colectividades con conciencia de sí y mi primera constatación es que la tercera opción nunca se ha producido entre ambas porque peruanos y chilenos nunca hemos sido indiferentes entre nosotros. Esta comprobación es importante porque demuestra que nos conocemos bastante y que estamos en contacto hace muchísimo tiempo.

      De hecho, no faltan quienes, retrotrayendo el origen de la relación binacional a tiempos remotos, han señalado que el primer encuentro entre ambos grupos es el viejo conflicto entre pizarristas y almagristas durante el período de conquista. Más allá de lo que considero una metáfora, en efecto, las relaciones entre el virreinato y su capitanía fueron muy fluidas pues eran gobernados por la misma administración. Además, el intercambio comercial fue dinámico inclusive después de la independencia, gracias a ese circuito cerrado que solemos llamar “azúcar por trigo”, con el que las élites del norte del Perú y Lima, y las de Valparaíso y Santiago, prosperaron tras la emancipación de España.

      Pero la república trajo también la rivalidad comercial entre el Callao y Valparaíso, y en el contexto de la gran depresión mundial de 1873, a la guerra del 79, cuando nuestras naciones se enfrentaron como lo hicieron los grupos de que habla Kapuściński. Entonces nos hicimos mucho daño, mucho más el ganador al perdedor, el invasor al invadido; y aunque los contactos diplomático, comercial y humano se retomaron poco después, igual se generó un antes y un después alrededor de aquella infausta guerra. Esta dejó profundas huellas en ambas colectividades y la tantas veces mencionada “desconfianza mutua” se instaló en sus corazones, desde sus más altas autoridades hasta los sectores populares.

      El nuevo milenio, sin embargo, trajo consigo nuevos vientos, los que propagaron el aroma de la globalización, de la importancia de concurrir en bloque a la economía mundial, tanto como del fin de las ideologías, que, entre otros paradigmas, puso en tela de juicio al nacionalismo decimonónico, tanto como a nuestra propia disciplina académica: la historia, más aún a su todavía vigente vertiente positivista. En realidad, esta venía siendo desafiada desde la década de 1920, cuando los franceses de Annales le dijeron al mundo que la historia debía ser total y que tenía que incluir en sus estudios los aspectos sociales, económicos y de mentalidades. Sin embargo, las biografías de grandes hombres, las épicas narraciones de batallas y los héroes militares sobrehumanos nunca pasaron de moda.

      En todo caso, con el advenimiento del nuevo milenio, peruanos y chilenos logramos conversar del pasado doloroso; es decir, esos dos grupos humanos que se enfrentaron hace 140 años, recientemente han sentado en la misma mesa a sus historiadores y también a sus autoridades políticas y diplomáticas; inclusive, desde hace muy poco, a sus gabinetes ministeriales. El origen de este acercamiento podría ser material, pues hoy las economías de nuestros países están básicamente interrelacionadas; pero también hemos notado que diversos actores desean superar esa sempiterna desconfianza mutua que es evidente que no se irá por sí sola, esa tarea no se la podemos dejar al tiempo.

      Y es entonces que, paso a paso, nos hemos colocado ad portas de iniciar una política binacional de reconciliación, la que erija lugares de la memoria comunes, donde una colectividad pueda reconocer los momentos históricos en los que la otra la apoyó; tanto como lamentar solemnemente la agresión, que, en el pasado, pudo infligirle a su contraparte. Estos gestos, pues eso es lo que son, tienen la virtud de sosegar los ánimos de quienes aún resienten heridas lejanas, pero que solo el otro, con su palabra sincera, logrará cicatrizar definitivamente.

      Y es hacia esta finalidad a la que apunta Lo que decimos de ellos, libro que analiza los discursos de la historiografía y manuales escolares peruanos —básicamente para subrayar que aún se escriben en clave decimonónica— y que busca establecer cuáles son las ideas fuerza respecto del propio país y del otro —Chile— que luego devienen en imaginarios que, de una forma u otra, afectan la realidad cotidiana. Aunque esta investigación refiere tangencialmente a Bolivia, su énfasis está centrado en la construcción de un yo y un otro, peruano y chileno, respectivamente, a través de la narración histórica de la Guerra del Pacífico.

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