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Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez
Читать онлайн.Название Construcción política de la nación peruana
Год выпуска 0
isbn 9789972455650
Автор произведения Raúl Palacios Rodríguez
Жанр Социология
Издательство Bookwire
La comunicación con la lejana y misteriosa región selvática fue, a no dudarlo, mucho más complicada y riesgosa. Un viaje de Lima a Iquitos o viceversa, resultaba no solo demasiado largo, peligroso y agotador, sino también excesivamente oneroso. Si el viajero salía de Iquitos (la “isla urbana selvática”) hacia Lima, después de varios días de navegar el caudaloso Amazonas, llegaba a Belém (Estado de Pará, Brasil) en el Atlántico. Aquí tenía dos opciones: la ruta del norte o la ruta del sur. En el primer caso, ascendía por la costa nor-este, atravesaba el Caribe y llegaba al puerto de Colón; el paso del Atlántico al Pacífico lo hacía necesariamente por el istmo mediante la ruta mixta fluvial-lacustre9. Una vez en el puerto de Panamá (Pacífico), descendía por la vía marítima bordeando el litoral de las actuales repúblicas de Colombia y Ecuador e ingresaba al mar peruano, haciendo eventualmente escala en los puertos de Guayaquil y Paita; por último, arribaba al puerto del Callao. ¿La duración del viaje? Aproximadamente, cuatro a cinco semanas (dependiendo de las condiciones de la travesía y del tipo de embarcación). En el segundo caso (ruta del sur), el viajero partía de Belém, bordeaba la extensa costa sureste de América del Sur, atravesaba el peligroso Estrecho de Magallanes, ascendía por el largo litoral chileno (tocando en Valparaíso), arribaba a los puertos peruanos de Iquique o Arica y continuaba ascendiendo hasta llegar al Callao ¿Cuánto duraba el viaje? Casi tres meses.
Como puede advertirse, las dificultades de comunicación en general eran, pues, múltiples y enfadosas. Sobre los caminos andinos, Juan Jacobo Tschudi, viajero, explorador y científico suizo que recorrió el país entre 1838 y 1842, nos ha dejado el siguiente testimonio válido igualmente para nuestro período: “Por desagradable y pesado que sea el viaje en la costa del Perú, en la cordillera es más difícil y peligroso. En la costa el camino es plano y solo el quemante calor del sol o la mano asesina amenazan al viajero. Aquí, en cambio, el camino va por valles abruptos, rocas escarpadas y montañas solitarias; pasa en angostas veredas a lo largo de terribles abismos en cuyas simas brama un torrente; baja en forma casi vertical a gargantas insondables; se pierde en los heleros de las cumbres y en los traicioneros pantanos de las altiplanicies. Hasta el cielo aumenta las dificultades del camino con peligrosas tormentas y torrenciales lluvias que duran semanas enteras o con espesas nevazones que en pocos instantes borran la última huella, apenas visible, del camino”. En cuanto al clima, en las “angostas quebradas de las regiones bajas, reina un calor sofocante; en las cordilleras, un frío mortal; y en el altiplano, soplan vientos cortantes y helados” (Tschudi, 1966, p. 212)10.
En otra parte de su meticuloso e interesante relato, Tschudi no solo describe su propia experiencia, sino que reitera los inconvenientes del camino serrano. Dice:
Frecuentemente en este camino se tropieza el viajero con largas filas de mulas que bajan de la cordillera; entonces, hay que buscar alguna pequeña entrada y pegarse junto a la pared rocosa para dejar pasar la recua cargada. Con el cuidadoso y lento paso que tienen las mulas, se pierde mucho tiempo en cada uno de estos encuentros. Una vez tuve que quedarme más de dos horas en un angosto promontorio para permitir el paso de unas doscientas mulas que apenas tenían sitio al lado de la mía para poner las patas en el extremo exterior del sendero. En muchos puntos es completamente imposible retroceder o ceder el paso; solamente lanzando al precipicio a uno de los animales que se encuentran puede el otro seguir adelante. Las muchas curvas y las rocas sobresalientes impiden toda posibilidad de ver lejos y, por tanto, poder hacerse a un lado a tiempo. (pp. 222-223)
Finalmente, al reseñar los famosos tambos o aposentos dispersos en el perdido paraje andino, dice con no ocultable repulsa:
Quien ha pasado la noche allí, guardará un recuerdo inolvidable de estos albergues. Varias veces me ví obligado, por la casualidad o la necesidad, a pernoctar en este tambo, pero jamás me fue posible pasar dentro la noche entera; aunque nevara o lloviera tenía que salir al aire libre. Una india anciana es la hostelera, ayudada en el trajín diario por su hija a quien rodean varios niños haraposos. Para la comida preparan un chupe de ají, agua y papas, el cual se puede encontrar comible solo después de larga jornada. Para dormir, los viajeros se echan uno al lado del otro sobre el suelo húmedo. La previsora anciana da a sus huéspedes sendas pieles de oveja y, luego, los cubre a todos juntos con una sola frazada de lana. ¡Ay del que acepte este abrigo! Lo pagará caro, pues en las pieles, mantas y ropas de los indios pululan los piojos y las pulgas. Los cuyes y las ratas corren sobre los cuerpos y las caras de los durmientes. El viajero espera con ansias la madrugada para poder escapar de este sucio y desconsolador tambo. (Tschudi, 1966, pp. 223-224)
Pero lo curioso es que los obstáculos no solo se circunscribían al interior del país ni específicamente a la región andina. El mismo autor refiere lo difícil que era, por ejemplo, trasladarse un poco más allá de las murallas de la antigua ciudad capitalina (Miraflores, Chorrillos, Lurín, etcétera). Para llegar a esos lugares se utilizaba el llamado ‘balancín’, un tipo de calesa halado por tres caballos: “Es uno de los vehículos más desagradables que hayan sido construídos jamás, ya que hace sentir al pasajero doblemente el más ligero golpe que recibe” (Tschudi, 1966, p. 136). La falta de buenos caminos —prosigue— impide usar vehículos cuando se va más lejos de la ciudad.
Solamente a lo largo de la costa, al sur de Lima (Cañete, Chincha, Pisco), se logra hacer con grandes dificultades y a un costo considerable un recorrido de unas 40 leguas. Para tal viaje se lleva siempre alrededor de 60 a 80 caballos que son arreados junto al coche, ya que hay que cambiarlos cada media hora en vista de que el pesado carruaje se mueve solo con la mayor dificultad sobre la arena fina de un pie de espesor. (Tschudi, 1966, pp. 136-137)
Sin embargo, las dificultades físicas del terreno se multiplicaban cuando a lo largo del camino merodeaban los malhechores en demanda de sus eventuales víctimas. En este sentido, ni siquiera el camino de Lima al Callao (aparentemente el más transitado y protegido) ofrecía comodidad y seguridad al viandante; además de la soledad y la escasez de vigilancia, los asaltantes —dice Robert Proctor, viajero y escritor inglés de la época— merodeaban impunemente “a vista y paciencia de los custodios” (citado por Puente Candamo, 1959, pp. 26-28). Para evitar ser víctima de los atracos, por lo regular el viajero hacía el trayecto en grupo o, si gozaba de solvencia económica (como era el caso de los acaudalados comerciantes), lo hacía con resguardo a cargo de agentes particulares contratados para ese fin o de su propio personal11.
¿En qué condiciones se realizaba el recorrido a nuestro principal puerto? El citado Tschudi (1966) las describe así:
La distancia del Callao a Lima es de dos leguas. El camino va por arena profunda y nada consistente; a ambos lados hay campos sin cultivar y matorrales bajos que sirven de guarida a los bandoleros. A la derecha, poco después de salir del Callao, se deja el villorrio de Bellavista (antiguamente un espléndido lugar de recreo para excursiones de placer), las ruinas de un viejo pueblo indígena y algunas haciendas que quedan más al interior. A la izquierda, el terreno pantanoso está cubierto de cañaverales que se extienden hasta la orilla del mar. A mitad del camino entre el Callao y Lima hay una capilla y un convento de la Virgen del Carmen; el lugar se llama La Legua por hallarse a una milla española de distancia de ambas ciudades. Los caballos y las mulas están tan acostumbrados a descansar en este sitio, que resulta difícil hacerlos pasar de largo. (pp. 56-57)12
Por su parte, el inglés Proctor agrega:
El