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por la carencia). El correlato temático de esa modalización es el sujeto que demanda afecto y conocimiento. De ahí que el candidato se transmute en amable «docente». He aquí otra denuncia: lamentablemente prima un «otro» a quien seducir frente a un «otro» al que habría que convencer racionalmente. La campaña electoral se asemeja así a un proceso publicitario en el que se venden productos a un consumidor antes que a un proceso articulado por razonamientos claros y distintos expuestos a un ciudadano.

      El déficit de institucionalización de los partidos políticos y, por tanto, de representatividad orgánica de los mismos da lugar a una fuerte personalización que, en tiempos electorales, recarga la figura del candidato improvisado, sin experiencia electoral previa. Este fenómeno se ha hecho global. A este respecto, resulta sintomática la etimología de candidato: el término en cuestión remite a «cándido», «blanco», «sin malicia», esto es, a un espacio vacío, aún no marcado, neutro, expuesto. En el mundo grecolatino los candidatos se vestían con toga blanca. Se era candidato en la medida en que la elección, la marca, no se había dado aún. Eso nos lleva a pensar que si los partidos fuesen instituciones orgánicas de la vida política, entonces, en la elección nacional se confrontarían sujetos ya marcados, ya distinguidos por una comunidad significativa de votantes de la que serían legítimos representantes. Al no ocurrir esto, las figuras, e incluso los íconos, de las personas que postulan a la presidencia dan lugar a valores semánticos típicos del «caudillismo» o del «mesianismo», es decir, a valores extraños a la democracia como forma de vida que emerge desde instituciones políticas denominadas partidos ‘partes de un todo’. Llama la atención que esa evidente degeneración forme parte de la modernización de la política. Sea como fuere, coherencia, seguridad, saber y poder son, obsesivamente, los valores predominantes que dan forma política a ese «nosotros» que pugna por ocupar el centro del campo de presencia electoral.

      La perplejidad ante ciertos efectos perversos de la modernización de las prácticas políticas lleva a insistir en el carácter espectacular del debate electoral; la fascinación ideológica de la imagen se ha convertido quizá en el instrumento más eficaz en el trabajo mítico de «conversión de creyentes». Y esa fascinación ha crecido exponencialmente con las redes sociales. Hace ya bastante tiempo, Barthes (1981) advertía:

      La efigie del candidato establece un nexo personal entre él y los electores; el candidato no solo da a juzgar un programa, sino que propone un clima físico, un conjunto de opciones cotidianas expresadas en una morfología, un modo de vestirse, una pose. De esta manera la fotografía tiende a restablecer el fondo paternalista de las elecciones […]. En la medida en que la fotografía es elipsis del lenguaje y condensación de un «inefable» social, constituye un arma antiintelectual, tiende a escamotear la «política» (es decir, un cuerpo de problemas y soluciones) en provecho de una «manera de ser», de una situación sociomoral. (p. 165)

      Subrayando la noción de clima físico con toda la violencia mítica que supone (fotogenia, telegenia, audiogenia, etc.), así como el fondo paternalista que infantiliza al ciudadano, ampliaría la reflexión de Barthes hacia lo icónico en general, hacia todo aquello que es elipsis y que tiende a reducir el recorrido temático del (e)lector a un mero estado de ánimo. La avalancha de intimidad y ecología afectiva se lleva de encuentro cualquier recurso intelectual, por más válido que este sea. De ese modo, algo irracional extensivo a la política hace que sus representaciones estén impregnadas de móviles antes que de proyectos. El espectador, virtual elector, está ante distintos especímenes, dispuestos en un espectro, que aparecen ante él como si se tratase de un campeonato. Duda, coteja, especula; se identifica luego con el espécimen que más lo ha impactado afectivamente, lo convierte en espejo, en cómplice de sus deseos, pasiones y temores.

      Hablar de espectáculo no es referirse solamente al debate, sino a todo lo que lo rodea. El contexto está en el corazón del lenguaje. La elección puesta en horizonte es tratada por los medios como un «juego que hay que ganar». Se opera así con el esquema «voto ganado vs. voto perdido». La pragmática del juego invade todo. Pero no se trata de cualquier juego, se trata de un juego ofrecido como «fiesta democrática» que todos celebramos («nosotros» mayestático machacado por los medios). Los vaivenes de los pronósticos, de los prejuicios, de lo fortuito. Reino de la conjetura, de la elucubración; en suma, de la especulación. Hasta astrólogos y adivinos han tomado la palabra con sus pirotecnias textuales. Las encuestadoras computan sin cesar las oscilaciones de la popularidad de los candidatos. Se habla del favorito como del puntero en una imaginaria tabla de posiciones: pululan las figuras de la hípica, del deporte. ¿Y al día siguiente del debate por qué está preocupada la teleaudiencia? Pues por saber quién «lo ganó».

      Greimas (1982), con su notable perspicacia, recordaba que «una danza folclórica, instalada en la escena como espectáculo, deja de ser una comunicación participativa del actante colectivo y se transforma en un hacer-ver dirigido al observador-público» (p. 290). Se reconoce, entonces, que es imposible que los debates electorales dejen de ser un espectáculo o se conviertan como por arte de magia en comunicación participativa, pero eso no es óbice para hacer que una sociedad civil vigilante, de la que forman parte los técnicos audiovisuales y los científicos de la política, tome el control del dispositivo enunciador televisivo y de su lenguaje para garantizar un mínimo de información pertinente con vistas a que los electores tomen decisiones más racionales. En ese sentido, un observatorio ciudadano acataría algunas de las útiles recomendaciones finales de Lilian Kanashiro y quitaría algunas armas a ese ritual antiintelectual que escamotea la política entendida como cuerpo de problemas y de soluciones. Por cierto que esos intentos de mejora del debate caerían en saco roto si no hay un verdadero cambio que eleve la calidad educativa en nuestro país.

      Creo que este libro marca un punto de no retorno en la investigación de los debates electorales televisados. A partir de su rigor formal controlado por los planos de inmanencia (signos, enunciados, soportes, prácticas, estrategias, formas de vida), hay clara conciencia de que los debates valen como experiencia, como fenómeno que configura un ethos político. Y de que ese valor debe ser acrecentado. Es difícil mantener el nivel de calidad de los contenidos ofrecidos, por ejemplo, en un medio académico, a una élite profesional y homogénea, cuando se tiene la necesidad de ofrecerlos también en un medio de comunicación social a una audiencia masiva y heterogénea. La calidad se nivela hacia abajo. La democratización cobra así un alto precio en cuanto obliga a degradar la calidad de los contenidos. La utopía estaría en difundir la mejor calidad de contenidos a la mayor cantidad de teleaudiencia.

      Un trabajo de análisis e interpretación como el ofrecido aquí no pierde de vista ese horizonte utópico, axiológico, ético. Se trata de evolucionar a una forma de vida argumentativa colectiva (una macroescena compartida por toda una cultura). El tiempo de la argumentación no es el del texto, sino el de la acción; es en realidad el tiempo de su praxis enunciativa. Si bien en el debate, en cuanto género deliberativo, esa praxis mira predominantemente hacia el futuro, hacia lo que se va a realizar, hacia las programaciones de la acción política, y expresa entonces una actitud existencial fundada en una prospectiva, también es cierto que, en su aspecto forense, retrospectivo, no deja de mirar al pasado para medir y evaluar la ejecución de las cosas, para extraer lecciones de las experiencias vividas; y, en su aspecto epidíctico, en una perspectiva concomitante, se ocupa del presente de los valores, de lo actualizable en el presente, de lo que es presentable o representable (Fontanille, 2014, pp. 125-128).

      Urge, pues, moderar los excesos de la espectacularización y ponderar con criterio el valor del debate público como acción política común. Este trabajo provoca la apertura de espacios de análisis, de interpretación y de reflexión; como tal, es el eslabón inicial de una cadena de esfuerzos orientados a la comprensión y mejora de los debates electorales televisados, entendidos como procesos que crean las condiciones más favorables para una decisión racional.

      Para terminar, reitero mi recomendación a los investigadores de la vida social y política: aquilaten este valioso aporte incorporándolo como instrumento de comprensión de una problemática central en lo que debe ser una forma de vida cada vez más participativa y democrática.

      

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