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       Referencias

       Prólogo

      Es una gran satisfacción para mí acceder a la invitación con la que Lilian Kanashiro me ha honrado al solicitarme que prologue su libro Debates presidenciales televisados en el Perú (1990-2011). Una aproximación semiótica. En esta grata circunstancia, invito, por mi parte, a los estudiantes y a los estudiosos de los sistemas y procesos de significación política a leer atentamente este libro y a involucrarse en la prudente aventura que en él propone la autora. Se trata, en líneas generales, de comprender una de las puestas en escena más espectaculares y decisivas de la vida política moderna: los debates electorales televisados.

      Me atrevo a usar el oxímoron «prudente aventura» porque encuentro un justo balance entre la minuciosa recopilación de antecedentes históricos internacionales y nacionales; y la aventura semiótica de configurar, en el último capítulo, un modelo de análisis e interpretación en el que se compatibilizan, no sin dificultad, las teorías de las prácticas semióticas –el modelo de seis planos de inmanencia– con las teorías sobre los regímenes de interacción: programación, manipulación, ajuste y accidente. Esa aventura, al final del libro, se convierte en la conquista de un nuevo modo de ver. En ella pondré énfasis.

      En efecto, la práctica del espectáculo político, en este caso, la del debate preelectoral, se aprehende ahora bajo el prisma de un sistema conceptual original, complejo y riguroso. Desde un comienzo, se presta atención a la eficiencia y optimización de las prácticas entre las instancias discursivas de emisión y de recepción con vistas a dar cuenta de las formas de construcción y de representación de las identidades y de las identidades y de las alteridades políticas. Emergen así tres grandes áreas analíticas: la de los mecanismos de manipulación enunciativa inscritos en el lenguaje televisivo, la de los regímenes de interacción entre los actores representados y la del juego político de configuraciones y reconfiguraciones entre el «nosotros» y los «otros».

      En la primera de esas áreas, se observa la combinación de dos lógicas determinadas por el formato de cada debate: la lógica de la propaganda y la de la confrontación. En realidad, la combinación de esas lógicas suele modularse desde la distinción hasta la confusión, ya que el mismo acto de persuadir para que A vote por B puede ser leído como acto de disuadir a A de que vote por C. Más aún cuando el debate, por sus códigos y formatos, aparece como una forma esclerosada, suspendida en el tiempo.

      Las formas verbales del discurso se complementan con las formas plásticas y rítmicas, las cuales no son meros recursos fáticos. Las primeras son objeto de lectura, las segundas lo son de captación. De ahí que uno de los aspectos más sobresalientes del análisis resida en la captación discursiva de la gramática corporal de los candidatos, centrada en la cabeza, las manos y el torso; interesa en particular lo que se refiere a la gestión de la mirada: miradas directas al observador espectador, miradas vacilantes en las que cobra más presencia la figura del observador asistente al auditorio, miradas más articuladas con gestos y movimientos según el actante blanco. Se desprende un juego de valores semánticos que oscila entre la dominante propagandística y la de la confrontación.

      En el marco de un formato estrictamente programado, esto es, regulado y controlado, el debate queda configurado como un espacio en el que se disponen y ejecutan tácticas diversas para manipular al contendor y a la audiencia, bien sea apelando a la motivación consensual o a la decisional. Los candidatos se mueven así dentro de un régimen de riesgo limitado. Asimismo, dentro del mismo formato programado y determinado exógenamente por los cánones del objeto-soporte, la televisión como institución, cada candidato se da maña para ceñirse a una especie de guion, esto es, para «jugar a la segura» neutralizando el riesgo y reproduciendo una programación propia, endotáctica, preparada con anticipación. Esas interacciones dejan ver, en acto, de acuerdo con la sensibilidad de los candidatos, una serie de ajustes, desajustes y reajustes que, en realidad, se relacionan más que nada con la gestión de los cuerpos. Si bien pienso que este análisis debió integrar las interacciones y no separarlas como reconociendo «tipos» de candidatos a partir de ellas, pues todos los participantes del ritual necesariamente recurren a programaciones, manipulaciones y ajustes, no dejo de reconocer el valor heurístico de esta aproximación.

      En lo que respecta a la segunda de las áreas reseñadas, es clave el reconocimiento de una organización sintagmática estandarizada. La lógica de la propaganda articulada en la exposición representa el aspecto incoativo del debate: las cartas están sobre la mesa; la lógica de la confrontación, mientras tanto, articulada con réplicas y dúplicas, representa su aspecto durativo y terminativo; las cartas han sido jugadas.

      En la lógica de la propaganda, el análisis detecta un régimen de asimilación del «otro», es decir, del virtual elector, a quien hay que educar y civilizar políticamente, ora convenciéndolo directamente, ora exponiendo argumentos para convertirlo a las propias filas, ora familiarizándolo por la vía del lenguaje coloquial.

      En la segunda lógica, el «otro», es decir, el adversario actual, es sometido a un régimen de exclusión con una serie de estrategias de anulación política, llámeseles de desenmascaramiento, de revelación de «pecados mortales» en el pasado, o de una panoplia de denuncias de todo tipo. En esa dinámica de batalla «todo vale»: desde los ataques vinculados a la vida pública, pasando por la vida privada, hasta los que se refieren al fuero más íntimo. Se borran así los límites entre las esferas pública, privada e íntima.

      Esos «juegos ópticos» dan lugar a una serie de confrontaciones modales manifiestas en ciertas expresiones verbales que, si bien no han sido agotadas en este análisis, estarían en condiciones de dar pistas de lo que pueden ser, más adelante, estudios exhaustivos sobre la degradación «circense» de la vida política. Si bien la lógica de la propaganda tiende a refinarse y a sofisticarse; al menos en nuestro medio, la lógica de la confrontación parece involucionar groseramente, guiada más por el hambre de poder que por la voluntad de servir.

      En la última de las áreas, se retoma el juego político «nosotros»/«otros», esta vez para desmenuzar ese mundo ilusorio saturado de máscaras. En términos lógicos, se trata de colocar al adversario en el lugar del actante contradictorio o incoherente; pero como esas imputaciones son recíprocas, asistimos a una «competencia de camaleones», a una danza de apariencias y de contraapariencias en las que el sujeto, instalado en un ideal de inmutabilidad intemporal, «pinta» al antisujeto como un oportunista que muta en el tiempo de acuerdo con las circunstancias que se van dando. En este punto, se halla un importante aporte de Lilian Kanashiro, que puede ser interpretado como una severa denuncia racional: constata que ese modo de encarar el «diálogo» electoral, al prohibir radicalmente la evolución, el cambio, identifica soterradamente la praxis política con el dogma; en efecto, en este mundo suspendido en el tiempo, tolerancia, diálogo, apertura, flexibilidad, valores esenciales de una vida política madura, devienen antivalores.

      Otra denuncia que resalta a este nivel es el resultado de configurar al «otro» como amenaza para el sistema político en su totalidad. El terrorismo discursivo y la satanización llegan a ser formas reiteradas de construcción apocalíptica que sitúan a los electores en un proceso político frágil confrontado con un riesgo permanente. Ese modo infantil de hacer política se basa así en la sistemática producción discursiva de sensaciones de peligro e inestabilidad encarnadas en el rival antes que en argumentos expuestos racionalmente. El simulacro extremista de la democracia amenazada que «se juega la vida» en cada proceso electoral, que debe optar dramáticamente por su salvador o por su verdugo, se instala en los discursos confrontados: cada candidato se convierte en adalid de la seguridad del sistema, relativizando así la libertad, la pluralidad, la deliberación; y, sobre todo, la legítima discrepancia característica de una forma de vida realmente democrática.

      En la lógica de la propaganda, el «otro», virtual elector que quiere y debe votar, pero que interesa en cuanto tiene el poder de convertir a uno de los candidatos en

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