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actitud del que cree conocer la receta para crear una sociedad perfecta, pero al que nadie hace caso y debe refugiarse, frustrado, en sí mismo o en la cerrada comunidad de sus semejantes, la clerecía de los hombres de letras, su voluntaria e inalienable república. El intelectual se queja, luego existe, dijo burlonamente Valéry. O, mejor dicho, escribe su queja en primera persona, una queja que incluye con descaro cualquier asunto, como apuntó también recientemente Sánchez-Cuenca: La desfachatez intelectual (2016), y se molesta si nadie la lee ni escarmienta.

      El intelectual se sitúa a la cabeza de la sociedad, de cuyo orden disiente, e intenta, sin éxito, reformarla. Y es esa falta de efectividad de sus avisos lo que lo conduce a la melancolía. Se sitúa, decía, a la cabeza de la sociedad como una luz que ha de guiar al resto hacia un destino que él mismo desconoce, porque su meta, su anhelo, se basa en la nostalgia de un orden perdido desde el inicio de la cultura occidental. Desde que Adán mordió la manzana y notó que su sangre se oscurecía, invadida por la bilis negra, por la melancolía que apagó la luz de sus ojos. Así lo explicó Hildegarda de Bingen en Causae et curae, en la baja Edad Media. Porque la melancolía parece estar en el origen del disenso intelectual y se convierte además en la meta de su ineficaz periplo reformista.

      Hay un sustrato teológico en la humanidad occidental a la que apelará frecuentemente el letrado, crédulo o incrédulo, mucho antes de nombrarse intelectual. Ese sustrato inalcanzable se identifica con un orden perfecto del que se siente cada vez más alejado, sobre todo a raíz de la interiorización definitiva de la subjetividad, que lo aleja de un logos óntico (así lo llamó Taylor en Sources of the Self, 1989) o un orden onto-teólógico (Schaeffer: L’Art de l’âge moderne, 1992). La melancolía se agudiza entonces como sensación de pérdida y búsqueda incesante que genere una sociedad perfecta, que no pasa, en la mayoría de los casos, de ser una utopía imaginada en soledad.

      Porque la sociedad, para el letrado, fatalista, siempre ha sido imperfecta, y por eso disiente de ella. Y pocas veces los príncipes y los gobernantes han escuchado al sabio y le han permitido intervenir para modificarla, para elevarla. Así, el intelectual se acostumbró a quejarse del mundo, y a redoblar la queja por su incapacidad de modificarlo, por culpa, normalmente, de regímenes diversos, pero casi todos ellos sordos a sus recomendaciones. Lo ha señalado Pinker en Enlightenment Now (2018), realzando con excesivo optimismo las mejoras que ha aportado el progreso a nivel global, y mofándose de la posición fatalista de letrados y científicos sociales. Pinker se acoge a la teoría de las tres culturas, desarrollada sobre todo por Wolf Lepenies (1994), que ya señaló la naturaleza doliente del letrado y la opuso al optimismo del científico.

      La relación del sabio, del letrado, del intelectual, puro y espiritual, con su cuerpo también ha sido siempre compleja, y esa dificultad se ha trasladado con frecuencia a la organización social, en la que figuraba, o mejor se autodesignaba, como guía del resto. Esta será otra de las claves fundamentales de este estudio. Es relativamente fácil, aunque se corre el riesgo de caer en la simplificación y el abuso, apelar a lo que Jean-Marie Schaeffer denominó la «thèse de l’exceptionnalité humaine» (2007) para refrendar este modelo. Para el filósofo francés, la modernidad, vía Descartes, ratifica el «dualismo ontológico» a nivel terrenal (la separación entre cuerpo y alma, que se laiciza en mente o conciencia) y la «ruptura óntica», que establecía una frontera estricta entre lo humano y lo animal. Conjugadas, la ecuación tenía el siguiente resultado: mente = humano; cuerpo = animal. El esfuerzo del sabio, el letrado o el filósofo, todos ellos protointelectuales consistía en ocupar el polo humano, y por tanto el racional, minimizando o anulando el cuerpo, considerado casi como un mecanismo. Sus esfuerzos por elevarse por encima de sus pasiones y emociones podían traducirse en un parejo anhelo por elevar al cuerpo social hacia la pureza racional moral que él, el sabio, representaba. La mente, lo humano, guiando al cuerpo, animal.

      Es una lectura reconocible en el frecuente posicionamiento del intelectual en la esfera espiritual, desligada de la realidad social, desclasada, pero desde la que aspira a intervenir para modificarla, para elevarla a su propia altura, normalmente gracias a la cultura, a la educación, que él mismo debía operar, como avanzadilla iluminada, o ilustrada, en sus conciudadanos. Sapere aude! Rezaba la premisa que Kant tomó de Horacio. Atrévete a saber… lo que yo ya sé, como intelectual, y te puedo mostrar, sería la lectura más precisa. Voluntad emancipadora, de cuño dieciochesco, a la que se ha acogido la intelectualidad hasta fechas muy recientes.

      Y ese impulso legislador, o más bien de guía de la sociedad, no está únicamente presente en el intelectual tradicional, cuya genealogía es fácil rastrear hasta el philosophe del XVIII, deseoso de elevar a la masa de sus congéneres a la categoría de individuos racionales y humanos. Esa labor de guía la detectamos también en el pensador reaccionario, el antintelectual, que apela a un «pueblo» que comparte señas de identidad que deben ser esclarecidas y formuladas. E incluso en el ideólogo de izquierdas, comprometido, y con el objetivo de emancipar a las clases populares, con el término clase entendido también como identitario, pero no en sentido nacionalista o comunitario, sino internacionalista. Esa triple consideración configurará las tres versiones más reconocibles del intelectual y su función de guía: la universalista, la nacionalista y la internacionalista, aunque a la nacionalista, considerada reaccionaria, se le ha negado a menudo la etiqueta «intelectual».

      El letrado ha tenido siempre una relación compleja con sus conciudadanos, por estar comprometido con su función de guía más o menos tangible, más o menos elevada sobre el resto, sabedor de que su sociedad, sencillamente, no responde al modelo de perfección que él intuye y anhela. Función legisladora, dirá Bauman (1987), pero normalmente frustrada, y que lo ha relegado a queja melancólica. Considerado como mecanismo o como organismo, el cuerpo social debe ser sancionado por la ley, modelado por la razón, o elevado por la cultura.

      * * *

      De acuerdo con estas ideas, este ensayo se centra en la intelectualidad española de los siglos XX y XXI, la breve historia intelectual de España. Breve porque no es un periodo excesivamente largo, y porque este volumen no pretende ser exhaustivo, sino corroborar la persistencia de esos rasgos ya mencionados a lo largo de este periodo en el que el intelectual nace como tal, entra en crisis y trata, recientemente, de recuperar su función y su legitimidad. La investigación está dirigida por esa premisa que dicta el fatalismo y la melancolía del letrado, expresada en diversos códigos epocales, y se divide en seis capítulos. Los afronto con metodologías variadas, dada la naturaleza del tema, que incluye diversas disciplinas. Mi voluntad es ensayística, aunque no rehúye la lectura precisa y rigurosa de algunos textos de especial relevancia, que abarcan la novela, la poesía y, por supuesto, el ensayo literario, filosófico, político y sociológico.

      El volumen lo abre un capítulo sobre «El intelectual moderno: la melancolía del hombre de letras». Parece evidente que muchas de las quejas del intelectual a partir del entresiglo XIX-XX, cuando recibe definitivamente tal nombre, se entienden mejor si le buscamos algunos antecedentes a su figura. Haré mucho hincapié a lo largo de este volumen, y especialmente en este primer capítulo, en la interiorización de la subjetividad humana a partir del siglo XVI, con el correspondiente cambio en la concepción de la verdad, que pasa de ser hilemórfica o externalista, a representacional o interna. La incapacidad de acceder a un código estable, fijo, ontoteológico, parece condenar al ser humano al relativismo epistemológico y moral, a la melancolía de aquel que se siente desplazado de un orden divino estable, pero tan irreconocible como inalcanzable.

      Ese parece ser el anhelo del letrado moderno, y lo persigue por medio del autocontrol que le permita elevarse por encima de lo meramente biológico. La verdadera eclosión de este impulso se producirá con la Ilustración, en figuras como Kant o Fichte. Solo los sabios pueden transmitir al conjunto de la sociedad, por medio de la cultura, que aúna lo concreto y lo abstracto, un sistema de valores estables y universales que harían innecesarias incluso las leyes, y a los que ellos ya habrían accedido gracias a la purificación de las pasiones y emociones. Un sistema de valores que, por otra parte, estaba ya inscrito en todos los seres humanos, aunque fueran incapaces de alcanzarlo sin ayuda del sabio depurado.

      Pero en esas mismas décadas en las que escriben Kant o Fichte, y antes que ellos ilustrados como Diderot

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