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      Mi cuerpo empieza a seguir ideas propias que todavía no logro entender. Crece más rápido que yo, desea cosas que aún no sé que deseo. Abro y cierro mis manos, flecto mis rodillas y las estiro, miro mi cara, mis pelos en las axilas, mi sexo frente al espejo, respiro profundo y luego exhalo.

      Todo empezó con un decaimiento. Los juegos de bolitas entre los arcos del pasillo del San Ignacio ya no me animan, me distraigo en las historias de Campitos, no me siento de la misma manera en que me sentía antes, como si tuviera que sostener ahora una nueva carga en mi pecho que transforma todo lo que veo, como si todo antes hubiera sido más fácil que ahora. Vuelvo cansado a mi pieza por razones que no logro entender.

      Estoy en la consulta del doctor Sótero del Río. Tiene el pelo largo, un monóculo y un bigote negro sobre una barbilla mal afeitada. El médico nos muestra a mi mamá y a mí la radiografía de mi tórax. Mi columna se ve como una torre abandonada, envuelta en una oscuridad de sombras grisáceas y verdosas, protegida por costillas, cartílagos y la juntura expuesta de mis huesos. Veo una masa oscura y venosa que es mi corazón sobre otra masa oscura y venosa que son mis pulmones. Intento encontrarme en esa oscuridad. En qué parte de todo este laberinto de quince años estoy yo. Esto no puede ser un espejo. Abro y cierro mis manos otra vez. «Su hijo tiene complejo primario», le dice el doctor a mi mamá y lo que me asusta no es tanto el nombre de mi nueva enfermedad como la reacción de mi madre que es como si le dijeran que el complejo es suyo y no mío. Me doy cuenta que mi cuerpo es oscuro por dentro y me pregunto si todo esto es culpa mía. Hablamos tanto en el San Ignacio sobre la iluminación, sobre encontrar la luz que apunta hacia ese lugar que llamamos cielo y ahora me veo en esta oscuridad que se supone que es la verdad, y me da fascinación y miedo, y pienso que hay cosas a las cuales, por alguna razón secreta, no deberíamos ver, como si mi curiosidad como espectador de mi propio cuerpo fuera indiscreta; pienso en esa contradicción, que verse de verdad sea algo indiscreto. Pienso por primera vez en la muerte, de la manera en que un niño de quince años piensa en ella, como una breve ráfaga de realidad en mi pecho aún lejana que es mejor dejar pasar, de la misma forma en que las tormentas en algún momento amainan. Inspiro y luego exhalo. Abro y cierro mis manos. Me miro a los ojos y espero asustado que esta nueva tormenta se calme.

      Tres meses de reposo total, dosis diarias de nicotibina y pérdida del año escolar es lo que me recetan. Después de la consulta, caminamos un silencioso trayecto tomados de la mano con mi mamá hacia San Martín. Vivimos en el tercer piso de un pequeño edificio de ladrillos que arrendamos a la familia Pérez Tupper, con tres ventanales que dan hacia el poniente. Cuando entro a mi pieza, pienso asustado el tiempo que voy a tener que estar allí postrado, envuelto por el calor claustrofóbico que rodea el último piso de este edificio, y tengo la consciencia que me separo del mundo que conozco, de mis compañeros de colegio, de la historia de Campitos que va a quedar inconclusa por un año entero. Me resigno a vivir día a día la extraña sensación de estar acostado en mi cama toda la mañana mientras el sol quema y el sudor humedece mis sábanas. Me resigno a escuchar las lejanas campanas de la iglesia San Ignacio desde mi pieza, un mundo ahora lejano para mí, mientras se infiltra el chirrido de los frenos de los tranvías que se detienen en la esquina de Moneda para luego volver a acelerar hacia la Alameda. Me resigno a pasar todo mi día en este mundo que ha creado mi mamá, su intento de transformar este departamento en un espacio que sea lo más Noguera posible; la alfombra persa, el jarrón chino, la radio de mueble, la lámpara con pie de porcelana, los sillones tapizados en felpa, todo es parecido al mundo que conocí cuando niño, a la formalidad exacerbada de la calle Londres, todo es igual, pero más apretado, más incómodo, como si los objetos que la habitan hubieran sido creados para un espacio más grande que este.

      Mi pieza da hacia el patio interior del edificio, que no es más que un conducto de aire en donde el sol parece no encontrar un espacio para iluminar mi reposo. Siento la mirada inquisitiva de los vecinos al otro lado de mi ventana, como si fuera el actor principal de un escenario que no quiero para mí, un escenario en donde solo cabe mi sofá cama, mi escritorio y mi librero. Es importante poder mirar hacia fuera, no tener algo que mirar es el equivalente a estar encerrado. Pienso: por qué me da tanto miedo eso, estar encerrado. Extraño los juegos ocultos del San Ignacio, patear una tableta que se desliza por las baldosas frías y resbalosas hacia los arcos conformados por el ancho entre dos de las columnas de lo que hace poco fue mi colegio.

      Mi mamá decide trasladarme a su pieza, que es más amplia y tiene una ventana que da hacia San Martín. No es mi paranoia la que la preocupa, sino la necesidad de que mis tíos puedan visitarme en un espacio que ella considera más amplio y decente. Las sábanas de hilo tienen bordado el monograma del matrimonio de mis papás. La Y de Yolanda, una I de Illanes y la N de Noguera. Hay algo tangible en estar acostado aquí, como si esta cama, sus sábanas de hilo más suaves que las mías, le diera un cuerpo al matrimonio de mis papás, como si fuera la prueba que alguna vez estuvieron casados y juntos en un matrimonio que nunca alcancé a conocer.

      La conciencia de mi enfermedad la asumo más por mi entorno que por los síntomas mismos. Nunca escuché la palabra tuberculosis, pero eso es lo que tengo, y tal vez porque es una enfermedad asociada con la pobreza, con la mala alimentación, con el despojo. Mi mamá hace de mi enfermedad la suya propia. Lo veo en la manera en que decide sobrealimentarme para suplir la culpa. Litros de jugo de zanahoria y aceite de bacalao, una marraqueta con hígado molido en las mañanas y un vaso de leche con un huevo crudo batido y harina tostada. Los dos compartimos una culpa distinta: mi mamá, la de su hijo enfermo; yo, en cambio, la de albergar una sombra que no puedo controlar. Cuando nos tratamos de usted el uno al otro, amparados en nuestra propia cortesía, tengo la sensación que ninguno de los dos dice lo que quiere decir. Quiero tener un papá y al mismo tiempo no quiero que ninguno de los pretendientes de mi mamá sea mi padre. Quiero decirle que no me gusta que se vaya en las tardes con su nuevo novio, no porque me desagrade del todo, sino porque me da miedo estar solo. Quiero decirle que cuando atardece siempre prendo todas las luces y la radio para que la casa no se sienta vacía cuando la empleada se va apenas escucha el silbido de su novio desde la vereda. Los veo besarse desde mi ventana. Luego se toman del brazo y se van.

      A veces con mi mamá pasamos largos ratos en silencio mientras miramos la calle San Martín desde el balcón y espiamos con una curiosidad disimulada lo que sucede en la casa de adobe del frente. En el garaje se instaló un zapatero corpulento con un bigote a lo Jorge Negrete. En la noche recibe amigos y se escuchan a través de la cortina metálica las risotadas, discusiones y amenazas.

      Siento mi enfermedad no en un dolor, sino en la condescendencia de mis tíos que bajan del barrio El Golf para visitarme, como una formalidad que hay que acatar para que «Yolita», mi madre, no se sienta. Ella se ofende si estas visitas se distancian mucho en el tiempo, por tímida que fuera ante la solemnidad Noguera. Mis tíos se sientan en unas sillas a los pies de mi nueva cama matrimonial con las sábanas arregladas por mi mamá. Se ven aún más grandes en mi posición de reposo, sus voces suenan más fuertes, sus ropas se sienten aún más rígidas en contraste con mi pijama, e irrumpe un silencio que no sé cómo llenar hasta que entra mi mamá a la pieza justificando su tardanza por ir a la iglesia. Tanto mis tíos como yo sabemos que eso no es cierto.

      Ahogado en mi propio aburrimiento en San Martín, entre el calor de mi departamento y los sonidos de la calle, empiezo a encontrar pequeñas excepciones que me ayudan a pasar el rato para evadir el tiempo muerto del reposo. Tengo una radio de baquelita con dos manillas de dial y volumen. Escucho música española, la samba brasileña, toreros, Carlos Gardel, Aníbal Troilo, el «Niño de Utrera». Sigo día a día «El gran teatro de la historia», de Jorge Inostroza, en donde cuentan la historia de Adiós al séptimo de línea. Las narraciones de Campitos las reemplazo con intrigas de amor y guerra con la voz galante de Justo Ugarte. Dibujo bocetos que imitan los cuadros de Salvador Dalí: objetos sin aparente relación unos con otros sobre un desierto vacío y una línea de horizonte. Eso es Salvador Dalí para mí, objetos sin sentido sobre una línea de horizonte, y eso me parece tan bonito y, al igual que mi nuevo cuerpo y mi nueva sombra, tampoco sé por qué.

      En una bodega estrecha, apenas iluminada por una ampolleta colgante en el subsuelo de San Martín, encuentro los libros de mi papá. Están polvorientos y húmedos por el paso de los años. No son las aventuras de Salgari o Julio

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