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del agro chileno y la calle Londres como la última manifestación del deseo de la unión angloamericana. Mi mamá y yo somos un extraño puente que une ambos mundos. Pero ella no cree en su propio mundo, en su nombre Yolanda Illanes Benítez, en sus orígenes loncomillanos, en ser hija de un alcalde liberal de Trapiche. Quizás por esa razón siempre saluda a Manuela con el cuidado de alguien que siente que es una carga, una infiltrada Illanes cuyo marido, que justificaba su estadía aquí, acababa de morir.

      Sigo recorriendo con mis dedos ahora nerviosos los dibujos de la alfombra persa. Yo sé que mis abuelos en poco tiempo más van a morir. Yo ya sé qué es lo que vive y qué es lo que muere. Lo sé porque son viejos y después de la vejez no queda nada más que el cielo. Mi papá no llegó a viejo. Eso también lo entiendo.

      Mi abuela inicia la lenta transición de tejer a jugar solitario en la mesa de centro. Mi abuelo cierra las cortinas de los ventanales. Me levanto. Camino por el pasillo. Intento abrir la puerta que da al salón dorado, pero está cerrado como siempre. Sigo por el pasillo hasta llegar a la entrada del gran salón. La puerta está abierta. Busco dos tomos pesados de tapas de cuero rojiza que deberían estar en un escritorio en este mismo lugar. Dos tomos prohibidos. Tienen ilustraciones que muestran ríos infinitos de cuerpos humanos desnudos y apilados que serpentean en el aire de un paisaje desértico y montañoso. Entre toda esa masa se distinguen dos hombres en la ladera de una montaña. Uno de ellos parece proteger y guiar al otro. Son los únicos testigos de cada uno de estos paisajes circulares. Caminan por un bosque en donde los troncos de los árboles están compuestos por cuerpos humanos en agonía, como una mezcla inseparable entre piel y madera.

      Las ramas parecen brazos contorsionados. Las raíces son cuerpos enterrados en la tierra. Entre rocas afiladas, un hombre desnudo y decapitado sostiene su propia cabeza desde la cabellera con una de sus manos. Los hombres cruzan un río en una barca guiada por un remero que navega sobre cuerpos ahogados. Uno de los sujetos alimenta a un monstruo de tres cabezas con una cola de serpiente. Hay lluvias de fuego. Todo se mezcla. Una masa confusa e infinita observada por estos dos hombres, que son los únicos seres íntegros de todos estos paisajes baldíos.

      Paso mis dedos por el terciopelo de los sillones que están al frente de una chimenea. Los libros ya no están donde deberían estar. Esas pequeñas y torcidas excepciones, como accidentes que cuestionan este mundo que me rodea y al mismo tiempo lo afirman de una manera atractiva y terrible. Quizás mis tíos los escondieron. Afuera aún se escuchan lejanos los gritos. Camino a la usanza de mis tíos, como si acaso fuera un Noguera más en una reunión social, como si discutiera sobre explotación agrícola junto a Ramón Noguera Prieto y su mujer Luz Larraín a mi lado. Juego que soy un adulto. Inés Echeverría quizás fuma un cigarrillo con una larga túnica y un cintillo de terciopelo mientras le dice alguna frase irónica al cuerpo cuadrado y gordo de Arturo Alessandri Palma, y luego se ríe de lo arribistas que somos en comparación con la nobleza europea. Manuela, quizás, mira con sospecha a esta feminista intelectual. Tal vez mis tíos responden con críticas solapadas al gobierno caudillista del «Bachicha» Alessandri, a la nueva ostentación, al nuevo descreimiento, a la frivolidad, a las tesis higienistas, quizás hablan de lo raro que es el tío Genaro Prieto que decidió botarse a escritor, o hablan de los nuevos ricos que no viven en el casco histórico de Santiago, o tal vez, con una mezcla de desprecio y al mismo tiempo orgullo criollo, hablan de cómo el país poco a poco se ha ido descarrilando desde el advenimiento del centenario, o de los peones que en periodos de contracción vienen a una ciudad en donde ya simplemente no cabe más gente. Para eso está la Cruz Roja, por eso la tía Toya decidió unirse, porque es el refugio para los pecadores arrepentidos y atacados por el vicio.

      Los gritos afuera se desvanecen. Pienso en las cabezas de madera y en mis soldaditos de plomo que están en el primer piso. Preferiría estar allí. Salgo del gran salón hacia el pasillo. Escucho que mis abuelos me llaman. Al final del corredor todos los sirvientes y mis tíos se empiezan a juntar al frente de una Virgen adornada con flores blancas. Me uno al grupo y empezamos a rezar en un mismo coro: «¡Oh, María, durante el bello mes a ti consagrado, todo resuena con tu nombre y alabanza!». Sobresale la voz de mi tía Toya. Elvira, la cocinera, vestida de carmelita para alguna manda desconocida, respira y exhala el rezo. Miramos todos juntos la palidez de la Virgen de Lourdes, sus flores blancas, su cinta celeste. Toda la casa en un mismo punto rezando una plegaria que no logro memorizar.

      Mi mamá vuelve tarde. Hace un estudiado y formal saludo con la sonrisa aún intacta, como no acusando recibo del discreto reproche de mis abuelos. Me toma de la mano, bajamos las escaleras y salimos de la casa principal para entrar a Londres 28. Ya en su pieza la sonrisa se difumina. Se baja con un suspiro de alivio de sus tacos altos. Se saca el sombrero. Se desprende de los pinches y horquillas que sujetan su peinado. Se cambia con cansancio a una bata de casa ya raída que seguramente había sido parte de su ajuar de novia. Se lava la cara. Es un personaje entero el que se deshace. Hasta que aparece un gesto, aunque no sé si es un gesto. Es algo que se le parece, que se sitúa en el límite entre un gesto y un espasmo. Mi mamá desfigura su rostro con una tensión que emblanquece sus ojos, que deforma sus labios, que pone rojas sus mejillas. Actúa la cara más horrible que puede actuar. Pero no sé si está actuando. No sé si un espasmo es actuar. Mi mamá se da cuenta que estoy aquí. Observándola. Se acerca y me abraza. Me dice que yo tengo que ser su alegría, y luego me acuesta en mi cama.

      «Ángel de la guarda / dulce compañía / no me desampares / ni de noche ni de día…». Mi mamá pone sus manos en ambos costados de su cara, estirando la piel hacia atrás para evitar las arrugas. «…Y que el papá nos mande salud y platita». Se ríe. Se tapa los dientes cuando se ríe. Y entonces su mejilla izquierda se contrae de nuevo y percibo la indecisión de su mano izquierda que no sabe qué es más importante tapar: sus dientes o sus arrugas. Se va a su pieza. Me quedo solo. Miro hacia el techo. En el techo hay una pirámide invertida. Sombras que son ríos de cuerpos en el cuarto círculo del infierno. Intento recordar quién es mi papá y tan solo veo matices que poco a poco se disuelven, detalles que no logran formar un ser completo, un ente distintivo de todo este fondo interminable. Un cuerpo igual de indistinto que todos los otros cuerpos que plagan el techo de mi pieza. Mis tíos dicen que camino como él. Esa semejanza me hizo sentir como un protagonista de una historia que no sabía que era una historia. Solo por caminar, solo por cruzar mis manos detrás de la espalda y trazar un camino, mi papá puede ser lo que yo quiero que sea, puede ser algo igual de infinito que las vetas del mármol de la cómoda de mi pieza. Miro el techo. Cuerpos apilados. Unos contra otros. Detalles que se van, que desaparecen, a veces por su extensión, a veces por sus pliegues, pero en toda esta confusión, en esta pesadilla séptica del Chile de principios de siglo, solo queda su caminar, que es ahora mi caminar. El techo es ahora una pared blanca y mi papá es un gesto que puedo imitar.

       4

      Estoy en algún teatro del centro de Santiago. Espero en silencio entre los murmullos del público y los cientos de cabezas tocadas por sombreros en una galería de oro falso y pisos alfombrados. Todos parecen esperar que ocurra algo al frente de ellos. Yo permanezco sentado mientras intento buscar un ángulo que me permita ver el escenario entre todos los sombreros. Las butacas están apenas iluminadas por una luz voluminosa y pesada. Los palcos, en cambio, permanecen oscuros. Las voces del público ocurren en el volumen en que ocurren los rumores. Veo el brillo metálico de los atriles de los músicos en el foso y los haces de luz que se filtran de entre las cortinas que separan la platea del foyer. Mi ansiedad se confunde entre mis expectativas de lo que va a suceder en el escenario, aún vedado por un gran telón púrpura, y mi nueva acompañante. Porque a mi lado está la reina de la primavera, mi prima Eliana Illanes, quien decidió hacerse cargo de mis huérfanos domingos.

      Las luces de la sala disminuyen su intensidad. La diligencia de los acomodadores aumenta su intensidad. El telón empieza a abrirse. Se filtra en la sala la luz ámbar de las candilejas. El público que está en el teatro pasa de los rumores a un silencio que me permite escuchar incluso mi propia respiración ansiosa. El contraste entre la luz y la oscuridad de la sala se borra poco a poco y con él las barreras de mi casa, de mi familia, del estrecho mundo que conozco. Lo primero que comprendo no es una historia, sino la idea de una diferencia que existe entre ese espacio iluminado y la oscuridad que la rodea. Lo que veo no es

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