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pero sobre todo que nuestro juicio sobre ellas ha de posponerse casi indefinidamente hasta que el tiempo revele sus corolarios. Una revolución es, siempre y en todo caso, una promesa y eso, después de lo sucedido en el Edén, tendría que hacernos sospechar. En la mirada retrospectiva que ofrece, Kamrava se siente cómodo y muy seguro al diagnosticar el rumbo desgraciado y liberticida tomado por Francia, Rusia, China, Vietnam e incluso Cuba o su Irán natal, pero confiesa sus dudas sobre lo ocurrido hace unos años en el mundo árabe, lo cual muestra su inteligencia y prudencia política. En la historia todo es cuestión de perspectiva. De tiempo.

      Kamrava presenta una pertinente aproximación histórico-sociológica al fenómeno, aunque debemos reconocer que en ocasiones el libro se aleja de esas disciplinas para encumbrarse a cotas más elevadas. De ese modo, resulta enriquecedor su enfoque, pues contribuye a superar concepciones acerca de la revolución más limitadas, aunque muy influyentes; unas, empeñadas en observar los eventos sociales como si fueran simples hechos naturales y el especialista requiriera acomodar la lente del microscopio; y otras, interpretándolos como epifenómenos definidos por estructuras más profundas, anónimas, que operan de espaldas al hombre. Su Breve historia de la revolución nos invita a considerar que la historia es un drama porque su urdimbre es la libertad.

      Sin restar mérito a esta aproximación, el relato de Kamrava, tan útil para desentrañar las interacciones que abren la espita subversiva, carece de una gramática filosófica que explique el significado último de cualquier sublevación. A tenor de este, por ejemplo, cabría proponer una clasificación de las revoluciones diferente y de mayor calado a la ofrecida por el profesor de Georgetown. Arendt lo intentó, con innegable base histórica, distinguiendo entre las revoluciones que tienen como objetivo la constitución de la libertad, y aquellas de índole más social, que buscaban liberar al hombre de los imperativos de la necesidad o la pobreza.

      Bajo un enfoque filosófico, la revolución se nos presenta como una suerte de secularización racionalista del más allá. En efecto, en su narrativa el hombre se encarga de engendrar el futuro. Ni siquiera Marx, que tuvo el atrevimiento de concebir la violencia como la partera de una historia tan inexorable como la naturaleza, negó el papel radical que desempeña el ser humano cuando se trata de anticipar, a golpe de rebelión, el paraíso.

      Por todo ello, la clasificación más importante de las revoluciones no es la que ofrece Kamrava en este libro, sino aquella que sitúa las “monstruosas comedias” revolucionarias de las que hablaba Burke junto a los sanos arrebatos por instaurar un régimen fundado en la libertad cívica. Las primeras son fantasmagorías ideológicas urdidas o por los revolucionarios profesionales o por los intelectuales interesados en cumplir con el papel de Mefistófeles de la política. Las segundas, que cuestionan el despotismo, no se identifican con una determinada opción política, sino con eso tan sano y perentorio que es la causa del hombre libre.

      JOSÉ MARÍA CARABANTE

      [1] J. Carabante, Mayo del 68. Claves filosóficas de una revuelta posmoderna (Madrid, Rialp, 2018).

      [2] H. Arendt, Sobre la revolución (Madrid, Alianza, 2013), p. 42.

      [3] Un intelectual como Thomas Paine, cuyo radicalismo no puede ponerse en duda, sugería, por ejemplo, llamar a los levantamientos “contrarrevoluciones”.

      [4] H. Arendt, o. c., p. 182.

      [5] E. Burke, Reflexiones sobre la Revolución francesa (Madrid, Rialp, 2020).

      [6] V. I. Lenin, El Estado y la Revolución (Madrid, Alianza, 2012), passim.

      [7]

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