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que inevitablemente se presentan cuando se considera el feudalismo como un modo de producción definido una vez por todas y que habría caracterizado un bloque de diez o quince siglos de la historia económica y social europea.

      Uno de los rasgos característicos de la Europa bajomedieval y moderna es la coexistencia de dos principales formas de organización productiva y social, feudalismo y capitalismo, uno y otro con caracteres diversos de sus respectivos modelos, medieval y contemporáneo. Hay que reconocer, sin embargo, que los análisis corrientes de los diversos modos de producción no agotan de ninguna manera las exigencias de la investigación histórica de los fenómenos concretos. Existen formaciones económico-sociales que resulta problemático definir con exactitud. Esto que probablemente es verdad para numerosas regiones europeas, lo es más aún para las sociedades meridionales de la baja Edad Media y principios de la Moderna en que el planteamiento quizá más satisfactorio sea la individualización de formas de transición cuyos elementos característicos, tanto a nivel económico como social, resultan compuestos de diversos modos de producción.

      Naturalmente, en este contexto, se trata de indagar los mecanismos internos, las reglas de funcionamiento de estas formaciones. Los trabajos más recientes, algunos de ellos ya señalados, proporcionan ciertos elementos válidos y estimulantes para la discusión y la investigación de los que conviene destacar dos propuestas a mi modo de ver importantes:

      La propuesta del «modelo mercantil» y de la expansión comercial de la economía europea a partir de mitad del siglo XIII-XV, que ha sido considerada, quizá apresuradamente, como elemento externo y puramente accidental al sistema productivo y de relaciones dominantes. En la formulación más reciente de Wallerstein, las formaciones sociales periféricas son vistas como distintos modos de producción precapitalistas. Esto contradice la visión, ampliamente constatada por los historiadores de la Edad Moderna, según la cual la formación de fuertes desequilibrios regionales era inevitable y consecuencia estructural del intercambio no equivalente y del desarrollo desigual del capitalismo. Pero también es verdad que esta constatación, por sí misma, no proporciona la solución al problema que debe buscarse tanto en los condicionamientos internacionales y en las relaciones económicas entre los diversos países, como en las estructuras internas y en los modos de su evolución. La explicación del porqué unas zonas avanzaron y otras, en cambio, entraron en una fase de regresión o decadencia debe tener en cuenta uno y otro tipo de factores.

      Este es uno de los temas más complejos y discutidos de la historia europea del siglo XVII. Los términos periferia o semiperiferia usados por Wallerstein para indicar las zonas de atraso económico no son aceptables porque soslayan la constatación de que las áreas que permanecieron marginadas fueron aquellas en las que en el siglo XVII se mantuvieron más rígidamente las estructuras de tipo feudal y donde la acción del Estado o la iniciativa de las fuerzas sociales no logró limitar sustancialmente las formas tradicionales de dominio de los grupos privilegiados. Sin embargo, la fórmula de Brenner, esto es, la causalidad de las relaciones internas de clase y de «extracción de excedente», también ofrece una imagen parcial de la realidad, puesto que no tiene en cuenta el proceso de acumulación capitalista que tiene como terreno de desarrollo el «mercado mundial», proceso metodológica y marxianamente distinto de la acumulación originaria, ni los cambios cualitativos que el inicio de la acumulación capitalista introduce en las relaciones entre formaciones sociales diferentes. Historiadores de diverso signo han insistido abundantemente sobre estas cuestiones: su necesaria complementariedad y la arbitrariedad de separar y relegar cualquiera de estos procesos básicos en la génesis y desarrollo del capitalismo.

      Aparentemente, una de las pruebas más convincentes para mostrar la escasa incidencia de elementos «burgueses» y mercantiles, y para testimoniar el mantenimiento de formas feudales en una situación todavía tradicional, consiste en documentar el limitado impacto cuantitativo de los aspectos innovadores y, en nuestro caso, de las ciudades y sobre todo de las actividades comerciales e industriales. En buena medida, en el debate sobre la transición, y el reciente intento de Brenner es una clara muestra, falta la ciudad en sus articulaciones internas, como mercado de productos agrarios, como lugar en que los propietarios realizan la renta, como área de inmigración de la población campesina y como estructura industrial y de transformación de los productos de la agricultura. La reacción contra una óptica neoclásica, que ve en la división del trabajo entre ciudad y campo un elemento decisivo para incrementar el grado de productividad del sistema y las ventajas comparativas tanto de la ciudad como del campo, no ayuda a comprender por qué en el modelo de Brenner las variables ciudad y acumulación mercantil son marginadas. Sobre todo cuando en otros modelos, especialmente en el modelo de la protoindustria rural, adquieren una importancia decisiva en la explicación de las estructuras económicas y sociales.

      El modelo protoindustrial rural elaborado por Hans Medick y otros es suficientemente concreto y coherente al relacionar prácticas agrícolas, actividades industriales, estructuras familiares y trends demográficos como para constituir ya una contribución de excepcional valor a la teoría de la transición del feudalismo al capitalismo. El modelo supone la combinación estructural de una industria rural, modelada sobre el viejo concepto de industria a domicilio (verlagssystem) rural y doméstica, y una organización capitalista del mercado. Este sistema productivo supone la existencia, por una parte, de una sobrepoblación campesina pobre y subocupada, con poca tierra y obligada a una oferta de trabajo en el sector industrial que compense la insuficiencia del crédito agrícola y, por otra, la existencia de mercaderes capitalistas, distribuidores de materias primas, que aseguran la distribución de productos en mercados lejanos e incluso de características internacionales.

      El modelo, que evita la simplificación analítica o seudoexplicativa de los planteamientos demográficos y el formalismo de las exposiciones empíricas, tiene el gran mérito de abordar directamente el proceso de reproducción del sistema económico en la última fase del feudalismo y del primer capitalismo, integrando los temas clave de la transición que, en la exposición de Brenner, por ejemplo, habían quedado obviados o marginados: las investigaciones cuantitativas, tanto demográficas como económicas, que ponen en relación las estructuras agrarias con las innovaciones del sector secundario y terciario; la existencia en el campo de estructuras y de relaciones de producción favorables al desarrollo de actividades industriales; la descomposición de las sociedades campesinas tradicionales y de las propias estructuras productivas urbanas, y la aparición de una demanda externa, incluso colonial, vinculada a la formación de un sistema económico mundial. Ello, unido al papel fundamental que juegan las relaciones de producción y de propiedad y la ventaja de incorporar aspectos microanalíticos de la antropología, de las estructuras de poder y de las relaciones familiares, si bien no constituye aún una modelística completa para elaborar una teoría de la transición al capitalismo industrial, no cabe duda de que ofrece una de las líneas más atractivas que presenta la historiografía marxista de los últimos años.

      En esta perspectiva es posible ir proponiendo líneas de investigación e ir definiendo un modelo original de desarrollo, o diversos modelos, fundado no solo en el contraste entre población y subsistencias, entre producción campesina y exacciones señoriales, sino también sobre una doble relación de organización y aprovechamiento del espacio, relación reforzada por la depresión demográfica de los siglos XIV y XV: por una parte, a nivel local y regional, la que concierne a la relación campo-ciudad, y, por otra, a nivel internacional, la relación que une las zonas exportadoras de materias primas agrícolas a las metrópolis comerciales e industriales o manufactureras.

      De esta manera, el papel decisivo de la coyuntura, de las pulsaciones lentas de las economías locales, y las oscilaciones seculares de la demanda internacional de materias primas ritman el funcionamiento histórico de un sistema original –que al final podremos denominar feudal– pero distinto del modelo polaco de Witold Kula y del modelo noroccidental clásico recientemente formalizado por Guy Bois.

      También es evidente que estas propuestas de estudio insisten no tanto en las supervivencias feudales –no utiliza el concepto «feudalismo» como categoría residual ni recurre a conceptos como refeudalización, descomercialización o desindustrialización– cuanto en las estructuras nuevas puestas en vigor entre los siglos XIII y XVI durante el primer impulso de desarrollo

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