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El sacrificio de la misa. Juan Bona
Читать онлайн.Название El sacrificio de la misa
Год выпуска 0
isbn 9788432160424
Автор произведения Juan Bona
Жанр Документальная литература
Серия Neblí
Издательство Bookwire
El tercer oferente y ministro propio de este sacrificio es el sacerdote legítimamente ordenado, cuya potestad es tan firme e inamovible que, aun en el caso en que sea hereje o esté suspenso, depuesto, degradado o excomulgado, realiza y ofrece este sacramento, aunque ilícitamente, siempre que emplee la materia y forma legítimas. Y no se mengua tampoco el valor del sacrificio aunque el sacerdote sea totalmente indigno o esté apartado de la Iglesia; pues el fruto no depende de la cualidad del ministro, sino de la institución de Cristo.
EFICACIA DEL SACRIFICIO DE LA MISA
Se puede considerar en este sacrificio una doble eficacia, una que llaman los teólogos ex opere operato, independiente del mérito y de la dignidad del ministro; otra, ex opere operantis, que depende del sacerdote oferente, de su mérito y santidad, de quien recibe su valor y virtud. Enseñan los teólogos que el primer efecto ex opere operato ni el sacerdote ni los fieles lo reciben, en cuanto oferentes, sino en cuanto el sacrificio se ofrece por ellos; pues el sacrificio no produce este efecto sino en favor de aquellos para quienes fue instituido y del modo según el cual fue instituido; ahora bien, fue instituido para que se ofreciera por los hombres, y precisamente en provecho de aquellos por quienes se ofrece; y como quiera que aplica la virtud del sacrificio de la cruz, no causa este efecto sino en la persona a quien se aplica tal virtud, cosa que realiza el oferente al hacer la oblación por una persona determinada. Fue siempre opinión constante entre los católicos que este sacrificio produce ex opere operato (es decir, si no pone obstáculo la persona por quien se ofrece) efectos infalibles y determinados, como son la remisión de alguna pena debida por pecados ya perdonados o el don de una gracia preveniente para obtener la remisión de los pecados cometidos. Por lo que se refiere a la eficacia impetrativa, sabemos por experiencia cotidiana que no es infalible, pues no siempre obtenemos todo lo que pedimos ni aquella intención por la que se ofrece el sacrificio. Esto procede de la naturaleza de la impetración que exige libertad en el que concede, de tal manera que puede conceder o negar a su arbitrio aquello que se pide. Pedimos, pues, exponiendo nuestras razones, que creemos pueden mover a Dios a obrar en un sentido, sin que esté obligado por ello en virtud de un pacto establecido. En consecuencia, no pedimos nada sin que nuestra voluntad esté conforme, respecto de lo que pedimos, con la voluntad de Cristo, a la que por sernos desconocida no podemos acomodarnos del todo. Es cierto, sin embargo, que el sacrificio no carece de este efecto, porque, aunque Dios no conceda lo que precisamente pedimos, nos otorga lo que hic et nunc juzga más conveniente para nosotros.
Respecto al segundo efecto ex opere operantis, dos son los motivos por los que puede aumentar su eficacia. El primero es la probidad y dignidad del celebrante, cuya raíz son la gracia santificante y las virtudes que acompañan a la gracia; pues cuanto más santo y más grato a Dios sea el sacerdote, tanto más aceptables serán sus dones y oblaciones. La segunda es la devoción actual con la que se ofrece el sacrificio; pues cuanto mayor sea aquella, tanto más le servirá de provecho. Y así como las demás obras buenas que hace el justo son tanto más meritorias e impetratorias, y valen más para la satisfacción y remisión de la pena cuanto con mayor perfección y fervor se hagan, así también este sacrificio, ya se considere como sacrificio o como sacramento, cuanto más devotamente se ofrece y se recibe, tanto más aumenta el mérito y aprovecha más a quienes lo ofrecen por sí mismos y lo reciben y a aquellos por los que se ofrece. Debe procurar, por tanto, el sacerdote ser muy grato y acepto a Dios por el continuo ejercicio de las virtudes heroicas, crecer ante Él en gracia y santidad, y celebrar siempre con gran fervor y devoción. Y con ello, él mismo como aquellos por quienes se ofrece el sacrificio, alcanzan mayores y más eficaces efectos ex opere operantis.
DEL VALOR Y FRUTOS DEL SACRIFICIO
Aunque algunos teólogos estiman que este sacrificio tiene ex opere operato un valor o eficiencia de intensidad infinita por cuanto en sustancia es el mismo sacrificio de la cruz, y la víctima ofrecida, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es de un precio infinito, y el mismo Cristo, oferente principal, es una Persona de dignidad infinita, sin embargo, la opinión más cierta y más común es que no tiene sino un valor finito. La razón principal de lo que acabamos de decir se deduce de la voluntad de Nuestro Señor Jesucristo, quien no quiso instituir este sacrificio para conferir un fruto intensamente infinito; lo mismo que de hecho los ángeles rebeldes no fueron redimidos porque Cristo no quiso aplicarles los méritos de su pasión. Otra razón estriba en que, para la eficacia infinita del sacrificio, además de la infinitud de la hostia y del oferente principal, se exige también infinitud por parte de aquel que inmediatamente ofrece. Y como quiera que el sacerdote inmediatamente operante es de dignidad finita, también el valor del sacrificio en cuanto a su eficiencia y a su influjo actual será finito, porque aquella acción es producida inmediatamente por una persona finita, y en esto difiere nuestro sacrificio del de la cruz, ya que este fue ofrecido inmediatamente por una Persona infinita, y, por tanto, fue una acción infinita en su entidad moral, e infinitamente grata a Dios Padre. Apoya esta doctrina el sentir común de los fieles, que procuran ofrecer sacrificios muchas veces por sí y por los suyos, lo cual ciertamente no harían si reconociesen una eficacia infinita en cada sacrificio. Y también los sacerdotes podrían satisfacer en ese caso seiscientas obligaciones con un único sacrificio, lo cual está prohibido terminantemente por decretos eclesiásticos. En vano se ofrecerían tantos sacrificios por un solo difunto; bastaría uno para librar a todas las almas del purgatorio. Finalmente, la Misa de cualquier sacerdote se equipararía al sacrificio de Cristo en la cruz, que ciertamente fue único por ser de valor infinito. Y no hay que concebir lo que se contiene en el sacrificio como una entidad natural que obra en proporción al máximo grado de su eficiencia, sino como un ser libre cuya operación tiene el grado de eficacia que determina el agente principal, Cristo nuestro Redentor, quien, por medio de este incruento sacrificio, quiere aplicarnos solo un fruto de su pasión, finito y limitado. Por tanto, el sacrificio tiene una eficacia finita en orden a todos sus efectos, a excepción de la fuerza impetrativa, de la que todos están de acuerdo en afirmar que es finita precisamente porque no consiste en algo producido por el sacrificio, sino en la excelencia y su intrínseca dignidad, en cuanto que objetivamente mueve a Dios a que conceda lo que se pide, aunque no siempre lo conceda, sino cuando juzga que el concederlo conviene a nuestra salvación.
Si hablamos, en cambio, de una infinitud extensiva, a saber: si el sacrificio ofrecido por muchos aprovecha igualmente a cada uno como lo produciría si por él solo se ofreciese, se nos presenta un grave problema, que hay que resolver distinguiendo antes los frutos de la Misa. Pues hay tres partes en el valor de la Misa, o sea, un triple fruto: general, especial y medio. El primero se extiende a todos los fieles; el segundo es propio del celebrante, y el tercero depende de la voluntad del sacerdote, que lo aplica a quien quiere. El primero se sigue de que este sacrificio se ofrece de modo general por todos los fieles vivos y difuntos; es, pues, lo mismo en cuanto a la sustancia que el sacrificio de la cruz, que fue ofrecido por todos, y consta por el Canon de la Misa que el sacerdote debe aplicarlo por todos, por el papa, por el obispo, por toda la Iglesia militante y purgante, sin poder dejar de hacer esto, ya que fue precisamente destinado para ello de modo especial por la misma Iglesia. Por lo cual, este fruto se aplica a todos los fieles que participan de la unidad de la Iglesia y que no ponen óbice, y así puede ser en cierto modo extensivamente infinito, y todos y cada uno, si no queda por ellos, pueden percibir el fruto integro como si se tratara de uno solo. Se discute si este fruto supone solo la impetración o también la satisfacción. El segundo fruto tiene su fundamento en que el sacerdote ofrece el sacrificio también por sí mismo. «Offero —dice— pro innumerabilibus peccatis et offensionibus et negligentiis meis». Debe, pues, como dice el apóstol: «Quemadmodum pro populo ita etiam pro semetipso oferre pro peccatis», y por esta razón debe ofrecer sacrificio en descuento de los pecados, no menos por los suyos propios que por los del pueblo[4]. El sacerdote recibe este fruto,