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un cambio, en primer lugar, en los lenguajes usados. Las cartas y ordenanzas del primer periodo estaban principalmente escritas en un latín sustancialmente conformado por el vocabulario de los derechos romano y canónico; los documentos del periodo posterior se escribieron en una lengua vernácula conformada por la práctica de las cancillerías reales y estuvieron moldeados por el lenguaje político, religioso y ético de la época. En aquellos episodios existe una continuidad en el principio de que se actuaba en nombre del reino, pero cambia la forma en que el reino es representado. A pesar de cierta terminología repetida –los «estados», los «comunes»– en la década de 1460 el reino es visto en menor medida como un conjunto de grupos particulares constituido por sus libertades y privilegios individuales, y en mayor medida como una comunidad socialmente diversa y nacionalmente unida, con un conjunto de intereses colectivos, tratados por un gran público y ante un gran público. Hay cambios, además, en los puntos debatidos. En 1460 hay una menor preocupación por la defensa de los derechos y las libertades con respecto a la intrusión de la jurisdicción real, o con respecto a la determinación de lo que el rey y sus oficiales podían o no podían hacer. En lugar de ello, hay una mayor sensación de que el gobierno del rey es efectivamente aceptado, de que el bienestar de la Iglesia y del pueblo dependen de él en todos los puntos y detalles, y de que los problemas importantes están relacionados con la perversión de dicho gobierno, con su tendencia impropia a excluir o con su fracaso a la hora de dar lo que se espera de él, lo que, en conjunto, ya no se ve como una intrusión en la vida de los súbditos. Hay cambios, finalmente, en la naturaleza y las filiaciones de los propios documentos: en la década de 1460 no hay cartas y ordenanzas, sino peticiones y manifiestos, que buscan decir algo en público y en nombre del público. Por mucho que cierto tipo de legislación posterior emanara seguramente de las asambleas mantenidas por los rebeldes de Castilla y Francia, e incluso también de Inglaterra, su objetivo inmediato era el de aconsejar al rey, más que el de legislar: esgrimir algún tipo de opinión común, o nacional, más que promover un conjunto de intereses particulares.

      Es difícil negar que estos testimonios apuntan a ciertos progresos significativos en el periodo de ciento cincuenta años que separa los dos conjuntos de acontecimientos. Se había producido un grado sustancial de integración política, así como lo que parece una politización de las relaciones sociales y legales, es decir, una mayor conciencia propia por parte de los grupos con estatus de que tenían responsabilidades con respecto al conjunto político y una reconsideración de sus funciones en relación con dicho conjunto y sus intereses y obligaciones políticas. No es que el conjunto de la sociedad no fuera reconocido a principios del siglo XIV –las referencias a las antiguas buenas leyes de los viejos reyes, al conjunto del reino y al consentimiento común de la parte más sana así lo indican–, pero queda claro que, por entonces, las libertades de los estamentos y de los distritos jurisdiccionales eran una preocupación más apremiante y real que el bien común, fuese lo que esto fuese. En la década de 1460, por otro lado, los tentáculos del gobierno central estaban por todas partes y la participación en la alta política se había difundido muy ampliamente, de una manera u otra, en la mayoría de sociedades europeas. En consecuencia, la comunidad política era en todos los países un fenómeno mucho más extenso, complejo y omnipresente, de modo que los políticos de todas las clases se veían obligados a interactuar con dicho fenómeno tanto en términos verbales como reales. Fueron cambios, pues, no solo en el vocabulario de la política, sino también en sus formatos, sus objetivos y su naturaleza. Lo que aquí acabamos de ver es la prueba de un cambio estructural, y un cambio estructural en aquello que los historiadores han considerado comúnmente como un recorrido creativo y positivo –hacia la confección de sistemas políticos coherentes y extensivos, de sociedades políticas–. Una historia que tenga en mayor consideración la importancia de las estructuras políticas y la presencia de la evolución política a lo largo de nuestro periodo podrá capturar una parte destacada de la vida política europea de la Baja Edad Media. Aún más, podrá ser un punto de partida nuevo para la historiografía, al menos para aquella que analiza el continente de manera conjunta.

      A pesar de que se ha publicado una gran cantidad de bibliografía especializada en las últimas décadas, además de los múltiples volúmenes de The New Cambridge Medieval History (de aquí en adelante NCMH) y un número importante de estudios por países, las principales visiones generales introductorias sobre la política bajomedieval de las que dispone el lector anglófono tienen ahora aproximadamente treinta o cuarenta años. Later Medieval Europe from St Louis to Luther, de Daniel Waley, se publicó por primera vez en 1964; Europe in the Fourteenth and Fifteenth Centuries, de Denys Hay, en 1966; el libro de George Holmes Europe: Hierarchy and Revolt, 1320-1450 llegó en 1975, y States and Rulers in Medieval Europe, de Bernard Guenée, que se editó en inglés en 1985, era una traducción de una obra publicada en Francia en 1971. Estos libros han sido revisados y reeditados, en algunos casos varias veces, pero de manera inevitable, y con todas sus virtudes, no han acabado escapando al estado de las investigaciones e interpretaciones que prevalecían cuando fueron inicialmente redactados. Los volúmenes de la NCMH, por otra parte, contienen muchos cuestionamientos fundamentales a aquellos puntos de vista anteriores y una importante riqueza de material nuevo, pero, como es lógico en una colección de obras de autores diversos, no ofrece una nueva síntesis y las introducciones realizadas por los editores muestran normalmente un perfil prudente respecto a las grandes explicaciones de cada centuria. Han emergido algunas visiones nuevas, como Transformation of Medieval Europe, 1300-1600 (1999), de David Nicholas, o Europe in a Wider World, 1350-1650 (2003), de Robin W. Winks y Lee Palmer Wandel, pero su principal novedad consiste en mostrar el siglo XVI junto al XIV y el XV; no ofrecen, por el contrario, reinterpretaciones en torno a la política de la Baja Edad Media. Sin embargo, es precisamente una reinterpretación lo que se echa en falta. Antes de ir más lejos, nos será de ayuda explorar cómo se ha desarrollado la historiografía del periodo y tener en cuenta qué puede haber de incorrecto en algunas de sus suposiciones principales.

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