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las ordalías de Sócrates y Jesús uno al lado del otro; se hace en los escritos de Orígenes, Calvino, Rousseau, Hegel y Gandhi, por citar una pequeña selección.4 Las semejanzas aparentes empiezan con el mero hecho de que haya varios relatos de lo que se dijo e hizo.

      Los dos acusados son objeto de pasiones populares que canaliza un grupo de implacables opositores, dirigidos, respectivamente, por Ánito en nombre del restablecimiento de la democracia y por Caifás en el del Sanedrín. Los acompaña una banda de adeptos, amigos o discípulos, a los que, se sospecha, han impartido enseñanzas secretas, aunque tanto uno como otro nieguen el cargo. Son intransigentes en su rechazo a defenderse con eficacia. Muestran una sorprendente falta de voluntad para eludir la muerte y, en ambos casos, sus muertes confirman su influencia. El paralelo más llamativo es el principal cargo explícito, irreverencia en el caso de Sócrates y blasfemia en el caso de Jesús.

      Sin embargo, es también en ese punto, cuando se han presentado los cargos, donde empieza a aparecer la inconmensurabilidad de los dos casos. Sócrates habla ante la Heliea, mientras que Jesús «guarda silencio» ante el Sanedrín y no responde a Pilatos «ni una palabra» (Mateo 26: 63, 27: 14; un relato divergente hace que responda con preguntas y evasivas). Su silencio nace de su situación. Es sospechoso de pretender el poder y ser el Mesías. Esa pretensión es innegablemente una blasfemia si es falsa. Pero el tribunal judío ya ha prejuzgado su falsedad y, como Jesús ha confirmado esa pretensión en secreto (16: 15-20), su única salida es oscurecer esa afirmación en público. De nuevo, cuando las autoridades judías lo acusan de sedicioso ante el gobernador romano porque ha recabado para sí una nueva soberanía, Jesús sigue un camino parecido; admite y al mismo tiempo niega esa presunción poniéndola en boca del gobernador –«Tú lo has dicho» (27: 11)–, negando que su gobierno sea político: «Mi reino no es de este mundo» (Juan 18: 36).

      Hasta aquí Jesús y Sócrates siguen siendo comparables, pues se apartan del tribunal, presentándose como menos de lo que son. Pero hay una importantísima diferencia: los autores de los Evangelios creían que, en última instancia, la pretensión de Jesús era sincera; que el acusado en este juicio era, aunque no se reconociera, Dios.

      Así que, aunque ambos casos sean la consecuencia de que irrumpan en la comunidad poderosas pretensiones incompatibles con su autoridad, son incomparables de un modo muy revelador para la Apología, ya que se representa a Jesús, como el Cristo tanto tiempo esperado, cumpliendo en su vida y en su muerte una profecía y una misión, mientras que Sócrates, que niega específicamente que tenga siquiera sabiduría sobrehumana (20 e), es un hombre, y un hombre que no ha tenido heraldo ni ha sido ungido. Por tanto, mientras que la Pasión es una consumación inevitable, el final de Sócrates no es parte de un único drama prefigurado, sino una acción deliberada y humana. Acorde con esa diferencia, Sócrates habla donde Jesús calla y se dirige con osadía, aunque de un modo selectivo, a su ciudad, en este mundo. La Apología es parte de un riguroso acontecimiento político.

      V Hay un procesamiento que permite una comparación aún más obvia con el juicio de Sócrates. Sir Tomás Moro, «nuestro noble y nuevo Sócrates cristiano», como su biógrafo Harpsfield lo llama, fue llevado ante el tribunal del rey, acusado en virtud de una ley que establecía como traición negar –o, según la interpretación del tribunal, rehusar afirmarlo– al rey como jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra.

      La conducta de Sócrates y Moro es similar en estos puntos: ambos tienen la oportunidad de evitar sus juicios así como sus sentencias, Sócrates con el silencio voluntario o el exilio, Moro acordando «revocar y reformar» su «opinión deliberadamente obstinada». Se defienden solos ante el tribunal y hablan de nuevo, de forma más franca e intransigente, después de haber sido declarados culpables, para revelar que consideran que la verdadera causa por la que se les acusa no es la oficial, pero también que son culpables, al menos en espíritu, de los cargos que se les imputan. Al final, explican su comportamiento refiriéndose a consideraciones supramundanas: Moro al «riesgo de la condena perpetua de mi alma», Sócrates a su bienvenida entre los héroes en el Hades.

      Moro hace una defensa astuta y sutil ciñéndose a la letra de la ley al reclamar su derecho al silencio y revelar solo después del veredicto su implacable oposición a la heterodoxia del rey. Dice:

      Moro se defiende con todo el cuidado legal como estadista y jurista, mientras que, como ser humano y cristiano, preserva intactos sus pensamientos íntimos, como Jesús. Pero Sócrates, un hombre privado que apenas ha desempeñado cargos y afirma no tener experiencia en los tribunales (17 d), maneja su defensa de manera muy caballerosa, mientras que, como ciudadano y filósofo, a diferencia de su contrapartida cristiana, no tiene noción de intimidad de la conciencia. Por tanto, la comparación pone de relieve su libertad en la Apología. Su determinación no proviene de los entresijos más recónditos de la condena, sino de un terreno que por propia naturaleza es común y necesita comunicarse.

      VI Por último, la razón más vívida para volver a estudiar la Apología es el deseo de conseguir una respuesta a esta pregunta: ¿fue Sócrates juzgado justamente y condenado a muerte justamente? Hay varios aspectos en la pregunta.

      Como no tenemos registro del caso en lo que afecta a la acusación, la primera pregunta solo puede resolverse examinando la defensa de Sócrates, lo que haré después. Esa tarea se complica por el hecho de que Sócrates transforme su defensa en una ofensa, una acusación contra sus acusadores y conciudadanos que, al mismo tiempo, es un insulto y un asalto. Sería ridículo tratar de estudiar en sustancia su ataque, lo que requeriría determinar si los atenienses son más perezosos a la hora de examinarse a sí mismos que, digamos, los tebanos, los espartanos o los americanos. De hecho, podría argumentarse que esos cargos, que son universalmente verdaderos para toda la humanidad, son perniciosos cuando van dirigidos inequívocamente a una comunidad en particular. De ahí que, para el jurado, el ataque de Sócrates se convirtiera en una prueba de su mala fe.

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