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quizás el único residuo tangible de este incidente sea la declaración y multa por parte del Ministerio de Bienes Nacionales, el que salió raudo a reiterar que en Chile no existe tal cosa como la «playa privada». Así, generó un antecedente relevante que tal vez evite por un tiempo la recurrencia de incidentes similares a este. Mientras tanto, más allá del entusiasmo online que generó, la «funa» in situ no prosperó. Y, pocos días después, ya todos comentábamos otras noticias en redes sociales.

      Como los campesinos de Scott, los indignados online descargamos nuestra frustración en la red, mientras afirmamos nuestro sentido de pertenencia y de épica, molestando un poco a quien hace los méritos suficientes.

      Por lo pronto, aquellos sectores de la élite cuyos espacios de socialización son hoy levemente menos exclusivos, deben transitar con un poco más de cautela por la vida. No sea cosa que algún teléfono indiscreto los grabe in fraganti y los saque de su anonimato por unos días.

      La indignación rotativa de unos es la contracara de la incomodidad pasajera de otros. La ausencia de articulación y canalización institucional del conflicto social explica tanto la recurrencia del descontento, como la impasibilidad de élites que no comprenden muy bien qué está pasando.

      Mientras tanto, pasmados por el temor a salirse del libreto y liderar, los políticos se resignan a evitar escándalos e intentar mantener su popularidad mediante la exégesis de las encuestas y las redes sociales. Aunque sistemáticamente les tiende a ir mal, siguen intentando pegarle el palo al gato, sin que, al mismo tiempo, se les desordene el gallinero.

      Conflicto sin mediación

      También durante el verano de 2019 Revolución Democrática (RD) desarrolló su elección interna. Fiel a su consolidación como un partido moderno y con masiva actividad en redes sociales, RD organizó un sistema de votación online a través del cual cualquiera de sus más de 42.000 adherentes podía participar en no más de tres minutos desde la comodidad de su cocina. Compare la modernidad y simpleza de este proceso con el vetusto operativo de la elección del Partido Socialista (PS) la semana pasada.

      A pesar de ser una campaña interna caldeada, votaron poco más de 3.000 personas, es decir, menos de un 8% de sus adherentes. Como ocurrió con el intento de «festival» en el jardín de Pérez Cruz, la distancia entre el ruido de las redes sociales y la acción colectiva fue enorme (aun cuando los costos de participar fueran bajísimos).

      Esa fue la suerte del partido político que logró captar más adhesiones en los últimos años, siendo uno de los colectivos que pretende representar a los descontentos y renovar la política. Una fuerza que tiene el mérito (¿también la limitación?) de haberlo intentado construyendo un partido y apostando a la vía institucional.

      Mientras tanto, en el vetusto PS votaron más de 17.000 militantes, entre los que seguramente hay algunos acarreados y otros que añoran un pasado que se les escapa como el agua entre las manos.

      El problema que hoy enfrentan nuestras sociedades no es solamente que contamos con una institucionalidad analógica para una realidad digital. Como muestra el caso de RD, la solución para la «baja intensidad» y la tibieza de nuestras convicciones no es meramente tecnológica. Es también la ausencia de sustitutos normativamente aceptables y socialmente legítimos para el añejo modelo representativo tradicional. La sociedad actual parece no contar con proyectos colectivos y mecanismos de agregación de intereses que permitan canalizar de modo constructivo el malestar y el conflicto. En el pasado, ese era el rol de los partidos políticos.

      Tampoco alcanza con bajar significativamente los costos de participar. Hay una asimetría flagrante entre lo mucho que participamos para lapidar alguna iniciativa o a alguien caído en desgracia, y lo mucho que nos cuesta participar en procesos de construcción colectiva. Mientras tanto, como la interna del PS, el modelo analógico sigue funcionando por defecto, generando más curiosidad y extrañamiento que legitimidad. Es una pieza de anticuario en un contexto como el que genera la realidad social, económica y tecnológica actual. Pero permanece. Inerte.

      Para ser claros, no tengo un modelo alternativo que proponer y descreo fuertemente de las opciones que se están pensando15. Pero eso no me parece suficiente para solventar la esperanza de que la solución pase por reformar o renovar el sistema. Estamos básicamente atrapados en una lógica en que el sistema de mediación de intereses, crecientemente ilegítimo y debilitado, produce coaliciones electorales que cristalizan un domingo cada cuatro años y rápidamente se desmantelan o se quedan sin respaldo en la ciudadanía.

      Hoy es más fácil ganar una elección que gobernar. Y, por lo mismo, a quince meses de la instalación de un nuevo gobierno, ya estamos esperando una nueva elección y proyectando candidaturas. La ausencia de legitimidad genera una fuga hacia delante.

      Chile no está solo en este problema ni se encuentra en una situación límite como la de otros países que viven ya fenómenos de recesión democrática. En todo el mundo el sistema representativo ha perdido la capacidad de representar de modo legítimo las preferencias de la ciudadanía. Esas preferencias, por lo demás, son formateadas mediante procesos complejos (cuyos impactos recién estamos comenzando a dimensionar), sobre los que la política y los Estados-nación han perdido el control.

      La sociedad contemporánea enfrenta un problema civilizatorio —adicional al del cambio climático— para el que no tenemos respuestas normativamente satisfactorias. Las «salidas» que conocemos vienen del pasado, más o menos de los años treinta del siglo XX: son oscuras y se asocian a lo que los ecólogos denominan «colapsos poblacionales». Se trata del fascismo, el nacionalismo y el autoritarismo.

      Por otra parte, las salidas que imaginamos —por ejemplo, la incorporación de tecnología al proceso de formulación de decisiones democráticas— son hoy practicables, pero levantan fuertes cuestionamientos normativos. No obstante, esa no debe ser razón para buscar comodidad en la inercia. Hay que seguir intentando innovar, buscando reconstituir los ideales normativos de una democracia que se nos está volviendo imposible de practicar como antaño.

      Según datos de la Auditoría de la Democracia17, quienes no se identifican con ningún partido pasaron de ser un 53% en 2008 a un 83% en 2016. Además, casi nueve de cada diez chilenos creen que el Congreso y los partidos cumplen mal o muy mal con su función de representar los intereses de los ciudadanos.

      Si bien los porcentajes observados en 2016 fueron récord (y por definición están cerca del techo de cada indicador), la crisis que hoy viven los partidos políticos no es nueva; tiene raíces de larga duración y viene profundizándose hace años18. Tampoco es una crisis que deba explicarse por la aparición masiva de casos de corrupción. Estos casos, sin duda, han catalizado la desconfianza y el hastío ciudadano, pero el origen de la crisis es distinto. Su raíz es política y desde ahí se traspasa al sistema económico y social.

      Es, en esencia, una crisis de legitimidad, en que el sistema político no logra reconstituir niveles razonables de confianza ciudadana.

      Pensando la transición chilena y su problemática, el sociólogo Norbert Lechner escribió a mediados de los ochenta que la legitimidad era una «cuestión de tiempo». Afirmaba que construir un orden legítimo dependía de que los líderes tuvieran la capacidad de utilizar la confianza ciudadana para sincronizar los tiempos objetivos de la política (donde todo es más lento) con los tiempos subjetivos de la sociedad.

      Así, pensaba Lechner, los líderes conseguían legitimidad (y tiempo para hacer su pega) cuando persuadían a la sociedad sobre la necesidad de postergar sus expectativas en lo inmediato, en pos de la construcción de un proyecto más satisfactorio (de difícil aunque plausible construcción) en el futuro.

      Un buen ejemplo de esto se observa en el gobierno del presidente Patricio Aylwin. En su momento, construyó legitimidad convenciendo a los chilenos de que era necesario pasar por un periodo de normalización (luego de la dictadura militar),

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