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tanto el gobierno mexicano como diversas fuerzas políticas y grupos de la sociedad civil tomaron parte activa en los procesos de cambio político y confrontación militar que sacudieron Centroamérica.

      El conflicto centroamericano tuvo su etapa más aguda durante la década de los ochenta. Su antecedente inmediato fueron las grandes movilizaciones populares de carácter beligerante que tuvieron lugar en Nicaragua, El Salvador y Guatemala desde mediados de la década anterior, en las cuales gravitaban tensiones sociales de larga data, agudizadas por el creciente desgaste político de los regímenes autoritarios y represivos de dichos países. Otro vector que incidía fuertemente en la insurgencia popular era el accionar de agrupaciones clandestinas de corte radical, que si bien no representaban una amenaza militar inminente, ya no eran como las guerrillas de los años sesenta pequeños núcleos relativamente aislados en las montañas o en la clandestinidad; ahora su presencia y liderazgo eran patente entre organizaciones populares de todo tipo, sindicatos, asociaciones estudiantiles, ligas campesinas, comunidades cristianas, etcétera, constituyendo un elemento catalizador en el proceso de organización y radicalización del movimiento popular. A partir de este vínculo, las masas radicalizadas adoptaron la violencia como un recurso inmediato para impulsar sus anhelos de transformación social.

      En respuesta al desafío revolucionario, los gobiernos de Guatemala, El Salvador y Nicaragua decidieron combatir sin miramientos el “complot comunista”. Cuerpos de seguridad, fuerzas armadas y “escuadrones de la muerte” llevaron la violencia represiva a extremos inauditos. El terror de Estado abarcó también a la oposición reformista que buscaba el cambio por medios pacíficos. La represión generalizada y el cierre de espacios de acción política abonó en favor de los proyectos radicales y la vía insurreccional. La caída del dictador nicaragüense Anastasio Somoza en julio de 1979 marcó un punto de inflexión en la situación centroamericana. El triunfo de la insurrección popular y la llegada al poder del Frente Sandinista para la Liberación Nacional (FSLN) acrecentó enormemente la efervescencia revolucionaria en El Salvador y Guatemala.

      Es de señalar que la guerrilla nicaragüense gozó de condiciones excepcionalmente favorables para su causa. El FSLN exhibió una habilidad política sin precedente entre los grupos insurgentes latinoamericanos para capitalizar el desgaste nacional e internacional del régimen somocista, conjugando el desarrollo interno de la sublevación con la construcción de alianzas amplias a nivel nacional e internacional. De este modo en el curso de la insurrección los sandinistas pudieron contar con la ayuda militar cubana y el respaldo político y financiero de distintos gobiernos latinoamericanos, señaladamente Panamá, Costa Rica, Venezuela y México.

      Por su parte, Estados Unidos buscó evitar a toda costa que la causa revolucionaria obtuviera un nuevo triunfo en Centroamérica. Con esa intención respaldó el golpe de Estado de octubre de 1979 en El Salvador, que a la vuelta de unos meses condujo al establecimiento de un gobierno encabezado por la Democracia Cristiana. A instancias de Washington, Costa Rica y Venezuela retiraron su apoyo a los sandinistas y respaldaron firmemente al nuevo régimen salvadoreño. Paralelamente el apoyo económico y militar de Estados Unidos a sus aliados en la región se incrementó de manera exponencial. De hecho, este país estacionó tropas y aviones en Honduras, que se convirtió en una importante plataforma de operaciones para atacar a la Nicaragua sandinista. Incluso en ciertos momentos unidades de fuerzas especiales, agentes de la CIA y asesores militares estadounidenses entraron en combate en Nicaragua y El Salvador. Cabe agregar que al esfuerzo por contener el avance revolucionario en la región también se sumaron otros países como Argentina, Taiwan, Israel y Venezuela, que brindaron apoyo logístico y asesoría en contrainsurgencia a los gobiernos salvadoreño y guatemalteco.

      Los sandinistas no se quedaron de brazos cruzados. Tan pronto se asentaron en el poder brindaron su apoyo a las fuerzas insurgentes de El Salvador y Guatemala, e inclusive a las incipientes guerrillas hondureñas. Asimismo, diversos países del bloque socialista como Cuba y Vietnam, pero también la propia Unión Soviética, desplegaron una cantidad significativa de recursos bélicos en apoyo del proceso revolucionario centroamericano; le proporcionaron armamento sofisticado a Nicaragua y abastecieron y entrenaron a los guerrilleros salvadoreños y guatemaltecos. La causa revolucionaria en Centroamérica también contó con el respaldo entusiasta de otras fuerzas radicales como el gobierno libio, la Organización para la Liberación de Palestina, la ETA y diversos grupos armados latinoamericanos.

      El involucramiento militar de distintos gobiernos en favor de uno y otro bando hizo patente que, si bien los conflictos de Nicaragua, El Salvador y Guatemala tenían orígenes internos y seguían cada uno pautas particulares, también estaban articulados a una trama muy compleja de intereses y enfrentamientos de orden internacional. Más allá de las delirantes denuncias de la administración norteamericana en el sentido de que el conflicto era resultado de la injerencia soviética, era un hecho que la crisis política y la guerra en Centroamérica se habían terminado por vincular de distintas maneras con la confrontación estratégica entre Estados Unidos y el Bloque Socialista.

      En cuanto se refiere a nuestro país, cabe destacar que el involucramiento del gobierno en el conflicto centroamericano fue más profundo y comprometido de lo que suele admitirse usualmente. Lejos de ser un actor neutral, México fue un protagonista. La intención de favorecer el cambio político en Centroamérica condujo al presidente José López Portillo a desempeñar un rol activo en los procesos revolucionarios que se desarrollaban en la región, aún a riesgo de confrontarse con Estados Unidos. Desde finales de 1978 el mandatario comprometió su respaldo al movimiento sandinista. Tras el derrocamiento de Somoza, México se convirtió en uno de los principales aliados del gobierno revolucionario de Nicaragua, proporcionándole importante apoyo económico y diplomático. Asimismo, durante 1980 y 1981 nuestro gobierno acompañó las iniciativas políticas de la insurgencia salvadoreña y estableció secretamente acuerdos iniciales con la guerrilla guatemalteca.

      Tal postura motivó graves fricciones con la administración norteamericana. Además de este costo inevitable y calculado, México se vio afectado de distintas maneras por el escalamiento del conflicto. Alrededor de 200 000 centroamericanos (mayormente salvadoreños y guatemaltecos) se internaron en nuestro país en busca de refugio. Los combates entre la guerrilla y el ejército de Guatemala se acercaron peligrosamente a los linderos nacionales. La posibilidad de que Estados Unidos invadiera Nicaragua o El Salvador y que la guerra se extendiera a todo el Istmo hacía prever un escenario catastrófico: la emergencia humanitaria, ya de por sí grave, alcanzaría sin duda proporciones de desastre, y el propio territorio mexicano podría ser vulnerado por fuerzas militares extranjeras.

      Ante esta perspectiva, desde 1983 nuestro gobierno concentró sus esfuerzos en conjurar la intervención militar norteamericana y en promover una solución concertada a la crisis regional, aunque sin declinar su respaldo al gobierno nicaragüense y a las fuerzas revolucionarias de El Salvador y Guatemala. Hasta el final del conflicto México fungió como plataforma de acción diplomática y conspirativa del FMLN salvadoreño, y en las regiones fronterizas de Chiapas y Tabasco los guerrilleros guatemaltecos mantuvieron sus estructuras de retaguardia y logística, lo cual les permitió sobrevivir a los embates del ejército. En ambos casos el apoyo mexicano tuvo un valor estratégico. Nuestro gobierno consideraba que esos grupos insurgentes eran fuerzas legítimas y representativas, y en consecuencia estaban llamados a jugar un papel insoslayable en el reordenamiento político sus respectivos países. A la larga mantener esta postura facilitó la distensión del conflicto y contribuyó a que las negociaciones de paz de El Salvador y Guatemala culminaran de manera exitosa en 1992 y 1996 respectivamente.

      Puede afirmarse que el involucramiento oficial mexicano en el conflicto de Centroamérica tuvo intenciones y alcances que solo se equiparan al apoyo prestado a la República Española durante la Guerra Civil de 1936-1939. A ello cabe añadir que la actuación del gobierno contó con la aprobación de amplios sectores políticos y de opinión, lo cual le brindó a este posicionamiento activo consenso social y legitimidad. La insurrección sandinista y los procesos revolucionarios de El Salvador y Guatemala motivaron fuertes simpatías entre agrupaciones políticas, organizaciones sociales, comunicadores, académicos, funcionarios, intelectuales, sindicalistas y personalidades públicas de muy distinta orientación política. La escalada intervencionista de Estados Unidos motivó un fuerte repudio. Las matanzas de civiles

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