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de regimiento, y cerca de Colonia lo saqueó la cuadrilla de salteadores «Hahnenfeder».5 Más tarde ejerció como alabardero en Praga, regresó a casa pobre y maltrecho y se colgó del cuello de su madre hasta que falleció a los cuarenta y dos años. El equivalente benévolo de Heinrich lo constituyó la afable hija Margarete [10], quien, de toda la familia, fue la más cercana al primogénito. Tuvo un matrimonio bien avenido con un sacerdote. El más joven de los hijos, Christoph, era honrado, correcto y celoso de su reputación; fue un artesano respetable, un estañero. La tendencia castrense de la familia Kepler fluía por él tan diluida ya, que le parecía suficiente motivo de orgullo ejercer a la vez como maestro instructor en la milicia ducal de Württemberg. Volveremos a oír de él más adelante.

      Con el tiempo, papá Heinrich no soportó estar en casa [11]. La densidad del aire que reinaba allí y el bullir de la sangre que corría por sus venas tiraron de él. Desconocemos si en su juventud aprendió algún tipo de oficio. En ningún lugar se comenta nada al respecto. Es probable que contribuyera a administrar los bienes de su padre, pero aspiraba a ejercer otra actividad. Cuando en 1574 sonó el tambor del alistamiento se puso en marcha camino de los Países Bajos, donde el régimen de terror del duque de Alba había llevado a la revuelta y al levantamiento. Este era el ambiente que le gustaba. Pretendía calzarse las espuelas en aquel fragor de las armas. A su esposa e hijos los abandonó en casa. Katharina, su mujer, que se llevaba mal con la suegra y se sentía sometida por ella, partió tras su marido el año siguiente. El pequeño Johannes quedó entonces confiado a la tutela de los abuelos, quienes no le mostraban demasiado cariño y lo trataban con dureza. Durante la ausencia de los padres enfermó de viruela con tanta gravedad que estuvo al borde de la muerte. Cuando regresaron en 1576, el padre renunció a su derecho de ciudadanía en Weil der Stadt y se trasladó con su familia a la vecina ciudad de Leonberg, perteneciente al ducado de Württemberg. Allí mismo compró una casa e intentó emprender una nueva vida, pero al año siguiente volvemos a verlo en servicios militares belgas. No parece que la suerte le fuera favorable en aquella ocasión, porque corrió el peligro de morir en la horca. A su regreso perdió su patrimonio por actuar como aval, y entonces vendió la casa, abandonó Leonberg y en 1580 arrendó para sus hijos la posada de la pequeña aldea badense de Ellmendingen, cercana a Pforzheim, entonces muy frecuentada. En cambio, como es natural, tampoco allí permaneció mucho tiempo. Ya en 1583 lo volvemos a ver en Leonberg, donde adquirió bienes inmuebles. Cinco años después abandonó a los suyos para siempre. Se cree que participó como capitán en una batalla naval napolitana y que debió de morir durante su regreso a casa en la región de Augsburgo. Su familia jamás volvió a verlo.

      Los niños creen que el devenir del mundo tiene que ser tal como se les muestra cuando empiezan a pensar, y aceptan las tempestades como les salen al paso. Sin embargo, al joven Johannes, taciturno y sensible, debió de costarle mucho superar todas las impresiones lacerantes que tuvo. A su mente infantil le resultó difícil comprender el orden del mundo que conoció, y las imágenes negativas que se adhirieron a su alma no fueron fáciles de borrar. El sentimiento religioso se manifestó en él desde muy temprano, y en su desamparo buscó la ayuda de Dios, del todopoderoso, del que todo lo ordena y resuelve, del que lo abraza todo con su poder y a quien él se sentía subordinado.

      Pero hubo algo más que lo apartó de su pesar interior, que despertó su amor propio y procuró alimento a su espíritu: la escuela. Tuvo la suerte de que justo Württemberg contara con un sistema de enseñanza bien desarrollado. No solo existían por todas partes escuelas alemanas donde aprender bien o mal a leer, escribir y contar; además, tras la implantación de la Reforma, los duques de Württemberg decretaron que en todas las ciudades pequeñas debían erigirse también colegios latinos que asumieran la labor de las antiguas escuelas monásticas y cuya función consistiera en formar nuevas generaciones preparadas para el oficio espiritual y el servicio a la gestión territorial. En Leonberg existía una de estas escuelas dividida en tres niveles. Dado el peso que tenía entonces la lengua latina como idioma común entre los estudiosos y como vía hacia una formación superior, la enseñanza del latín se impartía con el mayor celo y se exigía que los escolares aprendieran a leerlo, escribirlo y hablarlo con soltura. Empezaban con él ya desde el primer año de asistencia a las clases. Una vez que sabían leerlo y escribirlo, el segundo año se dedicaba a inculcar la gramática, y durante el tercer año se leían textos clásicos antiguos, sobre todo comedias de Terencio, con la intención de favorecer considerablemente la expresión oral. De hecho, el reglamento escolar exigía con toda severidad que los chicos hablaran entre ellos en latín. Apenas se valoraba el fomento de la lengua alemana porque se creía que a través de la escritura latina también se «aprehendería» la del alemán. La consecuencia de esto fue, sin duda, que después quienes sabían poner por escrito las frases más bellas en la lengua que los obligaba a pensar con claridad y lógica, el latín, solían expresarse, en cambio, con afectación, de un modo retorcido, deshilvanado y casi ininteligible en sus textos alemanes.

      En una de estas escuelas Kepler adquirió la base de la maestría estilística con que más tarde expresaría sus ideas en lengua latina. Al parecer, sus padres lo enviaron en un primer momento a la escuela alemana. No podemos presuponer en ellos ninguna capacidad para comprender la finalidad de las escuelas latinas. Pero, como los profesores del colegio alemán trasladaban gustosos a sus alumnos más aventajados al colegio latino para allanarles el camino hacia un futuro mejor, también Kepler, que reveló desde temprano una mente despierta, ingresó pronto en el centro que lo conduciría a metas más elevadas. Entró en el primer curso con siete años, pero tardó cinco en completar los tres grados de su colegio [12]. Esto no se debió a un rendimiento deficiente por su parte, sino a que tuvo que interrumpir la asistencia a clase durante meses e incluso años debido al cambio de domicilio de sus padres a Ellmendingen, al corto entendimiento de ambos y a la precariedad de su situación. Requirieron al muchacho para trabajos duros de labranza, y durante esas pausas tuvo que arreglárselas solo lo mejor que pudo.

      Kepler guardó especial memoria de dos acontecimientos de la infancia que lo encaminaron hacia su dedicación posterior. En el año 1577 su madre lo llevó a una colina y le enseñó el cometa que surcaba el firmamento por aquel entonces [13]. En 1580 su padre lo sacó al cielo raso de la noche para contemplar un eclipse de Luna [14]. Ambos fenómenos celestes dejaron una huella indeleble en su impresionable intelecto, hasta el punto de que mucho más tarde aún recordaba pequeños detalles.

      ¿Qué futuro le esperaba a aquel muchacho? Su constitución débil no servía para la ruda labor agrícola y su talento destacado apuntaba hacia cotas más altas. La recomendación de los profesores, la religiosidad del chico y por supuesto también consideraciones de carácter económico, pudieron alentar a los padres a consagrarlo al oficio eclesiástico, una elección que Johannes acogió, sin duda, con gran alborozo. La senda hacia ese objetivo estaba trazada y era llana. Quien acababa la escuela latina y demostraba su valía en una prueba selectiva, el examen territorial, ingresaba en uno de los seminarios donde se preparaba a los pupilos para continuar los estudios en la universidad territorial de Tubinga, donde por segunda vez eran admitidos en un colegio para cursar sus estudios de teología. Esa fue la vía que siguieron miles de jóvenes prometedores en Württemberg hasta nuestros días, y no pocos adquirieron con posterioridad fama mundial. También Johannes Kepler emprendió este camino.

      La previsión inteligente de los duques y de sus asesores fundó gran número de seminarios semejantes en el reducido territorio suabo. Se instalaron en monasterios que en su momento habían desarrollado una vida floreciente, como la conocida abadía de Hirsau, y que quedaron clausurados con la implantación de la Reforma. Estaban divididos en centros elementales y superiores. Los primeros, las «escuelas gramático-monásticas», continuaban y completaban la instrucción iniciada en la escuela latina, mientras que los superiores preparaban directamente a los alumnos para los estudios universitarios. El reglamento escolar y extraescolar era estricto. La jornada comenzaba con salmodias, en verano a las cuatro de la mañana y en invierno a las cinco. Cada hora tenía asignada una ocupación. No había libertad para salir. Una indumentaria uniformada consistente en un abrigo sin mangas y hasta las rodillas diferenciaba a los alumnos monásticos y favorecía

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