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que transcurre durante la Guerra de la Independencia. A lo largo del siglo XIX se publicó hasta en siete ocasiones distintas en la prensa periódica, en cuatro versiones diferentes, a veces adaptándolo o reescribiéndolo en parte, e incluso ocultando el nombre del autor. Estas peculiaridades, más allá del asunto estudiado, nos han permitido apreciar mejor los cambios radicales que en menos de dos siglos habría experimentado el sistema literario, en el sentido de un mayor respeto por el trabajo del autor y un tratamiento más riguroso del texto, de su difusión.

      Con relación a las versiones de Poe en catalán y castellano sobre las que trata el capítulo de Dolors Poch, Carles Riba se muestra partidario de la traducción literal, que concibe como “arma de combate”; mientras que para Julio Cortázar, quien se permite más libertades que el poeta catalán, las versiones que lleva a cabo resultan un trabajo “fascinante y placentero”, una especie de taller de escritura del género del cuento, en el que se deja llevar por la creatividad, olvidándose a veces del original.

      Las cuatro traducciones al castellano de que disponemos de The Catcher in the Rye, novela de Salinger publicada en 1951, dos argentinas y dos españolas, no han parado de generar comentarios. La más antigua data de 1961 y la más reciente del 2006, 45 años después, aunque esta última reelabore otra de la misma traductora publicada en 1978, en la popular colección El libro de bolsillo, de Alianza Editorial, y ya desde el mismo título (sea El cazador oculto o El guardián entre el centeno; en francés y alemán se han traducido como L´attrape-coeurs/El atrapacorazones, y literalmente como Der Fänger im Roggen/El guardián entre el centeno) no hayan dejado de diferenciarse, pues responden no solo a épocas distintas, sino a culturas y variantes idiomáticas dispares, más alejadas de lo que la sensatez aconsejaría. Las diversas soluciones que adoptan sus autores resultan ilustrativas a varios propósitos, como se pone de manifiesto en el artículo de Santiago Alcoba.

      Dentro del amplio campo de la traducción, quizá la variante más singular y la que pueda interesarnos en mayor medida a los críticos e historiadores de la literatura sea la denominada autotraducción. El diálogo entre Carme Riera y Luisa Cotoner, filólogas y viejas amigas, la segunda no solo ha traducido algunas obras de la primera sino que juntas han llevado a cabo diversas versiones, resulta especialmente sabroso en su “toma y daca”: ¿Traducción o escritura en dos lenguas? ¿Versiones o traducciones? Cotoner, además, parece conocer al dedillo la obra de Riera y estar en el secreto del trabajo con los originales de ambas lenguas.

      Por último, el debate entre Gonzalo Pontón, Andreu Jaume y Joan Riambau sobre el mundo de la edición (con la traducción, la crítica literaria, los libros electrónicos y las versiones poéticas, en concreto, de por medio), resulta clarificador, pues pone de manifiesto la necesidad del entusiasmo, pero también la oportunidad, y exalta el trabajo hecho con conocimiento y rigor, lo que no por obvio acostumbra a ser habitual. Me ha sorprendido, no obstante, que la opinión tan desdeñosa que les merece la crítica literaria desemboque en la exaltación de uno de sus cultivadores más arbitrarios.

      Puesto que el traductor literario trabaja, en los mejores casos, por afinidad con el autor que vierte, de quien se siente cómplice, la traducción literaria constituye una de las maneras más profundas de leer un texto, al funcionar como un papel secante, impregnándose de sus mecanismos de composición y sentido. Pero, además, debería poder ser otra forma de articular un discurso en la propia lengua que resulta distinto, a la vez que pretende serle fiel.

      El que en este libro se recojan estudios en los que, de un modo u otro, lengua, literatura, traducción, edición y recepción aparezcan intrínsecamente relacionadas, es una prueba más de la sinuosidad del sistema literario, del cada vez mayor número de elementos en juego, lo que nos obliga a tenerlos en cuenta sin perderlos de vista, en especial si aspiramos a entender los textos de ficción en toda su complejidad, pues deberíamos procurar construir una historia de la literatura en donde las traducciones, la recepción, el mundo de la edición, en suma, adquiriesen la justa presencia que les corresponde.

      Mucho se ha hablado de las pérdidas inevitables en la traducción de las grandes obras literarias. Pero cada nueva traducción de un libro clásico que merece su nombre, trae también algo nuevo, algo inesperado. Lingüísticamente hablando, el original se ha quedado fijo. Mantiene imperturbable su forma a través de los siglos, y muchas veces el tiempo corre un velo sobre algunos matices de sus frases. Pero en la traducción a otras lenguas, esta escultura fija comienza a moverse, sus rendijas se llenan con una vida distinta que nace de la propia dinámica de cada lengua. Lo nuevo se manifiesta en un nivel microscópico que no salta inmediatamente a la vista del lector, pero que puede tener repercusiones fundamentales en cuanto a su lectura. La nueva traducción toca cuerdas de significado que no han sido tocadas aún, tiene que hacerlo incluso si quiere justificarse como nueva puesta en lengua. Va minando lo bien conocido, y lo eternamente repetido que todos pensaban conocer sobradamente. Porque este es el efecto que tienen los clásicos: muchos ya los dan por leídos colectivamente. Creen conocer a Don Quijote, porque han oído hablar de él, pero pocos se lo han encontrado realmente en las frases del libro. Así que las nuevas traducciones ofrecen la oportunidad de ocuparse de las obras clásicas en detalle y quizá por primera vez, un proceso que incluso puede permitir devolver parte de esta remodelación al original.

      Italo Calvino ha intentado definir el concepto de una obra clásica. Su libro Por qué leer a los clásicos comienza con la afirmación siguiente: «Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir: “Estoy releyendo...” y nunca “Estoy leyendo...”» (Calvino 2009: 13). Y al final, llega a una definición que me parece interesante para el proceso de la traducción: «Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir» (Calvino 2009: 13).

      La tarea del traductor consiste en que la obra siga diciendo lo que permanece oculto en ella. Walter Benjamin (1971 [1923]), en su ensayo sobre esta tarea, afirma que la traducción «hace madurar en los idiomas la semilla oculta de otro lenguaje más alto» y habla de la postmaduración de la palabra escrita que puede manifestarse en el acto de traducir.

      Se ha dicho muchas veces que la razón para traducir de nuevo a los clásicos consiste en que el lenguaje envejece y cada 50 años es necesario retocar el texto para quitarle el polvo y renovarlo. Pero creo que esa afirmación de ninguna manera hace justicia a la tarea de una nueva traducción. Quien quiera acercarse a un clásico ya traducido, debería enfrentarse a dos movimientos: al viaje de la lengua y la literatura extranjeras a través del tiempo, y al viaje de la propia lengua y literatura hasta el presente. En este trayecto, el traductor no sólo se adentra cada vez más profundamente en el original, sino que también traduce, en una suerte de acción paralela, la distancia temporal entre el lenguaje del original y el lenguaje actual de la traducción y al mismo tiempo inicia un viaje a través de la historia de su propia lengua. Y en ese camino hasta el presente tiene que mirar con atención lo que puede pescar del tesoro de su propia lengua para hacerlo fructífero para la traducción.

      Para Don Quijote, el oficio del traductor no parece tener mayores dificultades. Por eso, en su visita a la imprenta, hacia el final de la segunda parte, se queda estupefacto al ver a un traductor del italiano corrigiendo unas galeradas. Se entabla un sabroso diálogo:

      –Pero dígame vuesa merced, señor mío, y no digo esto porque quiero examinar el ingenio de vuestra merced, sino por curiosidad no más: ¿ha hallado en su escritura alguna vez nombrar piñata?

      –Sí, muchas veces –respondió el autor.

      –¿Y cómo la traduce vuestra merced en castellano? –preguntó don Quijote.

      –¿Cómo la había de traducir –replicó el autor– sino diciendo olla?

      –¡Cuerpo de tal –dijo don Quijote–, y qué adelante está vuesa merced en el toscano idioma! [...] Osaré yo jurar [...] que no es vuesa merced conocido en el mundo, enemigo siempre de premiar los floridos ingenios ni los loables trabajos. ¡Qué de habilidades hay perdidas por ahí! ¡Qué de ingenios arrinconados! ¡Qué de virtudes menospreciadas!

      Traducir el Quijote en el siglo XXI es algo que se

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