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cambio pacífico de distribución de poder, los comuneros intentaron la vía de la violencia y propiciaron una rebelión que, según ha señalado J.H. Elliott, se presentó, desde el punto de vista constitucional, como un movimiento de defensa frente a la erosión que muchos de los municipios castellanos habían experimentado en sus prerrogativas y poderes tradicionales por la acción del gobierno real.18

      No en balde, «en los proyectos elaborados por los comuneros las Cortes constituían la institución más importante del reino», en la que sus atribuciones limitaban notablemente el poder real. Se trató, claramente, de un intento frustrado de convertir un dominium regale en un dominium politicum et regale, de neta preponderancia parlamentaria.19

      Ahora bien, si las Cortes de 1520 constituyeron el último intento del pueblo llano de obtener una parcela de poder que le permitiera participar de iure en las decisiones políticas del Reino, las Cortes de Toledo de 1538 fueron consideradas por Sánchez Montes como «el último momento de una tensión efectiva entre el monarca y los órdenes privilegiados». En el curso de esas reuniones Carlos V trató de introducir un sistema más equitativo de recaudación, que implicaba el gravamen de ricos y pobres –la sisa–, en lugar de solicitar el tradicional servicio, que afectaba solamente a las capas llanas. Sin embargo, el estamento aristocrático se negó a aceptar el impuesto, que implicaba la renuncia a sus privilegios de exención tributaria. Es muy posible que ante esa negativa el emperador reaccionara del mismo modo que lo hizo, cuando le fue negado el servicio en las Cortes de Valladolid de 1527:

      nunca les dijo palabra desabrida ni aún les mostró mal gesto, antes les dio gracias por el socorro que le ofrecían y les envió mandar que se fuesen a sus casas y que estuviesen aparejados para cuando fuesen llamados.20

      Tras aquellas sesiones de 1538, sin embargo, nobles y alto clero no volvieron a ser convocados. La Corona buscó nuevas fuentes de ingresos, y con ello redujo la influencia de las Cortes en el único terreno que les hubiera permitido hacer quebrar el dominium regale: el de las finanzas. Como ha escrito Elliott, el estamento aristocrático había destruido, con su proceder, «la última esperanza de constitucionalismo en Castilla».21

      Felipe II convocó Cortes prácticamente de manera protocolaria, para realizar el juramento del príncipe, y a partir de 1665 las Cortes castellanas ya no volvieron a convocarse hasta la reunión de Madrid de 1701, que se realizó sin las formalidades exigidas.22

      Así, los monarcas españoles habían logrado mantener en Castilla la adecuación de la teoría que informaba sus Cortes a la realidad de las mismas, favoreciendo y reforzando una legalidad que justificaba y propiciaba su poder absoluto, esto es, el mantenimiento de un dominium regale.

      La situación fue distinta, sin embargo, en los otros reinos de la península.

      CORTES DE LA CORONA DE ARAGÓN

      A diferencia de Castilla, la Corona de Aragón se había constituido –como señalara Joan Reglà– «mediante la armonía entre imperio y libertad, basada en el desarrollo de una concepción federalista, de unión personal, dinástica, de los diversos reinos integrantes». Esa concepción fue la que informó la unión de las dos Coronas, con el matrimonio de los Reyes Católicos, lo que implicó una paradoja «entre la hegemonía de iure ejercida por las instituciones catalano-aragonesas, y la hegemonía de facto en manos de Castilla». Ello iba a provocar, pese a los esfuerzos de las Cortes, los futuros desequilibrios de la Corona aragonesa.23

      Así, el análisis diacrónico de las Cortes de Castilla muestra, en la tensión rey-Parlamento, los intentos de éste por transformar el dominium regale en un dominium politicum et regale, y el triunfo del primero en el mantenimiento y posterior reforzamiento de la estructura de poder existente al iniciarse la época moderna. En cambio, el examen de las Cortes aragonesas revela el proceso inverso: el esfuerzo progresivo de la monarquía por transformar el dominium politicum et regale en un dominium regale, lo que termina lográndose en cierta medida en Aragón y, particularmente, en Valencia, alterándose así, de manera definitiva, el equilibrio existente en la Corona de Aragón en el momento de producirse su unión con Castilla.

      En Aragón, al igual que en Cataluña y Valencia, el consentimiento de las Cortes –instituciones típicamente representativas– era fundamental para la aprobación de las leyes, cuya elaboración era una de las principales tareas del Parlamento. Este se componía de cuatro brazos –eclesiástico, militar, ricos-hombres y caballeros– todos los cuales debían de aprobar las decisiones que las Cortes presentaran, por unanimidad; de ahí que algunos tratadistas llegaran a afirmar que «la promulgación de cualquier ley en Aragón era poco menos que un milagro». Ahí estriba uno de los principales escollos con que los monarcas se encontraban en este Parlamento, y que operaba también a la hora de conceder el servicio. Por lo que respecta a este último problema, en las Cortes de Monzón de 1552 Felipe II obvió las largas negociaciones de los tractadores, enviando a su secretario, Gonzalo Pérez, a negociar directamente con el arzobispo de Zaragoza y así en diversas villas y ciudades la contribución de las Cortes fuera de éstas. Un importante precedente había quedado así establecido.24

      Las Cortes de Monzón de 1563 y 1583 sirvieron para eliminar progresivamente una importante función del Parlamento aragonés: los juicios de apelación, en cuanto a tribunal supremo de justicia, ante el que podían presentarse quejas por violaciones de las leyes del reino, realizadas por el rey o sus ministros. Y si bien las Cortes de Monzón de 1585 aumentaron los ya enormes poderes de los nobles aragoneses, al decidir «que todo vasallo que tomase las armas contra su señor era reo de muerte», las Cortes de Tarazona de 1592 representaron una neta victoria realista, al modificar dos importantes factores del Parlamento aragonés: la regla de la unanimidad en los votos de los cuatro estamentos, que fue sustituida por la de la mayoría, y la reforma de la institución del Justicia, quintaesencia de las libertades aragonesas, el cual, a partir de entonces, podía ser destituido por el rey. Asimismo, el monarca obtenía el derecho a nombrar virreyes no aragoneses.25

      La revuelta de Aragón de 1591-1592 había dado al rey la excusa que necesitaba para debilitar profundamente el parlamento de Aragón y terminar de romper el equilibrio de poder existente hasta entonces. Las Cortes no desaparecen, pero siguen funcionando gracias a su docilidad. Cuando en 1626 Felipe IV convoca Cortes Generales a la Corona de Aragón, para poner en pie la Unión de Armas ideada por Olivares, mientras la reunión de las Cortes catalanas termina provocando el estallido revolucionario de 1640 y las de Valencia se resisten –si bien infructuosamente– a conceder el servicio pedido, las Cortes de Aragón votan sin grandes dificultades un subsidio que duplicaba al otorgado finalmente por Valencia.26

      Tras las reuniones de 1626, las Cortes aragonesas no volvieron a ser reunidas hasta 1701. En 1709 fueron convocadas en Madrid con ocasión del reconocimiento del Príncipe de Asturias. Estas reuniones, al igual que las de 1712, 1724, 1760 y 1789, tendrán, sin embargo, muy poco en común con las Cortes aragonesas de los siglos XV y XVI. Como A. R. Myers señala, resulta característica su protesta en 1760: «Oh señor, el reyno está dispuesto, no sólo a prestar juramento de fidelidad y rendir el homenaje que corresponde, sino a realizar cualquier cosa que Su Majestad proponga».27

      Aragón no se había convertido en un dominium regale, pero los monarcas habían conseguido transformar un dominium politicum et regale en que el Parlamento conservaba importantes poderes, en otro en el que el Parlamento logra sobrevivir, si bien con unos poderes rigurosamente delimitados y cada vez mayormente reducidos. Una vez más, al igual que en Castilla, se había producido el triunfo de la monarquía.

      Con todo, parece ser en el Principado de Cataluña donde «el desarrollo de la institución parlamentaria alcanzó un concepto constitucional efectivo y planteó eficazmente las relaciones operantes entre la autoridad y los sujetos, entre el monarca y sus vasallos». El caso ha sido comparado –creo que con acierto– por Vicens al del Parlamento inglés. Desde que en las Cortes de 1480-1481 Fernando el Católico aceptara el sistema político tradicional del Principado, perfeccionándolo con la Observança en que se reconocían las limitaciones al poder real, e ideando un procedimiento legal para la intervención

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